lunes, 28 de julio de 2014

Prosperidad

Brilla con fuerza. Irradia, implacable, contra arena y piedras, demasiado secas para sentir cualquier cambio. Dobla y deforma cuanto hay bajo él, hasta dejar un erial espinoso en el que solo cabe atesorar un sorbo más. Empaña el entendimiento y recuerda que solo queda luchar por cada hora, ya que solo esperas descanso en el ocaso; y es entonces cuando te abandona a su gélida ausencia.

-¿Otra vez Edgar con la misma historia? 

Kornelius miró al sheriff sonriente, mientras ponía un vaso limpio y algo de caldo en él.

-Estos aun no la han oído. Cada vez que cuenta cómo estuvo a punto de morir en el desierto, la gente no para de venir a por más tragos.

-La verdad es que con el calor que hace hoy podríamos morir cualquiera. Cruzar la calle ya me ha dejado seco.

El sheriff vació el vaso de un trago y se lo acercó a Kornelius en busca de otro.

-Vaya, parece que al final la locura del “idiota” está funcionando. Cada vez más gente: viajeros, jugadores, curiosos, algún señoritingo... no tardarán en llegar los indeseables.

-¿Qué tal los dos tipos de ayer?

-Nada, buenos chicos. Se pegaron un par de veces más, de camino a la celda, antes de jurarse amistad eterna. Esta mañana estaban de acuerdo, a ninguno le gusta mi café... y es que el café...

-Ya, ya... no debe saber bien, debe mantenerte despierto.

-Pues eso. En fin, que la gente trae dinero y el dinero trae a cierto tipo de gente.

-Yo ya he escuchado un par de veces a Edgar comentar que vendría bien un banco.

-Guardar todos los dulces en el mismo cajón... más problemas. ¿DeLoyd sabe algo de eso?

-Lo estuvieron comentando el otro día, parecía encantado con la idea. Dentro de poco habrá asamblea.

-Mira, Kornelius, mal camino seguimos. Creo que acabaremos igual que los lugares de los que vinimos.

-Venga sheriff, no sé qué saldrá de aquí pero te aseguro que no será como lo que has visto en otros sitios.

-Verás. Cuando Edgar sacó las cuentas y descubrimos que estábamos en bancarrota, todo parecía indicar que este pueblo había muerto, pero entonces arrimamos el hombro para sacar esto adelante, sin importar beneficios, y de algún modo funcionó. Joder, en un mundo de gente mirándose el ombligo, volví a sentir ganas de partirme el lomo por algo. Pero esta mierda va a pudrirlo todo. Hazme caso, lo he visto demasiadas veces como para creerme lo contrario.

-Somos los hijos del “idiota”, ¿quién sino sería tan estúpido como para creerlo?

-¡Vamos, Kornelius, a otro perro con ese hueso! Cuando tintinee tu caja a ver quién te devuelve a los días en que no contábamos las monedas.

-No sé, Will, es posible que cambie algo y es posible que no. Quizás solo importa la forma de verlo, puede que al final sea como dice Jonowl y solo se trate de vivir siempre comienzos.

-Ya veremos, Kornelius, ya veremos.

lunes, 21 de julio de 2014

Dueling banjos

Con el sol de cara, paso seguro, cabeza alta, estrella brillante. Cruza la calle asegurando ser visto; sabiendo que la vida no es más que teatro y que todo cuanto colocamos en la percepción del otro, actúa a favor o en contra.
Con el sol a la espalda, paso sigiloso, atento y salvaje, fuego inyectado en la mirada. Recorre los porches lejos del campo abierto; evitando ser visto, pues solo los actos importan.

 
Con cada paso del sheriff, el polvo revivía: una nube amarilla sobre el sol ardiente que difuminaba imágenes deformadas por el calor, entre el intenso chirriar de insectos y el movimiento breve de cortinas tras ventanas indiscretas. Ya sabían que estaba allí; se detuvo, separó un poco las piernas y permaneció desafiante en medio de la calle.

El cazarrecompensas atravesaba las rayas de luz del techo del porche, ahogando, en cada paso, el ruido de las pisadas sobre el entarimado. Ahora en pie, ahora encorvado; salvando puertas y ventanas sin romper el ritmo, el mismo baile ágil y calmo.

-¡Morris! ¡Panda de cobardes! ¡Me habéis estado buscando demasiado tiempo! ¡Cada banco, cada casa, cada desgraciado que echasteis de este mundo! ¡Ya estoy aquí y tengo ganas de veros las caras!

-¡Blackwell! -la voz salía de una de las ventanas del hotel-. ¿Acaso los años te han vuelto estúpido?  ¡Sigue pavoneándote ahí en medio! ¡Pides a gritos una bala entre ceja y ceja!

-¡Sed Morris! ¡Apuesto a que tus hermanos estarán encantados de sustituir al cobarde que disparó a resguardo, tras la cortina de un hotel! ¡Es lo que tiene criarse entre buitres, siempre esperan la menor ocasión!

