lunes, 29 de junio de 2020

Encinas y montañas


Sube el camino, se eleva la roca y crecen notas de verde sobre marrón oscuro. Ya no hay polvo alcalino.

Giran veloces las ruedas, dibujando discos diáfanos en plano. Pasan pinos y arbustos, resistentes, secos y eternos. La piedra está suelta, medio hundida en la tierra; orillas de musgo fresco toman la parte oscura de la sierra.

Pegados a la diligencia, dos grandes caballos estabilizan el bote; delante, dos más ligeros serpentean en cada curva de acuerdo a los toques de rienda.

Dentro nadie duerme. Se enrollan los cueros, los rostros se asoman, observan y asombran ante el nuevo lugar.

Conquistan la cuesta, pronunciada y agreste. Patty desde arriba, distingue la cima: pequeño valle, cercado de postes, casa de madera junto al fino arroyo de un manantial.

Señala Jake la zona, toca Sam las riendas, comienza la diligencia a variar el ritmo, aminoran el paso las bestias y todos los viajeros se estiran, pestañean y bostezan; buscan recuperar el cuerpo, despertando así los miembros dormidos y hablan un poco mientras el transporte se va deteniendo y se preparan para bajar.

De la casa asoma un tipo grande, pelo y barba enmarañados; se acerca sin armas a la diligencia, entornando los ojos para descubrir conocidos entre conductores y pasajeros. Sonríe y alza la mano al distinguir alguien afín.

—¡No me lo puedo creer, Jake Ruby y Patty Digger! ¡Estáis muy lejos de las zonas de pasto!

—Maldito alcornoque... —devolvió Patty entre sonrisas—

—Jajajajaja, Holmoak, reverenda, es Holmoak.

Jake baja de un salto y se acerca hacia el lugareño.

—¿Como va todo Henry? Veo que te has asentado bien.

—No me quejo, ya sabes que no sirve de nada.

—¿Siempre recibes desarmado a los extraños?

—Es la mejor forma de poder acercarse a alguien; tengo la vieja Parker en casa. Hace mucho descubrí que los cañones se saludan entre sí con demasiada facilidad.

—Bueno, te aseguro que aquí nadie piensa desenfundar. Este es Sam Summers —el conductor asiente un saludo—, como ves tenemos trabajo nuevo; las cosas pintan mal por abajo, así que habíamos pensado hacerte una visita.

Henry devuelve el saludo a Summers y suelta un hola claro a los que, poco a poco, Patty ayuda a salir. Devuelven uno a uno el saludo. Los Howard otean la zona buscando encuadres. Baja la señorita firme y femenina, pose marcial del este, aunque se adivina cierto cambio de postura, un atisbo de relajación tras el duro ajetreo del viaje. Y por último el viejo limpia sus anteojos mientras se acerca al lugareño.

—Buenos días, caballero, un placer. Quisiera agradecerle de antemano su hospitalidad y decirle que recordaremos su servicio.

—Vaya, pues de nada. No tengo gran cosa, pero si conocen a Patty y a Jake, no les ha de faltar algo de comida y un sitio donde dormir. Pueden dejar sus cosas en el porche. Dentro hay una habitación para las señoritas y por si Patty está cansada del olor a pies. Dentro hay una olla con guiso, pasen acomódense y echen tres trozos más de carne seca y un puñado de harina.

Summers va con los viajeros al porche. Se quedan Jake y Patty soltando caballos mientras charlan con su antiguo compañero.

—¿Novedades? —Pregunta Jake.

—Algo de jaleo por aquí. Pero no os preocupéis, estando más gente no habrá nubarrones.

—Si necesitas algo. —Interviene Patty.

Henry mira hacia arriba, al cielo despejado y sonríe.

—Ya me conocéis. No acostumbro a tener amigos para algo, se trata simplemente de aprecio. Aunque con vosotros eso de apreciar cueste más que masticar piedras.

Jake sonríe y ahoga la respuesta. Patty observa alrededor y fija la vista en el pequeño arroyo que discurre cerca de la casa.

—¿El agua?

Asiente Henry en respuesta.

—Entre otras cosas. ¿Qué le vamos a hacer, el mundo está ansioso por este abundante riachuelo! Pero no hablemos de cosas tristes. Contadme, ¿qué absurda idea os ha llevado a cambiar el ganado por personas?

—La culpa es de este —señala Patty a Jake—. Tiene un plan, hacia el oeste. Esto nos ayuda a movernos y nos dará de comer.

—Ya no hay sitio para nosotros, pero es posible que pueda hacerse uno nuevo.

Jake echa mano del bolsillo interior de su chaqueta, asoma un papel entre los dedos, pero se detiene.

—¿Sabes?, mejor luego. ¿Has dicho que tenías algo de comer? Esto se digiere mejor con comida y algo de beber.

Dejan los caballos junto a la casa, cerca de un pequeño cobertizo con leña apilada. Entran en la luz tenue de la casa, al abrigo del fuego y el sorprendente aroma de un guiso en el fuego. Van todos a la mesa y preparan estómagos.

—No suelo tener tantas visitas. Así que cada cual coja el recipiente que más le guste, aquí hay tres cucharas, cojan el resto lo que puedan para llevarse la comida a la boca.

Las primeras cucharadas demuestran lo increíble de que aquel engrudo pudiera saber tan bien. La señora Howard pone a prueba el ojo, fotografiando la estancia y fija la vista en una escopeta que cuelga de la pared.

—Hace mucho que no la despierto, señora. Un plato como el que tiene delante suele acabar más con el hambre de lucha que el plomo. Cualquier amenaza que sobreviva a eso, es que trae motivos más serios detrás... entonces no hablamos de duelo o batalla que solucione una bala, hablamos de guerra y en esas no sirve actuar con prisas, porque nunca llega el final.

Quedan los platos vacíos; unos encienden tabaco, otros beben algo y hay quien simplemente descansa, mientras entre todos tejen la conversación.

Acaban la velada y empiezan a prepararse para dormir. Patty, Jake y Henry salen afuera y se tumban bajo el cielo abierto, recordando tantas y tantas noches, charlando con los últimos rescoldos a un lado y arriba, eterno, el oscuro mar estrellado.

—¿Entonces?

Henry mantiene en boca la respuesta, sin apartar la vista de las estrellas.

—No sé, Jake, no sé. Podría dejar los animales a gente de por aquí, mientras no dé mi consentimiento, puedo ausentarme sin perder las tierras... pero no sé.

Los restos de la fogata atenúan el frío que de una forma agradable sacude los rostros en silencio.

—Buenas noches, alcornoque.

—Buenas noches, digger.

lunes, 22 de junio de 2020

Henry Holmoak


El cielo plagado de estrellas apenas iluminaba la casa de donde surgían voces y risas.

Las manos golpeaban la mesa al ritmo de las carcajadas. Rostros enrojecidos, restos de saliva lanzados al aire. Las botellas encerraban el poco caldo que quedaba en la sala.

Entre las risas y el griterío se alzó una de las voces.

—¿Y qué me decís de cuando le movimos dos palmos los postes del cercado?

—No paraba de ir de aquí para allá, como si notara que algo fallaba y no sabía el qué.

—El par de maderos con carcoma que le pusimos... esa sí que fue buena. Cuando se le escaparon los animales y se puso, uno a uno, a revisar todos los postes.

—¿Y la pepita que le dejamos medio escondida cerca del río? Va el tío y la chafa sin darse cuenta, el muy imbécil.

—Yo creo que sabía muy bien lo que había. Nos caló...

—Una pena, hubiera sido genial verlo cavar en busca del filón.

—De todas formas todo sirve; cada revés, por pequeño que sea, suma. El objetivo es que cada cosa que le ocurra piense que es adrede. Al final ya no habremos de hacer nada y cualquier imprevisto parecerá preparado... Creedme, llegado el momento, el mundo entero jugará a nuestro favor y él tendrá todo de cara. Es solo cosa de tiempo que caiga.

—Eso dijiste hace tiempo, Bud, y ahí sigue. Estamos cansados de verlo de aquí para allá. A estas alturas ya debería haber abandonado las tierras, pero no es así...

—No os preocupéis, tengo un as en la manga; algo que no se espera. Llevo haciendo esto mucho tiempo y sé lo que hago. No será ni el primero ni el último. A fin de cuentas debéis entender que nosotros estamos en este lado y él está solo. Os aseguro que es cosa de tiempo, pensadlo bien, ¿qué tiene?


***

Bajo el porche, sentado en su vieja mecedora con una humeante taza de café, algo aguado, en la mano. El alba ya despunta. Con el primer sorbo llega la brisa fresca de la mañana. Nota el revigorizante amargor entonando el cuerpo, mientras disfruta del mecer de las copas de los árboles y el suave rumor del río.

Lejos, en la casa de las carcajadas, la gente ha caído. Algunos sobre sus propias babas, otros abrazando botellas. Solo dos se mantienen despiertos, un tipo de elegante sombrero y uno de los del rancho.

—... es sin duda el mejor, señor Palefield, todas las jugadas, todas las trampas, sin levantar sospecha y sin un solo acto que pueda erizar al sheriff... sabe lo que se hace; se nota que lleva tiempo en el asunto.

—Tienes toda la razón, Bud es justo lo que necesitábamos, el mejor que he visto en mi vida. Y por eso mismo será el siguiente.

—Pero...

—¿Qué esperabas? Este es un mundo de canallas, no quiero que llegue el momento en que deba enfrentarme con él.

—Entonces...

—No te preocupes, si algo aprecio en mi gente es la sensatez. Y tú eres muy sensato, dale alguna que otra vuelta y lo comprenderás. Por cierto, ¿quién traía este mes el ganado del sur?

—Rob, señor Palefield.

—Perfecto, un borrachín.

***

Tras el último sorbo, deja la taza en la mesita que hizo con los restos sanos de unos postes carcomidos, comprobó el tonel de agua de lluvia que puso bajo la canal del porche cuando el río cambió de curso y se fue a echar un vistazo a los animales en el cercado nuevo.

A veces le cortaban la vida, pero se trataba sencillamente de caminar por otra senda.

lunes, 15 de junio de 2020

La Garganta del diablo




A ambos lados se alzan imponentes las paredes de roca. Sam roza las riendas; los caballos aminoran y baja la ola de polvo.

–Y le llaman Arroyo Seco… ¡La Garganta del diablo debían haberle llamado! Dicen que, justo después de que se abriera la ruta, un loco pasó por aquí con los caballos en pie de guerra, había apostado todo cuanto tenía a que llegaba antes de lo indicado a su destino; la ola de polvo que levantaba llegaba hasta el maldito cielo, el carro daba tantos botes que hacía saltar las piedras de arriba de las paredes rocosas. Tan rápido iba el pobre diablo que se equivocó de ruta y acabó teniendo que parar en un recodo. Y fue entonces, mientras maniobraba para dar la vuelta, cuando aquella nube de polvo se estrelló contra la pared de roca, engullendo carro, caballos y al pobre tipo que no pudo cumplir su apuesta.

–¿Y qué fue del tipo? –Pregunta Jake.

Sam niega con la cabeza.

–Según cuentan, cuando el polvo acabó de caer, quedaron sepultados bajo toneladas de tierra. Y todo cuanto queda de ellos, se encuentra tras esa curva.

Gira la diligencia y salva una bifurcación. Entre las rocas escarpadas sobresale una, erguida sobre el resto, con la forma tosca de un amasijo de salientes pegados a lo que bien podría ser la forma cuadrangular de un carro.

–Jajajajaj ¡Joder Sam, siempre cuentas esto al pasar por aquí?

–Siempre; aunque mi acompañante lo conozca.

Poco a poco, las paredes de roca disminuyen su tamaño y vuelve el paisaje llano y árido alrededor del camino. Solo algún cactus, una roca partida por el frío nocturno y el calor del sol y el verde parduzco de alguna alimaña que disfruta del fuego infernal tumbada sobre el suelo abrasador.

