El sol asoma tras los últimos jirones de velo nocturno, dirige sus primeros rayos hacia el manto de escarcha de las hierbas silvestres; llega la hora del cambio. Garras nudosas se aferran al hueco de un árbol y dos alas descansan, mientras una cabeza se encoje buscando cobijo en el ahuecado plumaje. Desde su posición, observa la cabaña, espera el momento adecuado y cierra sus dos enormes ojos.
Los párpados se abrían de golpe, apartaba las pieles pesadas y se levantaba de un salto, dejando que el frío disipara el calor y la humedad que adormecían el cuerpo durante la noche. Dejaba sus ropas sobre el camastro y hundía las manos en la jofaina para lavarse, entre tiritares y resoplidos, hasta dejar los fríos en el agradable roce de la tela.
Ya despierto, cubría su cuerpo con las ropas de guerra: ropa interior de cuerpo entero, pantalones y camisa resistentes, un par de botas de cuero bien engrasadas, chistera vieja y domada y un abrigo de pieles algo tosco pero efectivo. Apartaba la gruesa cortina y se dirigía a la estufa, donde echaba un par de tacos de madera sobre las brasas supervivientes; colocaba la tapa y, sobre ella, el cacharro de hojalata con agua y el calcetín con los posos del día anterior. Hasta que el líquido hablara y el olor a café inundara la pequeña cabaña, limpiaba las cenizas y contaba los alimentos que quedaban en la alacena.
Tenía cantidad suficiente: carne seca, guiso del día anterior, un puñado de alubias, bayas, frutos secos, hierbas aromáticas y un par de hogazas que le dio Charles a cambio de carne; hasta pasados un par de días no sería necesario poner más trampas. Vertió el café humeante en su taza y abrió la puerta de entrada.
Echó una ojeada al exterior, la brisa fresca jugueteaba con el rostro, revoloteando entre el pelo y la barba, contrastando con el confort de los rayos templados. Respiró hondo y saboreó el torrente fresco y limpio junto al aroma de hierba mojada. Dió un trago de café caliente, se acercó al pequeño cobertizo donde guardaba la leña y cogió el banco de trabajo: apenas unos cuantos maderos sujetos firmemente a dos grandes troncos y travesaños asegurando la estructura. A un lado tenía una pila de tablones que había arrancado de la vieja caseta de la mina, la mayoría presentaba imperfecciones y una capa grisácea que evidenciaba su mal estado. Dejó el abrigo, colocó uno de los tablones sobre el banco y comenzó a pasarle el cepillo de carpintero con el fin de desbastar la parte herida y llegar a la madera sana.
Empujaba la herramienta con cadencia uniforme, emitiendo agradables sonidos ásperos, curvos y ascendentes, por toda la arboleda. Un rítmico rasgar que, en cada secuencia, terminaba expulsando la viruta gris e invocaba la veta limpia y el tono claro de madera sana. Y acudieron a su mente los días de máquinas ruidosas, tiempos forzados en los que no importaba qué se hacía, sino cuánto. Recordó la angustia de no poder valorar lo realizado, el abatimiento al perder el contacto con lo hecho, al no poder parar y decir, “esto es mio”. A su lado, quedaba una pila enorme de maderas, grises, débiles y quebradizas, dispuestas a ser reparadas, que tomaría a su debido tiempo, disfrutando del proceso, asegurando el final adecuado, sin ningún problema en volver a empezar si fuera necesario, teniendo bien presente que siempre se puede mejorar.
Pasó así un tiempo, rápido y fluido, con la reconfortante punzada del esfuerzo y la paz que supone el cansancio generado por un motivo. Entró en la cabaña, alimentó el fuego y, con el cuchillo que le había acompañado durante su viaje, cortó un pedazo de hogaza, tomó algo de carne seca y llenó de nuevo la taza. Se sentó en la silla, junto a la puerta, haciendo equilibrios sobre las dos patas traseras, apoyando el respaldo en la pared y miró a los árboles; curiosamente, el mismo tipo de árboles que observaba desde su antigua casa, allá en la ciudad; solo que más cercanos y accesibles, idénticos y diferentes a la vez. Recorrió con la vista toda la arboleda y bajó por la colina hasta los tejados distantes de las casas del poblado; se preguntó qué estaría haciendo Tabitha y decidió que bajaría a hacerle una visita. Tenía pensado hacer un porche allí, junto a la puerta, y conseguir un par de mecedoras, para disfrutar de esos momentos en que la luz se recoge y el día toca a su fin.
