Como peces en agua estancada, vivimos
en una atmósfera que poco a poco se paraliza, en la que cada vez es
más difícil respirar. Es un cambio lento, apenas perceptible, que
continúa hasta que cualquier acto se vuelve inicio y el
esfuerzo no obtiene recompensa. Entonces escudriñamos el cielo y
soñamos señales de bruma en las olas de un minúsculo
avión. Desesperanzados, apartamos la vista y seguimos bombeando,
cribando pequeñas pepitas de oxígeno entre montones de bocanadas.
Y al final parece llegar; el cielo
despierta cuando pequeñas agujas líquidas atraviesan la densa
niebla y chocan contra el suelo, removiendo el fondo irrespirable. A
lo largo del coágulo asfixiante, cientos de pequeños agujeros
atestiguan lo ocurrido; tan pequeños, que lejos de ofrecer aire
limpio, sólo sirven para vislumbrar el eco fantástico de lo que hay
más allá, y nos planteamos si no ha sido peor la palabra que el
silencio; pero no queda sino seguir ya que, por fin, entendemos que
en el sitio en el que estamos no se puede vivir.
Es entonces cuando el horizonte es
aplastado por gigantes oscuros, que caminan bramando con reflejos de
ira relampagueando en sus rostros. Monstruos todopoderosos que sólo
responden a su propia naturaleza. Sonreímos comprendiendo que llegó
el momento. Las almas saludan a nuestros salvadores mientras los
cuerpos se esconden. Y los colosos ceñudos irrumpen en nuestro mundo
vertiendo las agujas líquidas, millones de ellas, que caen al
unísono como cama de faquir, aplastando ese grano asfixiante que
revienta y dispersa su inmundicia.
El mundo queda a merced de aire blanco,
aroma a tierra mojada y la caricia del elemento creador. Ahora el
aire fresco inunda los pulmones y por fin una bocanada vale por mil.
Todo a nuestro paso es suelo virgen, un mundo para crear.
* * *
Mas el tiempo pasa y ya no recuerdo la
última vez que dejó de llover...
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