No hubo respuesta; ni voces, ni sonidos de ningún tipo. Fue entonces cuando los insectos callaron y comenzó la cosecha.

El primero apenas pudo despedirse, burbujeando un gorgoteo entre hoja de metal y densa sangre.

Blackwell no esperó a comprobar el trabajo de One; se limitó a desenfundar, amartillar y apretar el gatillo en un pestañeo, enviando el plomo hacia la ventana del hotel.

El segundo acogió el cuchillo, calentado por su compañero, en plena pierna, con tanto afán e insistencia, que siguió con él al perder el equilibrio, caer del tejado e ir directo al infierno.

El sheriff aprovechó la caída para apuntar unos metros más allá, justo en la pequeña obertura del granero. Contaba con la sorpresa y el temor, dos segundos para colocar tres balas antes de que se escuchara el torpe intento de venganza de un moribundo. “Solo queda uno”, dijo Blackwell para sí, y esperó a escuchar el último trueno de One. Pero la pólvora cantó del lado contrario, justo tras el ventanal del almacén, donde el último de los Morris vendía cara su vida.

Apenas tuvo tiempo, Blackwell, de echarse a un lado, buscando refugio, y cambiar el blanco seguro del torso, por el brazo. Fue entonces cuando One hizo sonar la última de las trompetas, enviando al más joven de los Morris un par de metros atrás, incrustado entre clavos y manzanas.

-¡Maldito idiota! ¿Se puede saber qué demonios estabas haciendo? Estaba más que claro: uno en el hotel, dos en el saloon, uno de ellos en el tejado, otro en el granero y en el almacén el más joven, que evitaría disparar hasta que no tuviera más remedio. ¿Para qué sino pagamos a aquella furcia?

-Lo siento mucho, Blackwell, no sé que me ha ocurrido. Por un momento se me pasó por la cabeza la posibilidad de no cobrar tampoco este trabajo, se me nubló la mente y fui incapaz de actuar. Menos mal que me recuperé a tiempo, porque... ¿estás bien, verdad?

El sheriff, observó al joven cazarrecompensas, se llevó la mano al brazo y notó el insignificante rasguño que dolía mucho más de lo que cabría esperar.

-No te preocupes, esta vez no creo que haya ningún problema para cobrar.

lunes, 14 de julio de 2014

Justicia divina

Sudoroso, rostro enrojecido, carrillos inflados a punto de expulsar el aire comprimido. A su lado, el reverendo su cruz comparte: punzadas en los pulmones, en las piernas calambres, sangre latiendo en el cráneo y, en la mente, desaires. Quedó atrás la desesperación, el vencimiento y cualquier rasgo de vergüenza a darse por vencido... mas, cuando todo falla, es el plomo quien le mantiene vivo.

-¡Dijo que pararía! ¡Al llegar al río! ¡Mil demonios! ¡Dijo que pararía!

Las balas tonteaban con Fred, pasando cerca, entre silbidos y roces leves: volando entre sus dedos, rayando en breve, acariciando el sombrero nuevo y, alguna, más disoluta, besando ligeramente su cuello, antes de continuar la ruta.

-¡Dije que pararía! ¡Y así será!

Aquella mole les seguía como diablo tras alma. Contrastaba el brillo prístino de la calva empapada, con los oscuros pelos erizados de orejas, narices, hombros y espalda. Movía sus carnes con rapidez increíble, como violas de un tren a plena caldera, resoplando como búfalo en pradera, mientras palanqueaba, una y otra vez, enviando más plomo desde el rifle.

-¡Hace mucho que pasamos el río! ¡Este tipo no es humano!

Tras los últimos estallidos de pólvora, se escuchó un chasquido, quedo y vacío: el canto alegre del fin de algarada. Siguió un grito horrendo, pergeñado en lo oscuro, de quien ve desaparecer su venganza, incapaz de permanecer mudo. Y tomó por el cañón su arma, tensó su cuerpo como arco en plena carga y, en un solo movimiento, lanzó el winchester al alba.

-¡Sí que para, reverendo! ¡Sí que para!

Fred se giró un momento, para observar al vencido, y encontró en su cara, el envío del hombre, en forma de lanza bastarda, quedando su rostro y orgullo, inmóvil y herido.

-No te detengas, hijo, solo unos pasos más. Que disperse su rabia, en el campo vacío, y dese su alma por vencida al perder lo que con tanto ahínco ha perseguido.

Se recompuso, obediente, recogiendo el sombrero, escupiendo al reanudar el vuelo; manteniendo, en puño cerrado, un poco de sangre y un par de dientes.

Siguieron su carrera, a ritmo quebrado, hasta dar la amenaza por perdida. Rió el reverendo al abandonar la tensión y rió Fred, a su vez, al ver terminada la huida.

-Te dije que no aguantaría. Era cuestión de tiempo.

-De tiempo y de piezas, que llevo arañazos en cuello y brazos, dos dientes en mi mano, y, lo que es peor, casi dejo el sombrero en el campo.

-Olvida eso ya, hijo, que las penas pasarán mejor con esta medicina.