Patty se quita el pañuelo y lo golpea contra sus piernas para exorcizar el polvo alcalino. Dentro, el matrimonio del este descansa uno sobre otro y el viejo dormita apoyado en una señorita que sigue firme con su pose marcial de civilizada feminidad.

Y llega al fin el transporte al apeadero. Un chiquillo abre las puertas y saluda con el sombrero. Detiene Sam el vehículo, avisa a los pasajeros de que tienen el tiempo justo de dar un bocado antes de continuar y acompaña, junto a Jake y Patty, al chiquillo al abrevadero.

Baja el viejo con el ceño fruncido contra el sol, baja tras él la señorita cubierta por su pamela y bajan los Howard estirando piernas y brazos, sonrisa en boca y ojos bien abiertos escudriñando el paisaje.

Entran los cuatro en el edificio de adobe. Saludan al tipo grande y calvo que, trapo en hombro, alza la vista y despega los codos de una tabla apoyada sobre barriles.

–Buenos días. ¿Quieren comer?

Asienten los cuatro, el tipo canta el precio y no dice más. Señala una mesa con dos bancos y se mete en la cocina. Ruido de cacharros; los cuatro toman asiento y el chirriar de tablones anuncia la figura en chistera del extraño viajero que está a punto de entrar.

Afuera los caballos descansan y refrescan las gargantas, mientras el chiquillo limpia la diligencia adivinando el agradecimiento metálico en Sam.

Al poco llega el posadero con cuencos, pan y agua para Sam, Jake y Patty. Recibe los agradecimientos por el detalle y se sienta con ellos a charlar.

–¿Qué tal el viaje?

–Sin novedad –contesta Sam pensativo– y eso que pintaban mal los caminos.

–No te equivocas Sam. Hay revuelo en la zona. No se sabe nada de los McCabe y dicen los soldados que los Cuchillos del indio andan erizados.

–Se suponía que no había vida allí desde hace tiempo.

–Un grupo de guerreros ha abandonado la reserva, cabalgan con hambre de pan y de recuperar su vida.

Resopla Sam y echa un vistazo alrededor como buscando alguna salida en aquel monótono horizonte plano.

–Eso es malo… ni loco me meto en los Cuchillos con indios en pie de guerra. Pero es demasiado tarde para dar la vuelta, no tengo paradas en ningún otro camino desde aquí. Esperar es absurdo, porque no sabemos el tiempo que puede pasar hasta que se normalice la situación... ¿Tenían alguna pista los soldados?

Niega el posadero y frota ambas manos en el delantal.

Patty mira a Jake y envía cierto gesto de complicidad. Jake muerde el labio y observa al suelo antes de animarse a hablar.

–Bueno, nosotros conocemos a alguien; tiene una casa un poco más al norte, cerca de las montañas. Es un desvío importante pero podríamos hacer noche allí, abandonaríamos este desierto, descansarían los caballos y seguramente podamos sacar algo más de información de cómo van las cosas.

Abre los ojos Sam y asoma cierta curva de esperanza en sus labios.

–Y ese tipo, ¿no tendría problema en darnos cobijo? ¿Cuánto cobraría?

–No creo que tenga problema –interviene Patty–. Hace tiempo que no sabemos nada de él; es algo suyo, pero no nos cobrará por pasar la noche.

–De acuerdo, entonces no se hable más. Pondremos rumbo al norte.

Suena la puerta del edificio de adobe y aparece una figura tambaleante de chistera, traje oscuro y brillo de vidrio verde en mano. Se acerca, dibujando eses, a un caballo atado en uno de los postes cercano a la puerta. Con una increíble muestra de ausencia de equilibrio milagrosa, corona el lomo del animal sin soltar la botella, coge las riendas y desafía de nuevo a las leyes de la física consiguiendo mantenerse sobre su montura cuando esta comienza a moverse, lenta y pausadamente.

