lunes, 15 de junio de 2020

La Garganta del diablo




A ambos lados se alzan imponentes las paredes de roca. Sam roza las riendas; los caballos aminoran y baja la ola de polvo.

–Y le llaman Arroyo Seco… ¡La Garganta del diablo debían haberle llamado! Dicen que, justo después de que se abriera la ruta, un loco pasó por aquí con los caballos en pie de guerra, había apostado todo cuanto tenía a que llegaba antes de lo indicado a su destino; la ola de polvo que levantaba llegaba hasta el maldito cielo, el carro daba tantos botes que hacía saltar las piedras de arriba de las paredes rocosas. Tan rápido iba el pobre diablo que se equivocó de ruta y acabó teniendo que parar en un recodo. Y fue entonces, mientras maniobraba para dar la vuelta, cuando aquella nube de polvo se estrelló contra la pared de roca, engullendo carro, caballos y al pobre tipo que no pudo cumplir su apuesta.

–¿Y qué fue del tipo? –Pregunta Jake.

Sam niega con la cabeza.

–Según cuentan, cuando el polvo acabó de caer, quedaron sepultados bajo toneladas de tierra. Y todo cuanto queda de ellos, se encuentra tras esa curva.

Gira la diligencia y salva una bifurcación. Entre las rocas escarpadas sobresale una, erguida sobre el resto, con la forma tosca de un amasijo de salientes pegados a lo que bien podría ser la forma cuadrangular de un carro.

–Jajajajaj ¡Joder Sam, siempre cuentas esto al pasar por aquí?

–Siempre; aunque mi acompañante lo conozca.

Poco a poco, las paredes de roca disminuyen su tamaño y vuelve el paisaje llano y árido alrededor del camino. Solo algún cactus, una roca partida por el frío nocturno y el calor del sol y el verde parduzco de alguna alimaña que disfruta del fuego infernal tumbada sobre el suelo abrasador.

Patty se quita el pañuelo y lo golpea contra sus piernas para exorcizar el polvo alcalino. Dentro, el matrimonio del este descansa uno sobre otro y el viejo dormita apoyado en una señorita que sigue firme con su pose marcial de civilizada feminidad.

Y llega al fin el transporte al apeadero. Un chiquillo abre las puertas y saluda con el sombrero. Detiene Sam el vehículo, avisa a los pasajeros de que tienen el tiempo justo de dar un bocado antes de continuar y acompaña, junto a Jake y Patty, al chiquillo al abrevadero.

Baja el viejo con el ceño fruncido contra el sol, baja tras él la señorita cubierta por su pamela y bajan los Howard estirando piernas y brazos, sonrisa en boca y ojos bien abiertos escudriñando el paisaje.

Entran los cuatro en el edificio de adobe. Saludan al tipo grande y calvo que, trapo en hombro, alza la vista y despega los codos de una tabla apoyada sobre barriles.

–Buenos días. ¿Quieren comer?

Asienten los cuatro, el tipo canta el precio y no dice más. Señala una mesa con dos bancos y se mete en la cocina. Ruido de cacharros; los cuatro toman asiento y el chirriar de tablones anuncia la figura en chistera del extraño viajero que está a punto de entrar.

Afuera los caballos descansan y refrescan las gargantas, mientras el chiquillo limpia la diligencia adivinando el agradecimiento metálico en Sam.

Al poco llega el posadero con cuencos, pan y agua para Sam, Jake y Patty. Recibe los agradecimientos por el detalle y se sienta con ellos a charlar.

–¿Qué tal el viaje?

–Sin novedad –contesta Sam pensativo– y eso que pintaban mal los caminos.

–No te equivocas Sam. Hay revuelo en la zona. No se sabe nada de los McCabe y dicen los soldados que los Cuchillos del indio andan erizados.

–Se suponía que no había vida allí desde hace tiempo.

–Un grupo de guerreros ha abandonado la reserva, cabalgan con hambre de pan y de recuperar su vida.

Resopla Sam y echa un vistazo alrededor como buscando alguna salida en aquel monótono horizonte plano.

–Eso es malo… ni loco me meto en los Cuchillos con indios en pie de guerra. Pero es demasiado tarde para dar la vuelta, no tengo paradas en ningún otro camino desde aquí. Esperar es absurdo, porque no sabemos el tiempo que puede pasar hasta que se normalice la situación... ¿Tenían alguna pista los soldados?

Niega el posadero y frota ambas manos en el delantal.

Patty mira a Jake y envía cierto gesto de complicidad. Jake muerde el labio y observa al suelo antes de animarse a hablar.

–Bueno, nosotros conocemos a alguien; tiene una casa un poco más al norte, cerca de las montañas. Es un desvío importante pero podríamos hacer noche allí, abandonaríamos este desierto, descansarían los caballos y seguramente podamos sacar algo más de información de cómo van las cosas.

Abre los ojos Sam y asoma cierta curva de esperanza en sus labios.

–Y ese tipo, ¿no tendría problema en darnos cobijo? ¿Cuánto cobraría?

–No creo que tenga problema –interviene Patty–. Hace tiempo que no sabemos nada de él; es algo suyo, pero no nos cobrará por pasar la noche.

–De acuerdo, entonces no se hable más. Pondremos rumbo al norte.

Suena la puerta del edificio de adobe y aparece una figura tambaleante de chistera, traje oscuro y brillo de vidrio verde en mano. Se acerca, dibujando eses, a un caballo atado en uno de los postes cercano a la puerta. Con una increíble muestra de ausencia de equilibrio milagrosa, corona el lomo del animal sin soltar la botella, coge las riendas y desafía de nuevo a las leyes de la física consiguiendo mantenerse sobre su montura cuando esta comienza a moverse, lenta y pausadamente.

–Caballeros… señorita… -exhala palabras y alcohol al pasar por los establos, yerra al llevarse la mano al ala del sombrero y se despide con la mano sin atreverse a mirar atrás al traspasar el umbral del apeadero.

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