A ambos lados se
alzan imponentes las paredes de roca. Sam roza las riendas; los
caballos aminoran y baja la ola de polvo.
–Y le llaman
Arroyo Seco… ¡La Garganta del diablo debían haberle llamado!
Dicen que, justo después de que se abriera la ruta, un loco pasó
por aquí con los caballos en pie de guerra, había apostado todo
cuanto tenía a que llegaba antes de lo indicado a su destino; la ola
de polvo que levantaba llegaba hasta el maldito cielo, el carro daba
tantos botes que hacía saltar las piedras de arriba de las paredes rocosas.
Tan rápido iba el pobre diablo que se equivocó de ruta y acabó
teniendo que parar en un recodo. Y fue entonces, mientras maniobraba
para dar la vuelta, cuando aquella nube de polvo se estrelló contra
la pared de roca, engullendo carro, caballos y al pobre tipo que no
pudo cumplir su apuesta.
–¿Y qué fue del
tipo? –Pregunta Jake.
Sam niega con la
cabeza.
–Según cuentan,
cuando el polvo acabó de caer, quedaron
sepultados bajo toneladas de tierra. Y todo cuanto queda de ellos, se
encuentra tras esa curva.
Gira la diligencia y
salva una bifurcación. Entre las rocas escarpadas sobresale una,
erguida sobre el resto, con la forma tosca de un amasijo de salientes
pegados a lo que bien podría ser la forma cuadrangular de un carro.
–Jajajajaj ¡Joder
Sam, siempre cuentas esto al pasar por aquí?
–Siempre; aunque
mi acompañante lo conozca.
Poco a poco, las
paredes de roca disminuyen su tamaño y vuelve el paisaje llano y
árido alrededor del camino. Solo algún cactus, una roca partida por
el frío nocturno y el calor del sol y el verde parduzco de alguna
alimaña que disfruta del fuego infernal tumbada sobre el suelo
abrasador.
Patty se quita el
pañuelo y lo golpea contra sus piernas para exorcizar el polvo
alcalino. Dentro, el matrimonio del
este descansa uno sobre otro y el viejo dormita apoyado en una
señorita que sigue firme con su pose marcial de civilizada
feminidad.
Y llega al fin el
transporte al apeadero. Un chiquillo abre las puertas y saluda con el
sombrero. Detiene Sam el vehículo, avisa a los pasajeros de que
tienen el tiempo justo de dar un bocado antes de continuar y
acompaña, junto a Jake y Patty, al chiquillo al abrevadero.
Baja el viejo con el
ceño fruncido contra el sol, baja tras él la señorita cubierta por
su pamela y bajan los Howard estirando piernas y brazos, sonrisa en
boca y ojos bien abiertos escudriñando el paisaje.
Entran los cuatro en
el edificio de adobe. Saludan al tipo grande y calvo que, trapo en
hombro, alza la vista y despega los codos de una tabla apoyada sobre
barriles.
–Buenos días. ¿Quieren comer?
Asienten los cuatro,
el tipo canta el precio y no dice más. Señala una mesa con dos
bancos y se mete en la cocina. Ruido de cacharros; los cuatro toman
asiento y el chirriar de tablones anuncia la figura en chistera del
extraño viajero que está a punto de entrar.
Afuera los caballos
descansan y refrescan las gargantas, mientras el chiquillo limpia la
diligencia adivinando el agradecimiento metálico en Sam.
Al poco llega el
posadero con cuencos, pan y agua para Sam, Jake y Patty. Recibe los
agradecimientos por el detalle y se sienta con ellos a charlar.
–¿Qué tal el
viaje?
–Sin novedad
–contesta Sam pensativo– y eso que pintaban mal los caminos.
–No te equivocas
Sam. Hay revuelo en la zona. No se sabe nada de los McCabe y dicen
los soldados que los Cuchillos del indio andan erizados.
–Se suponía que
no había vida allí desde hace tiempo.
–Un grupo de
guerreros ha abandonado la reserva, cabalgan con hambre de pan y de
recuperar su vida.
Resopla Sam y echa
un vistazo alrededor como buscando alguna salida en aquel monótono
horizonte plano.
–Eso es malo… ni
loco me meto en los Cuchillos con indios en pie de guerra. Pero es
demasiado tarde para dar la vuelta, no tengo paradas en ningún otro
camino desde aquí. Esperar es absurdo, porque no sabemos el tiempo
que puede pasar hasta que se normalice la situación... ¿Tenían
alguna pista los soldados?
Niega el posadero y
frota ambas manos en el delantal.
Patty mira a Jake y
envía cierto gesto de complicidad. Jake muerde el labio y observa al
suelo antes de animarse a hablar.
–Bueno, nosotros
conocemos a alguien; tiene una casa un poco más al norte, cerca de
las montañas. Es un desvío importante pero podríamos hacer noche
allí, abandonaríamos este desierto, descansarían los caballos y
seguramente podamos sacar algo más de información de cómo van las
cosas.
Abre los ojos Sam y
asoma cierta curva de esperanza en sus labios.
–Y ese tipo, ¿no
tendría problema en darnos cobijo? ¿Cuánto cobraría?
–No creo que tenga
problema –interviene Patty–. Hace tiempo que no sabemos nada de
él; es algo suyo, pero no nos cobrará por pasar la noche.
–De acuerdo,
entonces no se hable más. Pondremos rumbo al norte.
Suena la puerta del
edificio de adobe y aparece una figura tambaleante de chistera, traje
oscuro y brillo de vidrio verde en mano. Se acerca, dibujando eses, a
un caballo atado en uno de los postes cercano a la puerta. Con una
increíble muestra de ausencia de equilibrio milagrosa, corona el
lomo del animal sin soltar la botella, coge las riendas y desafía de
nuevo a las leyes de la física consiguiendo mantenerse sobre su
montura cuando esta comienza a moverse, lenta y pausadamente.
–Caballeros…
señorita… -exhala palabras y alcohol al pasar por los establos,
yerra al llevarse la mano al ala del sombrero y se despide con la
mano sin atreverse a mirar atrás al traspasar el umbral del
apeadero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario