Ilustración de Cortés-Benlloch
Maggy se quedó mirando fijamente el candil, mientras oía los pasos de Jack alejándose. Escuchó los rudos nudillos golpeando madera y la voz del señor Thorn aceptando su entrada. Cuando llegó el sonido de la puerta cerrada, decidió levantarse.
Recorrió el pasillo y entró en una de las salas: lujosos sofás de piel, reclinatorios tapizados en verde, telas sedosas en paredes y techo y apliques de cristal iluminando tenuemente las pequeñas mesas que, cercanas a la pared, ofrecían al visitante diversos tipos de bebidas, tabaco y las armas necesarias para perseguir al dragón.
Era demasiado pronto para las visitas. Nadie aspiraba en busca de evasión, nadie se refugiaba en las sombras del centro de la sala, recostándose en los amplios muebles, embriagado por la calidez cárnica de las chicas que envolvían con suave y cercano canto, con sinuoso baile, a la presa, manteniendo su atención, extrayendo hasta la última pieza de oro que, como estrella fugaz, caería de sus manos a las de su señor Thorn.
Allí solo estaban las arrugadas manos de Abby, la viuda de Tad. Quien limpiaba con nervio y eficacia; con la soltura de quien realiza un trabajo durante años repetido. Pues, aunque hubo un tiempo en que caminó entre las chicas, una disputa con un cliente le acercó media cara a una estufa y allí dejó algo de su piel y de sí misma. La sombra en su rostro necrosó su alma pues ya no servía para lo único para lo que, pensaba, había nacido. Se dedicó a limpiar, siempre con el hotel cerrado, lejos de las miradas de los que antes anhelaban su presencia y ahora giraban el rostro con asco, sorna o condescendencia.
Fue entonces cuando alguien decidió acercarse: un mestizo flaco y leñoso, de cabeza gacha y chepa erguida, llamado Tad, que trabajaba como explorador, evitando las emboscadas a la diligencia del Sr. Thorn. Tad aprovechaba los momentos en que acudía al hotel, a recibir pagos y órdenes, para visitar a aquella sombría chica que no osaba jamás levantar el semblante. Abby sintió pena al ver a aquel hombrecillo, una pena terrible por ella misma y una terrible vergüenza al comprender que aquel individuo era todo lo que ahora podía atraer; decidió conservar el último resquicio de dignidad y cegar aquel camino. Mas Tad continuó visitándola, hablándole de los tiempos en que la observaba de lejos, mientras caminaba junto a las demás chicas, como si entre aquellos tiempos y los de aquel momento no hubiera diferencia alguna. Sus pupilas la admiraban de igual manera que entonces y reconocían su voz, su carácter y sus formas. El tiempo pasó y ella ablandó su barrera; solían charlar en medio de aquella sala, hasta que un día él se despidió con dos besos: uno en la mitad iluminada de su rostro, otro en la oscura. Fue ella quien, entonces, le ofreció sus labios y aceptó acompañarle el resto de sus días.
Tad no era rico, así que Abby continuó limpiando; mas encontró un sentido en su tarea, el magnífico destino de vivir su propia vida. Vivieron en una casa sencilla, sin grandes lujos ni objetos caros; aprendieron a diferenciar lo necesario de lo accesorio y observaron lo libre que es el ser humano cuando apenas necesita nada. Cuando Tad murió lo vistieron con una caja de pino barato y hundieron sus restos en suelo modesto con una madera cruzada sobre sus huesos; no importaba, pues ya no estaba allí. Abby se quedó con el abrigo de la casa, el confort de los recuerdos, el aire fresco de la libertad y una dignidad y orgullo como jamás hubiera creído posibles; pues cuando veía a los ricos clientes acudir al hotel, asfixiados por miles de sogas trenzadas de quisiera, debiera y pareciera, los lujos revelaban su trampa, el dinero su cortante filo y la eterna necesidad de huida cristalizaba en la embriaguez.
Maggy notaba aquel aire fresco que emanaba la viuda; esa despreocupación revitalizadora encerrada en aquel cuerpo viejo y reseco. La forma en que se comportaba; aquella humildad que, sin caer en sumisión, engendraba siempre la sorpresa necesaria para disfrutar y aprender. Tenía la certeza de que si había alguien dispuesto en aquel lugar a escuchar y plantearse seriamente sus planes, no era si no la vieja viuda de Tad y con aquella seguridad se dirigió a ella.
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