–Caballeros… señorita… -exhala palabras y alcohol al pasar por los establos, yerra al llevarse la mano al ala del sombrero y se despide con la mano sin atreverse a mirar atrás al traspasar el umbral del apeadero.

lunes, 8 de junio de 2020

Coyotes

 

No sabe si a causa del fogonazo o el estruendo seco, pero el disparo le abre los ojos de par en par.

Late fuerte la sangre, invocando respuesta. Busca a tientas el rifle y ve a Jake a su lado, revólver en mano, mirando hacia afuera desde el establo. 

Bañado por las estrellas, junto a uno de los postes del techado, Tomás palanquea el winchester. Aterriza el casquillo apagado y todo vuelve a estar en paz.

Patty se acerca, agachada, intentando no hacer ruido.

—Tomás —avisa para evitar el mordisco.

—Coyotes… —susurra el dueño del apeadero— de dos patas.

—Pero ni se ve ni se oye nada.

—Las latas… he oído las latas. Y algo ha brillado allá.

Habla sin dejar de mirar la negrura infinita; universo insondable del que no cabe esperar otra cosa sino mal.

—Patty, hágame caso. Otra cosa no, pero somos nosotros quienes vivimos aquí, conocemos bien a esta gente. Esos coyotes están ahí, esperando el momento para entrar.

Jake se acerca a la casa para comprobar que todos estén bien. Da el santo y seña y se abre la puerta con un Sam afilado, revólver en mano. Más allá, María espera seria y paciente, auténtico tótem indio, sentada en una silla con dos cañones en el regazo; el viejo mira por una de las ventanas con revólver hueco, como si tuviera un cactus en mano, y los Howard, expectantes, junto a la señorita, esperan cerca de la mesa.

Jake asiente y sonríe, buscando tranquilizar.

—Sea lo que sea, parece que ya ha pasado.

No ve el destello, pero escucha claro el trueno y el silbido frío y metálico que se apaga, a tres dedos de su coronilla, en el marco de la puerta. Atruena pólvora de nuevo a sus espaldas y salta a un lado, en busca de cobertura. Sam cierra de golpe y, en el fortín, rendijas y orificios se llenan de ojos.

Patty hace gritar al henry desde el abrevadero.

Tomás está quieto, junto a su poste, con la vista clavada entre la mira y el vacío oscuro que parece no tener final. No se mueve, ni siquiera pestañea; figura estoica que ha dejado de respirar.

Y sigue el tronar de pólvora, de Patty y de Jake.

Y silban los plomos hacia la noche sin que encuentren sitio para descansar.

Solo en un momento, en un preciso instante, brota un destello en la noche que deja a Tomás sin sombrero. Responde este, sin inmutarse, liberando la presión metálica que acciona el mecanismo que golpea metal sobre anillo provocando la chispa; explota, expande y lanza el plomo, cortando el aire, hacia el eco del brillo en el que parece adivinarse un brotar de sangre.

Después, todo silencio. Mas Tomás sigue erguido, esperando, hasta que, segundos más tarde, se escucha, lejano, retumbar de cascos abandonando el lugar.

Relaja entonces el dueño del apeadero; su rostro pierde aristas y vuelve la sonrisa mellada y afable de tranquilidad.

—¿Todos bien?

Asiente Patty y contesta Jake con el brazo en alto.

Se abre la puerta y sale Sam, en dirección a Tomás. El resto le va a la zaga, pero se quedan en el umbral.

—No se preocupen, esos hoy no vuelven, ya les dije que eran coyotes.

Se quedan durante un momento charlando de lo ocurrido. Estiran las piernas y calman el alma para poder de nuevo volver a descansar. Jake y Patty se quedan alerta y les acompaña Tomás hasta que despunta el alba.

***

La diligencia está cargada. Dentro van los Howard, el viejo y la señorita. Jake espera en el pescante y Patty, sentada en la cima, observa los azules, grises y dorados, del horizonte hacia el que van.

En tierra, solo el de los bigotes y el dueño del apeadero.