Ya despierto, cubría su cuerpo con las ropas de guerra: ropa interior de cuerpo entero, pantalones y camisa resistentes, un par de botas de cuero bien engrasadas, chistera vieja y domada y un abrigo de pieles algo tosco pero efectivo. Apartaba la gruesa cortina y se dirigía a la estufa, donde echaba un par de tacos de madera sobre las brasas supervivientes; colocaba la tapa y, sobre ella, el cacharro de hojalata con agua y el calcetín con los posos del día anterior. Hasta que el líquido hablara y el olor a café inundara la pequeña cabaña, limpiaba las cenizas y contaba los alimentos que quedaban en la alacena.
Tenía cantidad suficiente: carne seca, guiso del día anterior, un puñado de alubias, bayas, frutos secos, hierbas aromáticas y un par de hogazas que le dio Charles a cambio de carne; hasta pasados un par de días no sería necesario poner más trampas. Vertió el café humeante en su taza y abrió la puerta de entrada.
Echó una ojeada al exterior, la brisa fresca jugueteaba con el rostro, revoloteando entre el pelo y la barba, contrastando con el confort de los rayos templados. Respiró hondo y saboreó el torrente fresco y limpio junto al aroma de hierba mojada. Dió un trago de café caliente, se acercó al pequeño cobertizo donde guardaba la leña y cogió el banco de trabajo: apenas unos cuantos maderos sujetos firmemente a dos grandes troncos y travesaños asegurando la estructura. A un lado tenía una pila de tablones que había arrancado de la vieja caseta de la mina, la mayoría presentaba imperfecciones y una capa grisácea que evidenciaba su mal estado. Dejó el abrigo, colocó uno de los tablones sobre el banco y comenzó a pasarle el cepillo de carpintero con el fin de desbastar la parte herida y llegar a la madera sana.
Empujaba la herramienta con cadencia uniforme, emitiendo agradables sonidos ásperos, curvos y ascendentes, por toda la arboleda. Un rítmico rasgar que, en cada secuencia, terminaba expulsando la viruta gris e invocaba la veta limpia y el tono claro de madera sana. Y acudieron a su mente los días de máquinas ruidosas, tiempos forzados en los que no importaba qué se hacía, sino cuánto. Recordó la angustia de no poder valorar lo realizado, el abatimiento al perder el contacto con lo hecho, al no poder parar y decir, “esto es mio”. A su lado, quedaba una pila enorme de maderas, grises, débiles y quebradizas, dispuestas a ser reparadas, que tomaría a su debido tiempo, disfrutando del proceso, asegurando el final adecuado, sin ningún problema en volver a empezar si fuera necesario, teniendo bien presente que siempre se puede mejorar.
Pasó así un tiempo, rápido y fluido, con la reconfortante punzada del esfuerzo y la paz que supone el cansancio generado por un motivo. Entró en la cabaña, alimentó el fuego y, con el cuchillo que le había acompañado durante su viaje, cortó un pedazo de hogaza, tomó algo de carne seca y llenó de nuevo la taza. Se sentó en la silla, junto a la puerta, haciendo equilibrios sobre las dos patas traseras, apoyando el respaldo en la pared y miró a los árboles; curiosamente, el mismo tipo de árboles que observaba desde su antigua casa, allá en la ciudad; solo que más cercanos y accesibles, idénticos y diferentes a la vez. Recorrió con la vista toda la arboleda y bajó por la colina hasta los tejados distantes de las casas del poblado; se preguntó qué estaría haciendo Tabitha y decidió que bajaría a hacerle una visita. Tenía pensado hacer un porche allí, junto a la puerta, y conseguir un par de mecedoras, para disfrutar de esos momentos en que la luz se recoge y el día toca a su fin.
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