Sobre dos bultos enrollados en mantas descansan los sombreros de Jake y Patty. El resto está a pocos pasos, en medio de un edificio en ruinas, alrededor de una hoguera cuyas llamas dan calor y subliman en chispas vivas hacia un cielo eterno y oscuro que alguien llenó de plomo brillante.
–De acuerdo Sam, ¿puede usted volver a explicarme el porqué de este rodeo?
El viejo intentó retener la pregunta, pero aquella situación le superaba.
–¿Otra vez? Ya le he dicho que es un buen lugar para evitar la parada del itinerario -responde Sam tras escupir a las ascuas.
–¿Pero qué tiene de mejor este sitio? Porque, encima de habernos tenido que desviar, por no tener, no tenemos ni techo.
La señora Howard ofrece a la señorita una taza con un poco de la sopa aguada que hierve en una cafetera junto a la hoguera. Esta rehúsa con sonrisa conciliadora y grácil movimiento de mano, para fijar de nuevo la vista en las viejas paredes de adobe que, semiderruidas, siguen manteniéndose en pie.
Sam resopla cansado, coge una de las ramas del suelo y retoma aire para volver a la carga con el viejo.
–Vamos a ver –acompaña sus palabras con pequeños surcos en la tierra– nosotros venimos de aquí y deberíamos parar aquí, aquí y aquí; eso lo sabe cualquiera que se haya preocupado en preguntar. Se trata de buscar un sitio distinto donde hacer noche. Nuestra mejor opción hubiera sido un poco más al norte, pero esa también la sabrían. Así que tocaba buscar un sitio no tan obvio y le aseguro que este no lo recuerda ya ni el tipo que lo creó.
El señor Howard apenas alza la vista mientras da un sorbo del caldo sucio y garabatea en su libreta espacios, paisajes y encuadres.
–¡Maldita sea, pues claro que no!, ¡es que no hay nada que recordar, a la vista está! –contesta el viejo mientras con la mano abarca en un arco todo el lugar.
La señorita escucha atenta, sentada de lado sobre una piedra: pamela recta, espalda erguida y piernas recogidas, mientras observa las sombras de los contendientes proyectadas, gigantescas, en la pared.
–¡Oh vamos! ¿Acaso cree usted que el apeadero estará en mejores condiciones? Al menos aquí no hay cadáveres ni nos espera una emboscada al llegar. Es más, si algo pasara, aquí en alto, tenemos más posibilidades de mantenernos con vida.
–Ja! –el viejo calienta las fauces y señala a su contendiente– ¡Por supuesto, general! ¡La misma posición ventajosa que nos anulará la salida cuando esos coyotes nos rodeen!
Prenden nuevas ramas y sube la llama henchida.
–¡¡Pero es que no va a entrarle en la mollera que en el apeadero no vendrían a por nosotros, sino que ya estarían allí?? ¡Una reunión de coyotes con todo preparado para darnos la bienvenida!
Se suceden los chasquidos, parte la leña y alimentan los trozos un fuego que calienta cada vez más.
–¡Demonios! ¡Al menos allí estaríamos en campo abierto para maniobrar, mi general! ¡¡Porque le repito que aquí, en este faro, estamos ofreciéndonos al enemigo, como manjar en bandeja!! Y perdemos tiempo, señor Summers, algo que no podemos permitirnos si es que quiere cobrar… ¡le repito por si no lo ha entendido, si-es-que-quie-re-co-brar!
Avivan las llamas, enrojecen los rostros y un blanco níveo se forma en el mismo centro del infierno ígneo.
–¡Basta ya, maldito loco! –Sam se levanta látigo en mano y chasquea su voz al aire– ¡Ni general ni leches! ¡Mi trabajo es llevarles con vida a su destino y eso voy a hacer! ¡Mientras se siente en mi diligencia usted hará lo que yo diga, me oye? ¡Si no le parece bien, póngase en pie y baje andando por esa ladera! ¡El mundo es suyo, comandante, al menos hasta que muera!
Quiebra uno de los grandes troncos y la hoguera descarga en tormenta de chispas hacia el infinito nocturno.
Calla el viejo y vuelve a su sitio. Fuego y sombras aminoran. Destensa el rostro Summers, antes de ponerse un poco más de sopa aguada en su taza.
Cae pesado el silencio, aplastando a todos, manteniendo miradas perdidas sin saber quién arranca de nuevo, hasta que seres más diminutos grillan la tela y una suave brisa se lleva los restos devolviendo frescor a las mentes y una suerte de esperanza a las almas.
Se escuchan bostezos y estirar de miembros. Paladean lenguas en boca seca y dos siluetas se acercan, aún medio despiertas, a por algo de sopa.
–De acuerdo, nos toca. Duerman ustedes ahora, les despertaremos al alba.
Se quedan Jake y Patty junto a la hoguera. Mira la india hacia el horizonte, intentando adivinar lo que ocurre en la negrura.
–¿Funcionará?
Suspira la india en respuesta.
–No lo sé, esta vez no lo tengo claro.
Echa un poco más de leña Jake, lo justo para mantener el fuego.
–Entonces solo nos queda continuar como si así fuera.
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