lunes, 31 de marzo de 2014

Providencia

Con el sol a su espalda, envía un último saludo y abandona el monstruo mecánico que ruge y silba entre brumas de vapor y bocanadas de humo negro. Cruza la pequeña estación con calma, a ritmo de bota contra madera, inclina levemente la cabeza y envía la mejor de sus sonrisas a las sorprendidas lugareñas. Atraviesa la calle polvorienta, dejando de lado lugares más adecuados para entrar de lleno en el saloon.

-Buenos días. Un vaso de agua, por favor.

Las voces callan. Los rostros se vuelven hacia el visitante y se forman miradas perdidas en semblantes de incomodidad. Allá en las mesas, alguno mira a otro lado, como si la partida no fuera con él. Arriba en las escaleras, un buen samaritano recoge el dinero que tan generosamente había dado a una de las chicas, empujándola lejos de él, no sin cierta delicadeza. Abajo el barman resoplando, tieso como un muerto, coloca sobre la barra el vaso de agua mientras maldice cien veces su suerte.

-Disculpe, reverendo, creo que este no es un sitio digno de usted. ¿No preferiría que le llevara una mesa y una silla en el solar que hay detrás?, estaría mucho más tranquilo, lejos de esta gentuza.

-No te preocupes, hijo. Mi misión es predicar, unas veces frente a la gratificante piedad del fiel devoto; otras frente a la edificante resistencia de la oveja descarriada. El señor nos pone retos para hacernos más fuertes y, ciertamente, este es un buen lugar para ejercitar a su humilde servidor.

-Y eso le honra; pero, ¿sabe?, el caso es que cuanto más se dedique a lo suyo aquí, menos sacaré yo. Si de retos se trata, monte una iglesia y verá como el domingo le llegarán todos estos más descarriados que nunca.

-Sería incapaz de permanecer quieto ahí fuera, mientras parte del rebaño se haya perdido en este engañoso campo de fieltros verdes, cartones coloridos, líquidos embriagadores y el calor efímero de mujer.

-Por favor, sea razonable. Sé que es un hombre de Dios y jamás osaría actuar contra usted, pero aquí trabaja algún que otro ser despreciable para el que un cuchillo en la garganta es poco más que un gesto, sin importar la procedencia del arma ni el dueño de la carne. Lamentaría que, a pesar de su buena fe, algo malo pudiera ocurrirle.

-Tranquilo, hijo. En la estación me he cruzado con un nutrido grupo de señoras piadosas a las que más de uno de los aquí presentes conocerán de compartir techo. No te imaginas la conmoción de mi alma al ver la alegría reflejada en su rostro ante la llegada de un religioso. No he de decirte que son excelentes guerreras, capaces de transformar su dulce rostro en severo semblante y, sin alzar una sola mano, cambiar el mundo de quienes tienen alrededor. Estoy seguro que si bien lamentarías que algo me ocurriera, más lamentarías que se desatara tal infierno.

-¿Sabe?, creo que podré mantener a raya a ciertos elementos. Pero seguro que podemos hacer algo para facilitarme la tarea, ya me entiende.

-Puede que tengas parte de razón, hijo mío... Ha sido un viaje duro y tampoco me importaría algo de tranquilidad; si tuvieras algún lugar blando donde recostarme.

-Ahora mismo tengo una habitación libre; la chica está charlando con los clientes de las mesas de juego. Si no le importa descansar allí.

-Eso será más que suficiente para reparar este humilde cuerpo. Si pudieras traer alguna cosa para comer y algo de beber.

-Verá, comida solo tienen en el hotel o en el almacén.

-Vaya, te agradezco de corazón el esfuerzo de ir a por algo que llevarme a la boca, un poco de carne y patata asada bastará. Ah, de beber será mejor que traigas algo más fuerte, me encuentro un poco mareado. Si no te importa esperaré en la habitación. Seguro que las damas del pueblo, agradecerán las atenciones que he recibido.

-¡Cómo no, reverendo! Pero, por favor, si quiere algo más, no dude en indicármelo...

-Solo una última cosa; si por casualidad subiera la chica, no le niegues la entrada. Sería incapaz de privar a esa pobre criatura del justo descanso.

lunes, 24 de marzo de 2014

Recolectores

Gran señora enjoyada, sujeta con ambas manos su asombro; cierto lord inglés, mantiene en las entrañas el miedo; un predicador barbilampiño y un comerciante holandés. Todos miran atónitos hacia el hombre de traje elegante, chaleco y bombín de ala ligeramente ancha. Apunta con su revólver hacia el extraño forajido que, pañuelo en boca y arma en mano, amenaza con segar la vida de la dulce jovencita que tiene apresada.