—Sam, ve con cuidado; esos eran de por aquí, pero venían a por algo que llevas.

—Ya me parecía a mí que lo de White Valley no era casualidad. Pero no tiene sentido, Tomás, no llevo gran cosa.

—Bueno, dijiste que el viejo pagaba bien…

—Pero cobro en el destino. Te digo que no lo entiendo.

—¿Vas a ir por los Cuchillos del indio?

—¿Por dónde sino?

—¿Y si te desvías al sur y tomas el atajo de San Lorenzo? 

—Ni en broma meto mi diligencia en ese infierno. Quiero tener pasajeros cuando llegue y no un puñado de pellejos secos. Seguiré el camino, al menos a uno de ellos le diste, no creo que nos sigan.

—No me preocupan ellos. Los coyotes vienen porque alguien les despierta el hambre. Lo mismo te pasará más adelante.

—Gracias, pero no pienso darles tiempo. En 8 millas llegamos al apeadero de Arroyo seco, a partir de allí el camino mejora.

—Como quiera, Don Summers, usted lleva las riendas.

—Menos cachondeo, viejo mellado. Cuídate, y despídeme de María; en lo que queda de camino no voy a probar nada como su guiso.

Suben los bigotes hasta el pescante. Coge las riendas en una mano y libera el freno con la otra.

—¡Tenía que haber elegido ser dueño de apeadero, Don Summers!

—Para usted el palacio, Don Tomás, prefiero la libertad abrasadora del polvo asfixiante del camino.

Mueve la diligencia, suena metal sobre tierra y, tras atravesar el umbral, arrancan las bestias el baile de crines; levanta la ola de polvo y doblan las alas de sombrero al adentrarse en el mar.

—¡Damas, caballos y Patty! ¡Próxima parada, Arroyo seco!

lunes, 1 de junio de 2020

William's Post


La tierra rojiza desaparece con el entrecerrar de párpados. Ha conseguido ser uno con el vaivén y el ronroneo de cascos y ruedas, amortiguados por el polvo suelto del camino. A su izquierda, la señorita, pamela y vestido impolutos, mantiene la posición adecuada. Firme faro, insignia de la civilización y las buenas costumbres, tan solo se permite un ligero ladeo de cabeza y el anhelo pueril del descanso en su fuero interno.

El cambio de ritmo remueve sus almas. El viejo recoge la compostura, se frota los ojos, carraspea alguna palabreja y atisba por la ventana los cuatro palos que atraviesa la diligencia.

—¡Dama, caballos y Patty! ¡Bienvenidos a William’s Post!

Los caballos conocen bien el camino. Se detienen frente a un edificio de adobe, cerca de un techado de cañas que hace las funciones de establo; resoplan y patean el suelo para sacudirse la tensión del viaje.

La mano derecha de Sam tira de la palanca de freno.

—¡Todos abajo!

Patty toma tierra de un salto, Jake sacude sus ropas y abre la puerta de la diligencia. Sale el viejo enfrentando sus ojos al sol de la tarde. Va tras él la señorita, grácil y enhiesta, cubierta por la pamela, y se mantiene a la espera de que alguien dome el terreno inexplorado.

—Ahí, a la izquierda de los establos, tienen el abrevadero con una fuente por si quieren refrescarse. En el lujoso edificio que tienen en frente podrán descansar cómodamente y degustar algún que otro exquisito manjar de la zona.

—Menos pompa, Don Summers. No sea que no haya un plato del buen guiso de María para usted.

La voz nace del techado de cañas. Un tipo bajo, de tez cetrina, gruesas cejas y ropas cómodas y ligeras se acerca. Lleva un sombrero claro de ala ancha y una sonrisa de oreja a oreja que muestran alguno de los dientes que siguen en pie de guerra.

—Querido Tomás, siempre es una alegría llegar a tus dominios. Cualquier cuchitril se convierte en palacio si lo pones en medio del infierno.

