lunes, 17 de agosto de 2020

La entrada


–Solo espero que no te equivoques, Jake.


La mano anda medio suelta, con las riendas a caballo entre una orden y otra. Es difícil continuar cuando todo tu ser apunta hacia el sentido contrario.


–Los apeaderos son fáciles de defender, poco recomendables de asaltar y hay mil motivos más para que los evitemos. Por eso mismo es la mejor opción. No es buena ni segura, pero es la mejor.


La diligencia se dirige hacia el apeadero. Aminora conforme va acercándose al portón de madera.


–Tres dentro; uno más en la puerta. No se lo esperaban, intentan organizar algo.


Sonríe Jake y la mano de Sam recupera la firmeza.


–De acuerdo, adelante entonces. De nada sirve echarse atrás.


Asiente Jake y coloca la escopeta, alejada de toda amenaza, entre las piernas.


–Henry debe estar dentro ya.


–Como lo pillen, se acabó.


–No lo pillarán.


Dentro de la diligencia reina el silencio. El viejo retoca los anteojos mientras hace las paces entre su mano y el revólver. El resto de los pasajeros empuña las armas que cogieron a sus asaltantes: dos colt navy para los Howard y una dragoon para la señorita cuyo pelo rojizo luce vivo ante el sol. En la mente de todos resuena la frase de Jake: “Haced ruido, no importa dónde apuntéis; que esta diligencia sea un maldito infierno escupiendo plomo”.


En la cima, Patty está sentada como si nada ocurriera; mantiene cerca el rifle listo para vomitar fuego y plomo, mientras observa el comportamiento de los del apeadero.


Durante unos segundos el silencio lo acalla todo, no hay pájaros ni insectos ni los cascos de los caballos ni el sonido de las ruedas al girar. En las cabezas solo golpea el latido potente de la vida poniéndose en pie de guerra.


Sam continúa a paso tranquilo y, tras un instante eterno, el portón comienza a abrirse.


–Vale, todo recto y al final hacia la izquierda, allí es donde debes parar –susurra Patty desde arriba.


–¿Podrás hacerlo Sam?


–Esto es lo mío, vosotros mantenernos vivos.


Las palabras de Sam son lo último que suena en la diligencia. En cuanto el portón se abre lo suficiente, se cierra la mano, cruje el cuero y restallan las riendas junto a la atronadora voz que eriza crines y bombea la sangre de las bestias.


Salta el de la puerta a un lado, justo antes de que el primer plomo de Patty lo aplaste contra el suelo. Sam golpea el lateral de la diligencia contra el portón, acabándolo de abrir, y alza en vuelo dos ruedas, comenzando un bamboleo que amenaza con volcar. Pero coge aún más fuerte los hilos, renueva su cántico y cabecean enloquecidas las crines mientras escora la diligencia de un lado para el otro, compensando cada caída con la siguiente.


Dos de los hombres, tras el muro de los establos, disparan con más nervio que pulso hacia aquel armatoste que, imparable y enloquecido, se les viene encima; mientras un tercero decide abandonar su cobertura para buscar refugio en el edificio principal. Jake alza firme la escopeta y detiene su carrera despertando uno de sus cañones.


Continúa bamboleante la diligencia, veloz, ignorando las balas como vehículo loco. Al llegar a la altura del establo se escucha dentro un “¡Ahora!”; giran los tambores, despiertan las armas y una lluvia de plomos vuela hacia todas partes, obligando a los de los establos a mantenerse a cubierto. Sam gira a la izquierda, hacia una pequeña explanada, tira de las riendas y activa con todas sus fuerzas el freno consiguiendo, justo antes de llegar al muro, poder parar.


Del establo emergen los tiradores. En la cima de la diligencia se escucha un trueno, seco y potente, y uno de ellos encuentra la muerte. El otro intenta responder, pero al alzar la vista, el sol despiadado anula cualquier figura. Entorna los ojos y nota el picor salado justo antes de escuchar un palanqueo allá en las alturas. Ahoga el gatillo con el índice enviando su blasfemia al cielo, justo en el momento en que otro trueno resuena y nota, terrible, golpe de plomo candente, rasgar de piel y carne y astillado de hueso en un brazo que ya no se puede armar.


Bajan todos y revisan la zona: establo y edificio, pues todo lo demás es un secarral. La señorita y los Howard se acercan al hombre del brazo roto, ha perdido el sentido pero continúa en este erial. El viejo y Sam van en busca de comida y la suerte de un trago. Y Jake y la reverenda caminan hacia el portón con la mirada fija en el horizonte, donde el edificio medio derruido que debía haberles ofrecido cobijo, corona una de las colinas.


–¿Lo habrá conseguido?


–¿Dudas del alcornoque?


–No es que dude, es que no es fácil.


–¿Y cuándo ha hecho algo fácil? –suena tranquila Patty.


–A estas alturas habrán olido la pólvora y sabrán que hemos cambiado las tornas. Estarán recogiendo a toda prisa, colocando las sillas en las monturas y preparándose para venir aquí como una legión de diablos con ganas de pelear.


Allá en la colina, el edificio apenas se distingue, cresta amarillenta recortada en el horizonte. Todo parece tranquilo, solo las mentes pueden imaginar los jinetes, reunidos en el pequeño llano que hay frente a los muros de adobe, alrededor del montículo de piedras que descansa en medio, vestigio de un intento de altar del último de los habitantes de aquel lugar. Puede que alguno se percate, quizás ahora, en el último momento, del siseo o la chispa; pero ya es tarde para la mayoría de ellos, es lo que tiene la mecha rápida.


Llega clara la confirmación: fogonazo, estruendo y nube de polvo negro que regresa con calma a la tierra, para tapar la colina entera, sepultando la muerte.


–Bien hecho, alcornoque.


Jake da media vuelta y se dirige al resto.


–De acuerdo, esta es nuestra situación. Los de la colina están tocados. Acabamos de tomar el punto más protegido; el fuerte es nuestro –afirma Jake mientras pisa con fuerza el suelo del apeadero.– Si nos quedamos aquí podemos defendernos de lo que venga, cualquiera con dos dedos de frente sabe que nuestra posición es la más ventajosa; sería estúpido abandonar este sitio. Así que, seguimos adelante.


Recogen todo lo que pueda resultarles útil, cargan la diligencia, dejan todo como si aún hubiera gente dentro y abandonan el lugar. No hay amago de protesta. Saben que son menos y menos preparados, que solo tienen de su lado el impulso indomable de mantenerse con vida y que, rescoldos vivos de causa perdida, solo siguiendo el camino de lo imposible pueden triunfar.

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