Junto al fuego, de poca llama y brasas dispersas, sacó el cuaderno y se dispuso a repasar sus notas. Al otro lado permanecía su compañero, alejado de la luz, siempre expectante. Refugiado en su manto pardo; silencioso, erguido, escrutando el terreno con aquellos grandes e impresionantes ojos; de rostro calmo y mirada absorbente. El guerrero ancestral capaz de tomar las armas cuando late la guerra y volver a la paz sin daño alguno en el alma.
Rebuscando en los escritos, no encontraba el momento en que apareció, como si hubieran estado toda la vida el uno junto al otro. Tras su llegada, los recuerdos de la ciudad se habían esfumado, quedando, como único resquicio de civilización, aquellos utensilios de escritura que transportaba cuidadosamente, envueltos en piel engrasada.
En las primeras hojas, pensó que aquel visitante salía favorecido de la situación. No en vano, Jonathan había desarrollado cierta destreza abatiendo a pedradas pequeños animales, pues después del tiroteo en el valle no había osado a sacar el rifle de su funda, y gustaba de ofrecer a su compañero parte de las presas conseguidas. Aquel las recibía en silencio, podría decirse que agradecido, pese a su semblante enigmático y lejano. Supuso que se mantenía a su lado por la comida, hasta que lo vio cazar y comprendió que estaba allí por puro capricho, mera curiosidad.
Con el paso del tiempo, las anotaciones se centraron cada vez más en su compañero, con la obsesión del investigador y la posición superior del estudioso. Pero no fue hasta que renunció a descifrar su extraña lengua, hasta que dejó de verle como un salvaje y abandonó el acoso activo de comunicarse, que consiguió comprenderle. Entonces aprendió con esa facilidad que siempre le había caracterizado, desplazando los convenios de humo, metal y ladrillo, lecciones que asimiló en su fuero interno.
Lo vio desplazarse en silencio, acallando el ruido, cubriendo el tiempo con su manto, hasta avalanzarse sobre las presas, inmóviles, ciegas y sordas. Lo vio inexpresivo, como corteza de árbol, para después moverse sin atisbo de entumecimiento. En ocasiones alegre, con cierta predisposición para el juego, podía volverse fiero y amenazante hasta helar la sangre. Capaz de dormir placenteramente, permaneciendo, sin embargo, atento a todo cuanto ocurría a su alrededor. Y ante todo, destacaba su habilidad mortal utilizando sus armas, enarboladas únicamente en el momento adecuado; inmune a la sed de sangre que Jonathan sintió la primera vez que empuñó el rifle.
Allí junto al fuego, con el útil cedido por su compañero, apuntaba: remoto y cercano, huraño y amigable, fiero y tranquilo; maravillándose de cómo aquellas contradicciones podían tomar forma en un único sujeto. Y cuanto más sorprendido estaba, cuanto más claro tenía que nada nuevo podía venir de aquel ser, entonces lo veía ahí erguido, independiente, solemne, con su manto de salvaje aristócrata, atravesando el mundo con aquellos enormes ojos. Y Jonathan, el aprendiz, volvió a dormir tranquilo, sabiendo que en caso de peligro, llegaría a sus oídos el mágico ulular.
En las primeras hojas, pensó que aquel visitante salía favorecido de la situación. No en vano, Jonathan había desarrollado cierta destreza abatiendo a pedradas pequeños animales, pues después del tiroteo en el valle no había osado a sacar el rifle de su funda, y gustaba de ofrecer a su compañero parte de las presas conseguidas. Aquel las recibía en silencio, podría decirse que agradecido, pese a su semblante enigmático y lejano. Supuso que se mantenía a su lado por la comida, hasta que lo vio cazar y comprendió que estaba allí por puro capricho, mera curiosidad.
Con el paso del tiempo, las anotaciones se centraron cada vez más en su compañero, con la obsesión del investigador y la posición superior del estudioso. Pero no fue hasta que renunció a descifrar su extraña lengua, hasta que dejó de verle como un salvaje y abandonó el acoso activo de comunicarse, que consiguió comprenderle. Entonces aprendió con esa facilidad que siempre le había caracterizado, desplazando los convenios de humo, metal y ladrillo, lecciones que asimiló en su fuero interno.
Lo vio desplazarse en silencio, acallando el ruido, cubriendo el tiempo con su manto, hasta avalanzarse sobre las presas, inmóviles, ciegas y sordas. Lo vio inexpresivo, como corteza de árbol, para después moverse sin atisbo de entumecimiento. En ocasiones alegre, con cierta predisposición para el juego, podía volverse fiero y amenazante hasta helar la sangre. Capaz de dormir placenteramente, permaneciendo, sin embargo, atento a todo cuanto ocurría a su alrededor. Y ante todo, destacaba su habilidad mortal utilizando sus armas, enarboladas únicamente en el momento adecuado; inmune a la sed de sangre que Jonathan sintió la primera vez que empuñó el rifle.
Allí junto al fuego, con el útil cedido por su compañero, apuntaba: remoto y cercano, huraño y amigable, fiero y tranquilo; maravillándose de cómo aquellas contradicciones podían tomar forma en un único sujeto. Y cuanto más sorprendido estaba, cuanto más claro tenía que nada nuevo podía venir de aquel ser, entonces lo veía ahí erguido, independiente, solemne, con su manto de salvaje aristócrata, atravesando el mundo con aquellos enormes ojos. Y Jonathan, el aprendiz, volvió a dormir tranquilo, sabiendo que en caso de peligro, llegaría a sus oídos el mágico ulular.
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