La tierra rojiza desaparece con el entrecerrar de párpados. Ha conseguido ser uno con el vaivén y el ronroneo de cascos y ruedas, amortiguados por el polvo suelto del camino. A su izquierda, la señorita, pamela y vestido impolutos, mantiene la posición adecuada. Firme faro, insignia de la civilización y las buenas costumbres, tan solo se permite un ligero ladeo de cabeza y el anhelo pueril del descanso en su fuero interno.
El cambio de ritmo remueve sus almas. El viejo recoge la compostura, se frota los ojos, carraspea alguna palabreja y atisba por la ventana los cuatro palos que atraviesa la diligencia.
—¡Dama, caballos y Patty! ¡Bienvenidos a William’s Post!
Los caballos conocen bien el camino. Se detienen frente a un edificio de adobe, cerca de un techado de cañas que hace las funciones de establo; resoplan y patean el suelo para sacudirse la tensión del viaje.
La mano derecha de Sam tira de la palanca de freno.
—¡Todos abajo!
Patty toma tierra de un salto, Jake sacude sus ropas y abre la puerta de la diligencia. Sale el viejo enfrentando sus ojos al sol de la tarde. Va tras él la señorita, grácil y enhiesta, cubierta por la pamela, y se mantiene a la espera de que alguien dome el terreno inexplorado.
—Ahí, a la izquierda de los establos, tienen el abrevadero con una fuente por si quieren refrescarse. En el lujoso edificio que tienen en frente podrán descansar cómodamente y degustar algún que otro exquisito manjar de la zona.
—Menos pompa, Don Summers. No sea que no haya un plato del buen guiso de María para usted.
La voz nace del techado de cañas. Un tipo bajo, de tez cetrina, gruesas cejas y ropas cómodas y ligeras se acerca. Lleva un sombrero claro de ala ancha y una sonrisa de oreja a oreja que muestran alguno de los dientes que siguen en pie de guerra.
—Querido Tomás, siempre es una alegría llegar a tus dominios. Cualquier cuchitril se convierte en palacio si lo pones en medio del infierno.
Jake y Patty llevan la diligencia al establo y acomodan a los caballos. El viejo rechina riñones hasta que de la bomba sale algo que bien podría llamarse agua. Moja el pañuelo y se lo pasa a la señorita para que se refresque, justo antes de hundir ambas manos y llevar el caldo turbio a su rostro.
Tomás escudriña la carga.
—¿Solo dos? Eso no vale ni el resuello de un caballo.
—Tuvimos jaleo en White Valley. Algo más serio de lo habitual, y no tengo ni idea del porqué; se quedaron casi todos en el puesto de Martha. Estos dos siguen, el viejo tiene prisa y paga muy bien.
—Bueno, aquí dentro tienes otros dos. Se apearon hará una semana, un poco raros; gente del este.
Sam resopla, mira al bueno de Tomás y poniéndole la mano sobre el hombro comienza a caminar hacia el edificio.
—Huele a que hemos llegado a tiempo…
Dan un rodeo hasta llegar al ala derecha donde una mujer bajita y regordeta mueve con garbo el contenido de un caldero azuzado por un buen fuego.
—Aquí solo se puede entrar cuando María lleva las riendas. Es el único momento en que no se aprecia el hedor de Tomás.
—¡Oh, si es Don Sam!, ¿aún no te has quitado esos bigotes de ciudad?
—Es lo único elegante que me queda. ¿Cómo os van las cosas?
—Bien, como siempre. Supongo que Tomás ya te ha dicho que tienes dos más para llevar.
—Así es, parece que tendré que arreglarme los bigotes.
—Son buena gente.
—Bien, eso facilita las cosas.
Tomás cruza la placeta de tierra y se acerca al techado.
—Buenos días caballeros, señoritas; mi nombre es Tomás Garriga, soy el dueño de este sitio. Aquí tienen a su disposición toda el agua que necesiten. Podrán pasar la noche dentro, tenemos algunas mantas y jergones para que puedan descansar cómodamente en el suelo. Las señoritas podrán compartir la cama con mi señora si lo prefieren. En un par de horas tendremos listo algo de cena por si les apetece acompañarnos, el precio no es muy alto y, créanme, echarán de menos algo tan bueno durante el resto de su viaje.
—Buenos días Tomás —intervino el viejo— perdone la indiscreción pero, ¿no hay un señor William en William’s Post?
—Pues verá, con el perdón de la señorita, el señor William tuvo a bien dejar este mundo con el cuello en una soga. Organizaba encuentros entre las diligencias y un grupo de bandidos de la zona. Pero eso es algo de lo que ustedes no deben preocuparse, ahora estamos aquí mi mujer y yo; somos gente sencilla y humilde que aún no tiene amigos por aquí.
Rió Tomás y, viéndolos más relajados, les invitó a pasar.
Dentro no había nada especial. A mano izquierda dos puertas: una, la habitación de los dueños; la otra, según Tomás, un cuarto para guardar las cosas. El resto es una sala amplia de suelo de tierra apisonada con una alacena y una gran mesa de madera en la que una pareja, en estrafalarias y cómodas ropas de viaje, se encuentra inclinada sobre un mapa.
—No, tiene que ser desde aquí, es el mejor lugar sin duda. −El hombre alza la vista.
—Y estos son los Howard, —continúa Tomás— les acompañarán durante el resto del viaje. Ahora les dejo que se pongan cómodos. Les avisaré en cuanto esté la cena.
Se ejecutan saludos y el intercambio de impresiones da paso a una charla más distendida. No hay filo y el tiempo pasa agradable.
Mientras tanto, afuera, Jake y Patty aprovechan la ausencia del resto, apoyados en los postes del techado, para descansar y disfrutar del frescor que trae la ausencia del sol.
−¿Cuánto tiempo, eh?
El ascua enrojece viva con el suave chisporroteo del tabaco y se calma para dejar sitio a un sinuoso hilo de humo.
−Mucho. Casi tanto que ya no esperaba volver a ver esto.
Las estrellas plagan el cielo oscuro e infinito, aumentando su número conforme más detenidamente se las observa.
−Hacía falta algo así, reverenda... Hacía falta.
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