-Se ha equivocado. De aquí no va a sacar más que plomo. El vagón que hay justo detrás suyo está lleno de agentes de la ley. Solo es cuestión de tiempo que se enteren de que está aquí.

-Le agradezco la información; ahora haga el favor de bajar el arma y dejar que todos los aquí presentes me den algo para que dé por concluida mi visita.

-¿Y si no, que?

-Si no, me veré obligado a esparcir los sesos de esta bella señorita por todo el vagón. Ya me cuidaré que le caiga algo a usted.

-¿Qué le hace pensar que lo que pueda pasarle a una cualquiera deba afectarnos a gente de nuestra clase y dignidad? Cuando uno de nosotros bosteza, ustedes tiemblan; pero cuando esa “señorita” grita o muere, apenas remueve una ligera brisa.

El hombre no dijo más, pues se sorprendió al ver cómo la joven levantaba sus faldas mostrando dos largas piernas, suaves y sonrosadas. Recorría con la mirada el camino hasta su origen, mas  el sentido común le devolvió el control de la vista; el tiempo justo para ver una derringer salir del liguero y centellear su muerte.

-¡Lily!

-¡Me insultó, te dijo que me dispararas!

-¡Estaba tanteándome, no era necesario!

El inglés se puso en pie, adoptó postura de tiro y se llevó un balazo entre ceja y ceja. Aun no se había disipado el humo, cuando el ojo experto de proscrito adivinó movimiento, allá donde el holandés estaba sentado. El pulgar actuó rápido y descargó la bala un instante antes de que hablara inútilmente el arma del comerciante. La sangre quedó estampada en el papel de la pared, el terciopelo del mobiliario y el rostro aterrorizado de la gran señora, cuyo cuerpo había decidido abandonar la consciencia hasta que llegaran tiempos mejores.

-Solo queda usted, reverendo.

-Y espero que así siga, hijo. Soy hombre de paz y ya ha habido demasiadas muertes por hoy. No sé cuáles han sido sus razones, pero lo que aquí ha ocurrido es asunto de la justicia terrenal. El Señor juzgará tus acciones de una manera más amplia y completa; así pues, no soy quién para condenarte. Haz lo que creas conveniente, pero baja ya esas armas no sea que el exceso de ímpetu provoque alguna desgracia.

-Está bien, reverendo; si quiere conservar la vida, recoja todo el dinero y las joyas de estos caballeros, vaya con el maquinista y dígale que pase lo que pase no pare el tren. Ah, y llévese con usted a la señora, seguro que eso le hará sentirse mejor.

-Así se hará, hijo, así se hará.

-Reverendo, como vea que el tren disminuye su velocidad, será el primero en visitar a su jefe, o a la competencia.

-¡Lily, pon el bolso en la puerta!

-¿Todo el bolso? Pero, ¿y la caja fuerte? ¿No vamos a coger el dinero?

-¡Todo! Y olvídate del dinero. Lo único que hay allí, es un vagón lleno de agentes esperando a que nos asomemos.

Lily puso el bolso junto a la puerta, extrajo con cuidado la mecha, hizo un par de señas a su compañero y con un pase enérgico encendió la cerilla.

Tras un leve siseo comenzaron a brotar las chispas, los dos forajidos corrieron como nunca hasta la puerta contraria, salieron del vagón y saltaron sobre la cubeta del carbón; dos o tres balas silbaron cerca de sus oídos antes de que la explosión empujara todo cuanto había en todas direcciones. Levantaron la cabeza, ennegrecida, y observaron como el vagón se deformaba, soltándose de la locomotora y dejando al resto del tren náufrago en medio de la vía.

Jimmy se giró, revólver en mano, hacia las últimas incógnitas del problema. El maquinista seguía a los mandos, incapaz de mirar el desastre; mientras el predicador permanecía, incrédulo, mirando los vagones, con un hatillo de billeteras y joyas a un lado y, al otro, el generoso cuerpo de la señora disfrutando plácidamente de su sueño.

lunes, 17 de marzo de 2014

En el camino



Dos árboles vencidos, madera seca y semblante grisáceo, amarrados por tallos y raíces, conforman la sala improvisada en torno al suelo de tierra limpia y el calor del fuego. Arriba se alza eterno el techo estrellado y a todos lados se extiende infinito un horizonte ligero y vacío, con el frescor del espacio abierto y el rítmico vaivén de las hierbas altas que acarician los pies del viajero a bordo de su carro.

Echó un nuevo tronco y se sentó en busca de descanso. Con el frío regresaron las heridas que, como los buenos enemigos, siempre desaparecen para volver más tarde.  Acercó las palmas al crepitar de hoguera con la compañía clara y estridente del coro de grillos y algún lejano siseo.