Jake y Patty llevan la diligencia al establo y acomodan a los caballos. El viejo rechina riñones hasta que de la bomba sale algo que bien podría llamarse agua. Moja el pañuelo y se lo pasa a la señorita para que se refresque, justo antes de hundir ambas manos y llevar el caldo turbio a su rostro.

Tomás escudriña la carga.

—¿Solo dos? Eso no vale ni el resuello de un caballo.

—Tuvimos jaleo en White Valley. Algo más serio de lo habitual, y no tengo ni idea del porqué; se quedaron casi todos en el puesto de Martha. Estos dos siguen, el viejo tiene prisa y paga muy bien.

—Bueno, aquí dentro tienes otros dos. Se apearon hará una semana, un poco raros; gente del este.

Sam resopla, mira al bueno de Tomás y poniéndole la mano sobre el hombro comienza a caminar hacia el edificio.

—Huele a que hemos llegado a tiempo…

Dan un rodeo hasta llegar al ala derecha donde una mujer bajita y regordeta mueve con garbo el contenido de un caldero azuzado por un buen fuego.

—Aquí solo se puede entrar cuando María lleva las riendas. Es el único momento en que no se aprecia el hedor de Tomás.

—¡Oh, si es Don Sam!, ¿aún no te has quitado esos bigotes de ciudad?

—Es lo único elegante que me queda. ¿Cómo os van las cosas?

—Bien, como siempre. Supongo que Tomás ya te ha dicho que tienes dos más para llevar.

—Así es, parece que tendré que arreglarme los bigotes.

—Son buena gente.

—Bien, eso facilita las cosas.

Tomás cruza la placeta de tierra y se acerca al techado.

—Buenos días caballeros, señoritas; mi nombre es Tomás Garriga, soy el dueño de este sitio. Aquí tienen a su disposición toda el agua que necesiten. Podrán pasar la noche dentro, tenemos algunas mantas y jergones para que puedan descansar cómodamente en el suelo. Las señoritas podrán compartir la cama con mi señora si lo prefieren. En un par de horas tendremos listo algo de cena por si les apetece acompañarnos, el precio no es muy alto y, créanme, echarán de menos algo tan bueno durante el resto de su viaje.

—Buenos días Tomás —intervino el viejo— perdone la indiscreción pero, ¿no hay un señor William en William’s Post?

—Pues verá, con el perdón de la señorita, el señor William tuvo a bien dejar este mundo con el cuello en una soga. Organizaba encuentros entre las diligencias y un grupo de bandidos de la zona. Pero eso es algo de lo que ustedes no deben preocuparse, ahora estamos aquí mi mujer y yo; somos gente sencilla y humilde que aún no tiene amigos por aquí.

Rió Tomás y, viéndolos más relajados, les invitó a pasar.

Dentro no había nada especial. A mano izquierda dos puertas: una, la habitación de los dueños; la otra, según Tomás, un cuarto para guardar las cosas. El resto es una sala amplia de suelo de tierra apisonada con una alacena y una gran mesa de madera en la que una pareja, en estrafalarias y cómodas ropas de viaje, se encuentra inclinada sobre un mapa.

—No, tiene que ser desde aquí, es el mejor lugar sin duda. −El hombre alza la vista.

—Y estos son los Howard, —continúa Tomás— les acompañarán durante el resto del viaje. Ahora les dejo que se pongan cómodos. Les avisaré en cuanto esté la cena.

Se ejecutan saludos y el intercambio de impresiones da paso a una charla más distendida. No hay filo y el tiempo pasa agradable.

Mientras tanto, afuera, Jake y Patty aprovechan la ausencia del resto, apoyados en los postes del techado, para descansar y disfrutar del frescor que trae la ausencia del sol.

−¿Cuánto tiempo, eh?

El ascua enrojece viva con el suave chisporroteo del tabaco y se calma para dejar sitio a un sinuoso hilo de humo.

−Mucho. Casi tanto que ya no esperaba volver a ver esto.

Las estrellas plagan el cielo oscuro e infinito, aumentando su número conforme más detenidamente se las observa.

−Hacía falta algo así, reverenda... Hacía falta.