—¿Que no sabes quién es el sheriff Lucky?
Dejó la chistera ajada a un lado de la mesa, se quitó el polvo de la chaqueta y se pasó la manga por los labios resecos. Los ojos fueron de la botella que había sobre la mesa a los ojos del tipo que respondía negando con el rostro.
—¿Puedo? —dijo el viajero señalando la botella.
El hombre asintió con impaciencia.
—Muchas gracias. —Dibujó una sonrisa y dio un buen trago. La manga recogió lo sobrante.
—Verás, algunos dicen que es un hueso duro, otros que un cabronazo con suerte y hay quien se refiere a él como un desastre que la naturaleza se niega a hacer desaparecer... como ves, hay para todos los gustos... él solía decir que todo venía por el influjo de una estrella que lo acompañaba desde que nació, decía que ella era la causante de que siempre estuviera en problemas y a la vez la que le mantenía con vida.
La mano cogió de nuevo la botella y el dueño lanzó un gesto de desaprobación ante la duración del trago.
—Pero la mejor forma de conocerlo es por sus capturas. Sí señor, ese era el momento en que podías ver al sheriff Lucky en su plenitud. Y capturas hay muchas para contar: desde indios renegados hasta pistoleros, pasando por ladrones de trenes, cuatreros y demás maleantes.
La botella volvió a levantarse, pero esta vez la mano de su dueño la agarró. El viajero la soltó con una sonrisa, no sin antes dar buena cuenta del caldo que quedaba en el vaso que había sobre la mesa. Paró la queja, índice en alto, y continuó.
—Él sólo capturó a los hermanos LaFence. Por aquel entonces ya estaba de sheriff en Weak Iron: un antiguo puesto de tramperos, plantado en mitad de una reserva india, que alguien se preocupó de limpiar de cadáveres y adecentar cuando el gobierno redujo a menos de la mitad el territorio de los salvajes que lo habitaban. En ese tiempo Weak Iron ya era un verdadero centro de reposo para las peores alimañas de la zona. Demasiado alcohol, egos y pólvora para andar de sheriff todo el día; así que Lucky se contentaba con que la gente se comportara y no preguntaba por la madre de nadie.
El viajero señaló la botella casi vacía y lanzó una mirada de súplica. El tipo resopló y pidió otro vidrio lleno. Tras el trago, la garganta del viajero volvió a modular la voz.
—Pero los LaFence no eran como los demás. Cuentan que eran cuatro y decidieron que un número impar era mejor para repartir las ganancias. Eso no lo sé yo a ciencia cierta, pero teniendo en cuenta su naturaleza, todo es posible.
Alargó el final de la frase junto a la mano, pero esta vez el otro tipo agarró primero la botella y la mantuvo cerca de sí con cara desafiante.
—Los LaFence hicieron de las suyas. Y, teniendo en cuenta que un disparo en aquel sitio era como ponerse a meter un palito en el jodido país de los avisperos, el sheriff Lucky tuvo que entrar en acción.
El viajero apartó un poco la silla de la mesa y se puso a escenificar.
—Estaba en su porche con los pies en alto. Al oír jaleo resopló y se levantó a ver. Ya sabía que venían malas y blasfemó en todos los idiomas, porque no le gustaban aquellas mierdas, no hacía más que decir que no valía para eso, que siempre se le ponían las tripas del revés, que a qué mala hora se había colgado la mierda de estrella esa; todo mientras se encintaba la pistola, ponía cara de tótem indio y tintineaba espuelas hacia el saloon.
El viajero caminaba haciendo ruido con los pies, hizo una pausa, se acercó un poco a la mesa y esta vez fue el tipo el que le puso un poco de caldo en el vaso.
—Al llegar había un par de tipos en el suelo, uno de ellos con un corte en la garganta, el otro solo tenía restos de una silla sobre la cabeza, despertaría con dolor de cabeza y poco más. Al mayor de los LaFence lo enganchó escaleras arriba, borracho como una cuba como iba, al girarse cuchillo en mano, cayó de bruces y se rompió el cuello contra el piano del piso de abajo. Los otros dos: un tipo bajo y ancho de hombros, fuerte como un toro, y otro alto fino y afilado como navaja de barbero se habían encerrado en una de las habitaciones del piso de arriba.
Iba de un lado a otro mientras narraba. En una de sus idas y venidas dejó el vaso vacío y esperó a que tuviera caldo de nuevo.
—Echó solo un vistazo al mayor, para asegurarse de que estaba muerto, una ojeada más para confirmar que en la sala de abajo nadie tenía ganas de liarla y una mirada rápida al rellano de arriba para descartar que hubiera alguien escondido tras la barandilla. Una vez convencido resopló como siempre, desenfundó, inflamó las agallas y le arreó una coz a la puerta con más ganas que con las que yo me bebo esto de un trago...
El tipo aflojó la presa de su botella temiéndose lo peor, pero esta vez el viajero retomó la historia con el vaso vacío.
—...con tan mala suerte que se le quedó el pie dentro. Se oyó un disparo de revólver y una bala le mordió justo en el pedazo de carne que hay bajo los dedos. Aulló de dolor, perdió el equilibrio y apretó el gatillo con el espasmo mientras caía. Con el estallido y el olor a pólvora llegó un grito desde dentro de la habitación; era un grito fuerte y ahogado, de esos que suenan a muerto. El maldito sheriff Lucky siguió cayendo hasta que su cráneo aplaudió contra el suelo y entonces, entre chispitas y demás mierdas de esas que hacen los ojos cuando la cabeza suena mal, vio dos enjambres de plomo atravesar la madera y pasar a menos de un dedo de sus mismísimas narices, juraba que pudo notar el calor de algunas de aquellas malditas bolas.
Tenía ambas manos sobre la mesa y el vaso vacío frente al otro tipo que le puso caldo sin dejar de mirarle a los ojos.
—Entonces amartilló el revólver y alguien tiró de la puerta con tanta fuerza que o era un buey o el más fuerte de los LaFence, zarandeando al pobre sheriff como un muñeco, hasta que un amasijo de astillas se le clavaron en el tobillo. Tal fue el mordisco de aquella serpiente de madera, tal el dolor que su índice apretó el gatillo; pese a que tenía pensado aguantar el tiro, pero mira por dónde el plomo salió silbando y rebotó en un par de sitios hasta que se ahogó en sangre. Y te puedo jurar como lo juraba el mismísimo sheriff Lucky y todos los que entraron en la habitación, que fue aquella bala, lanzada al aire, la que acabó con la vida del último de los hermanos LaFence al hundirse en su pecho aquel fatídico día.
Y dicho esto pegó una palmada en la mesa, sonrió ampliamente, tomó sombrero y chaqueta, cogió la botella y se marchó por donde había venido cantando y pintando varias eses al andar.
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