Volvió a repasar el cargamento: manteca, carne seca, latas, algo de condimento, el salvavidas y la base de siempre. Suficiente para el resto del viaje. Mas era tarde, la oscuridad acotaba el espacio al único reducto de luz en cuyo centro las llamas lamían el hierro fundido, generando con su calor un baile lento y suntuoso de alubias encarnadas, hebras de carne y burbujeo pausado.

Fue entonces cuando se escucharon los primeros gritos, algo quedos; las primeras voces de mando, enérgicas por necesidad, apagadas y heridas en el fondo. Cientos de pezuñas abrieron las espigadas aguas verdes de la tierra. La mayoría de los centauros se quedaron atrás, agrupando las reses. Solo dos se acercaron, separados de su alma gemela,  con rostro sucio, triste y cansado; llevando con ellos el cuerpo lánguido de un compañero cuyo cráneo abierto mostraba los respetos del recién llegado.

A veces ocurre, se repetían al mover la masa asesina de pezuñas y cuernos, despegando de las entrañas el absurdo rencor irracional, haciendo frente al gélido guiño de la muerte.

A veces ocurre, parecían decir los rostros, al dejar apoyado sobre la madera gris el cuerpo quebrado del compañero: un saco de carne rota y huesos astillados que aun guardaba en su interior un pequeño resquicio de vida; el abrir repentino de dos ojos desesperados, un grito suplicando un cabo y el loco intento por mover los dedos de una mano tronchada. Tras eso, llegó el silencio y un nudo áspero y seco en las gargantas.

Charles fue al carro, abrió el pequeño compartimento, oculto a los extraños, y sacó la botella de cristal marrón traslúcido envuelta en papel, la del relieve magníficamente detallado que guardaba el vigor de los años y el sabor de la experiencia en su interior. Se acercó y la dejó frente a ellos, en el suelo, tomó con cuidado el cuerpo del joven y se marchó para hacerse cargo de la sepultura.

-A veces ocurre -dijo mientras se alejaba.

Hacía mucho tiempo ya de eso, pero de vez en cuando regresaba a la mente, con el bálsamo agradable que solo el tiempo otorga, durante la somnolencia matutina, antes del primer sorbo de café.

Fueron días duros, de carencias e ingenio, de pérdidas y triunfos, de abrir camino y forjar carácter.

lunes, 10 de marzo de 2014

El saloon

El sol comienza su viaje de regreso al hogar, tras las montañas, a través de un cielo limpio y claro. El rastro de luz encarnado araña el horizonte, realizando la última ofrenda de la jornada; apenas un guiño diurno, recibido como lluvia en mitad del desierto. Las voces se alzan, los ánimos embravecidos apuestan por un último esfuerzo y llegan las notas finales de metal sobre madera.

Edward colocó con cuidado las patas, apartó la tela y observó el mundo a través de la caja, absorbiendo el punto de vista que quería ofrecer. No dijo nada, se tomó el tiempo de la primera mirada, íntima y personal, y salió de la oscuridad; dio media vuelta y, orgulloso, sonrió hacia el traje blanco.

Asomado a la ventana de su habitación, sobre esqueletos crudos de madera, observaba DeLoyd el éxito conseguido a partir de restos, herrumbres, astillas y todo cuanto pudieron arrancar de su propia vivienda. Como capitán, desde castillo de proa, admiraba cómo, una vez más, todo cuanto pensaba imposible de hallar en el ser humano, volvía a surgir.

Abajo, junto a la entrada, descansaban los demás, entre risas y brindis, con los huesos molidos y el espíritu henchido por el éxito conjunto. Había quienes pensaban ya en ascuas encendidas, cartones sobre verde, el despertar de la sed y caras nuevas haciendo camino.

Ante ellos se erguía hacia el cielo, desafiando las leyes, el edificio insignia. Desde la calle central, se alzaba la gran entrada, con sus puertas batientes y, sobre ella, el viejo cartel reparado por las manos de un líder que trabajó codo con codo, como uno más, comprendiendo necesidades, confiando en los suyos. Dentro podían verse mesas y sillas, rescatadas de la desgracia, y una magnífica barra que se alargaba hasta el final de la estancia. Arriba, los ventanales del primer piso, más estrecho que la parte inferior, mostraban las mesas de juego y el escenario desde el que una voz femenina soñaba con volver a manifestarse libre. Y, allá en lo alto, el tejado cerrado en punta que, como iglesia, indicaba a todo aquel que pasara que allí había un lugar donde descansar el cuerpo y calmar el espíritu.

