-Muy bien, ahora estese quieto.
El hombre posaba con gesto hosco, apoyado en su rifle junto al coloso lanudo de 3m de largo, metro y medio de altura y más de una tonelada de peso.
-Haremos una más; coja la lengua.
-¡Déjese de chorradas!
-¡Caballero, es usted un héroe! Queremos que en el este sepan a qué contribuyen cuando se sientan a la mesa. Cada plato de lengua supone un indio hambriento; la guerra la ganaremos aquí en las llanuras. Es sencillo, inteligente y evita muertes.
El hombre se giró y, aún con el cañón caliente, vio el mar de aquellos magníficos colosos muertos y cómo con ellos también desaparecían casas, objetos ceremoniales, herramientas y todo un estilo de vida que había mantenido a bisonte e indio en un delicado equilibrio durante siglos.
Aquel hombrecillo podría decir lo que quisiera, pero la verdad es que sentía las muertes fáciles y absurdas y la amarga sensación de que para dominar algo habían terminado por destruirlo. Por un momento echó de menos los años de las montañas con Alsoomsee, la vida salvaje y honesta donde toda muerte servía para alimentarse. Y empezó a comprender que había llegado su hora y los bisontes empezaban ahora a perseguirlo a él.
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