El reverendo mueve la bolsa con los ojos vidriosos. Se anima su compañero, ante el alegre tintineo de metal precioso.

-¿No va esto contra su fe, reverendo?

-Toda piedra, todo mueble u objeto, hasta la última res de su hacienda, han sido comprados con dinero de estafas, chantajes a granjeros y otras oscuras ciencias. No hay nada, pues, se mire por donde se mire, que, por aliviar a este hombre de tal carga, prohíba mi creencia.

-Es usted quien sabe de estas cosas. Yo ya he expuesto la vida y regalado dos dientes; es, pues, momento de acudir a algún lugar donde darme una alegría y obtener, al fin, el descanso justo del valiente.

lunes, 7 de julio de 2014

Estampida

Mano vieja, fuerte y cortada, agrupa los últimos rescoldos. Demasiado calor para hacer más fuego, demasiado pronto para la extinción. Si los mueve con fuerza, el rojo vivo se quiebra; si actúa con calma, se apaga. Se trata de algo sencillo, tan básico que resulta complicado de enseñar y aprender. Con los gusanos de luz devorando los últimos trozos de madera, llega un recuerdo, lejano, de su tiempo en el rancho.

-Tienes que guiarlas, no empujarlas.

Bison los observaba desde el carromato. El viejo Cooper se mantenía lejos del ganado, mientras daba las indicaciones pertinentes a la nueva adquisición del Two Dollars.

-Llévalas por el cerro. Que te vean, tienen que saber que estás ahí en todo momento.

El joven corría de uno a otro lado, moviendo el sombrero, dando voces, buscando la respuesta del ganado. Ahora a la izquierda, moviendo la masa hacia el lado contrario; ahora a la derecha, para corregir el rumbo.

-Tranquilo chico, baja un poco el ritmo. Si das esas voces ahora, ¿que harás cuando se descontrolen?

Calló y se limitó a seguir a los animales atento a cualquier cambio, cualquier movimiento extraño, cualquier indicio de disgregación.

-Bien, llévalas por el río. Tranquilo; si no las fuerzas no entrarán, pero no dejes que vayan a la arboleda.

Conforme se acercaba al agua, se colocó entre el ganado y los árboles. El camino se estrechaba cada vez más y las reses se aglutinaban en un cordón grueso de músculo, piel, pezuñas y cuernos.

-Bien... Mantente cerca, pero no demasiado; no dejes que te encierren o te aplastarán.

Todos los sentidos centrados en el sinuoso movimiento del cordón; atento a cualquier ruptura, devolviendo al cuerpo las cabezas huidizas, peinando los cuernos en dos hileras. Poco a poco, bien ordenado, extendiendo la atención a cada uno de los puntos más quebradizos, hasta que apareció, al fin, el campo abierto.

-De acuerdo, cuando salgan ten en cuenta que tirarán adelante. Dales cuerda pero no dejes que se desmadren.

Al final del camino, el cordón se deshilachaba; unas reses se apartaban y otras salían desde atrás, acelerando el paso al ver la explanada libre de obstáculos. El joven se colocó delante y fue de un lado a otro para transformar el cordón en un círculo.

-No las cierres tanto, chico, déjalas respirar.

El cordón se abría cada vez más, expandiéndose, cubriéndolo todo de pelaje marrón. El jinete echó un vistazo al camino, a la interminable hilera que seguía llegando sin final aparente. Cuando vio la marea animal que se formaba frente a él, comenzó a cerrar el círculo.

-¡No las cierres, chico! ¡Dales cuerda!

Pero el joven ya no oía, todos sus sentidos estaban enganchados en cada una de las reses, adivinando cual sería la primera en salir corriendo, corrigiendo cualquier indicio, dando voces, moviendo el sombrero, para detenerlas. Pero el cordón seguía avanzando, ignorante de lo que acontecía en la explanada; fue entonces, en un punto intermedio, donde comenzó la presión. Algunas reses fueron a la arboleda, otras decidieron abandonar el redil y salir hacia el agua, pero la mayoría se limitó a empujar, cada vez con más fuerza. Cuando el viejo Cooper decidió acudir en su ayuda, gritando en vano, el joven ya había desenfundado y efectuó un único disparo al aire; en ese momento, todo orden fue quebrado.

Cooper pudo ver el mar de bestias arrollando al caballo, y observó un par de veces al jinete, despedido hacia arriba como un muñeco de trapo entre las erizadas cornamentas, para ser engullido de nuevo. Nadie habría apostado por aquel pobre diablo. A pesar de que Cooper se adelantara para redirigir la estampida, a pesar de que Bison consiguiera recogerlo de una pieza y lo llevara en el carro, directo al doctor.

La última ascua se apagó sobre un montón de ceniza. El calor que mantendría el puchero sería el justo para dejar el guiso en su punto; sonreía al ver lo natural que le parecía. Igual que sonreía al recordar como un tiempo después, obtuvo fama, en el Two Dollars, aquel vaquero cojo, lleno de cicatrices, que respondía al nombre de Nick Trampled.