Jonowl, paladeando los ecos del bourbon, miraba desde el lateral la herida profunda que el agua había dejado en el suelo y cómo, asemejando la consecuencia violenta de un ser gigantesco, esta seguía subiendo hasta dividir el edificio en dos, unido únicamente por su pasarela de troncos, algo tosca y sencilla, pero firme y resistente.

La parte derecha del edificio, la más alejada de la calle, se erguía como su hermana; con una sala inferior destinada a la charla tranquila y algunas habitaciones que aseguraban la intimidad. Mientras, el piso superior garantizaba a sus visitantes el abrazo reparador de Morfeo. Mas si algo llamaba la atención era la parte superior del tejado, aun más alta que la de su hermana, sobre la cual un experimentado Will Nake había conseguido colocar el púlpito desde el que contemplar el territorio circundante y emitir el entusiasta y potente tintineo de una pequeña campana. 

Will estaba pletórico, no solo por demostrar que había sido posible, sino por recordar a todos y a sí mismo que el abrumador peso de los años podía volverse liviano en solo un segundo; que la mera presencia del reto activa el ímpetu vital del animal humano; que no se está muerto hasta que es demasiado tarde para darse cuenta. La sangre hirvió como volcán y un aullido de júbilo erupcionó a lo largo del pueblo. Rió feliz y volvió a reír junto al resto al pensar que, alcanzado el cielo, llegaba la hora de saber cómo demonios bajar de allí.

lunes, 3 de marzo de 2014

Tempestad

Los ojos inyectados en sangre, amenazan con abandonar las órbitas, ansiosos por encontrar la salida. Las piernas ajadas y doloridas, describen torpes movimientos, en un tambaleo continuo. La venas hinchadas de vida, luchan por evitar la muerte. Mas el dolor atenaza, las fuerzas no alcanzan, los otros devoran, los pasos que restan y le posee fuerte el instinto de presa.

Dos hombres se abalanzaron y descargaron el peso de su ira. Otros tres, corrieron desde el final de la calle, arengados por los gritos enloquecidos de mujeres y niños que permanecían expectantes. El pobre diablo miraba a uno y otro lado, buscando un alma amiga donde anclar la razón; mas todo rostro que encontraba le vomitaba el mismo mantra “¡asesino!” entre esputos y quebradas de voz.

Quiso decir que era un error, que nada tenía que ver con aquello, pero su garganta era un puñado de polvo seco y el ingenio estaba siendo arrinconado a puntapiés por el terror. No hacía más que toser, luchando por encontrar algo de saliva con que poder explicarse; pero tragar era una tarea imposible y a punto estuvo de perder la razón al no recordar la forma de tomar aire, cuando un dolor agudo en su espalda le arrancó un claro y sonoro alarido.

Allá donde mirara, había gente; una oleada de figuras que parecía no tener fin. Notaba los tirones, los golpes que lo zarandeaban a uno y otro lado como un muñeco y un pitido estridente que lo fundía todo en un confuso y grotesco borrón. Entonces, de en medio de todo el gentío, distinguió una figura, alta, solemne y digna que parecía llamarle con la mirada mientras extendía su mano izquierda.

No sabía si andando o arrastrado por la multitud, llegó hasta él y sintió, sorprendido, que las zarpas de sus captores aflojaban la presa. Lo observó detenidamente y creyó ver en su rostro el final de la pesadilla. No sabría explicar el porqué, pero, por un momento, la gente pareció disiparse y sintió un poco de calma.

El hombre mesó las puntas afiladas de su bigote encarnado, observó con detenimiento al rostro perdido del pobre diablo y, sonriéndole, le ofreció paz.

-Tranquilo, muchacho. Ya se acaba.

Se le escapó un “gracias” fino, apenas presente, por la comisura de unos labios mal cerrados y una extraña alegría le invadió al dejar atrás los gritos, el dolor y la violencia del odio desgarrado. Solo dos hombres lo llevaban, cogido por los brazos, hacia los trece peldaños.

Fijaba su atención en la mirada tranquila de aquel tipo que, de forma incomprensible, seguía ofreciéndole orden y amparo en medio de aquel caos. Y siguió pendiente cuando llegó a la cima, cuando desde arriba vio hervir a la muchedumbre, cuando la áspera soga rasgó el légamo viscoso de aquel mal sueño.

-¿Jimmy, qué demonios era eso?

-Una ejecución. Ese de allí es el juez Tempestad y aquel tipo, otro sacrificio que asegura que tras su paso siempre llega la calma. Oí hablar de él hace tiempo, entre forajidos, el día en que perdí todo cuanto tenía, y debo decir que es exactamente como dijeron. Días después de su partida, este pueblo estará seco por dentro, lleno de preguntas y vacío de palabras para responder; pues ni este es el asesino que buscan, ni esa la paz que creen haber encontrado.