lunes, 4 de marzo de 2013

Matices

Verás... hace 53 años, el día que me vertieron al mundo, un relámpago formidable y pálido partió el cielo en dos. Las luces del hospital en que me encontraba se apagaron y el médico se vio imposibilitado para devolverme la vida. Cuesta imaginar las caras de todo el mundo cuando, volviendo del frío, abrí los ojos, tomé todo el aire de la sala y expulsé el miedo al ahogo con un llanto vibrante, fuerte y claro. 

Aunque parezca imposible, recuerdo aromas, voces y siluetas; pero sobretodo recuerdo los colores: limpios, serenos y claros.

Durante mis primeros años de vida, no fui consciente de lo que me ocurría, ya que todo cuanto observaba no hacía sino normalizar mi realidad. Fueron mis padres quienes detectaron ciertas irregularidades en mi comportamiento. Acudieron a especialistas de todos los campos pero ninguno pudo realizar un diagnóstico claro y definitivo. No obstante, dictaminaron que tenía algún tipo de deficiencia visual, una extraña enfermedad que me impedía ver ninguna gradación en los colores, pese a no existir anomalía física alguna.

Con el paso de los años fui comprendiendo mi naturaleza y pude describirla más acertadamente, observaba el mundo con la variedad cromática de una caja de 8 lapiceros de colores, pero no distinguía la inmensa gama de tonos derivados de ellos. Desarrollé una inusual capacidad para analizar texturas y trazados con la que obtenía mayor información cuando era necesario.

El caso se estudió durante un tiempo, hasta que la falta de dinero y la ausencia de más afectados, provocaron su olvido. Aún así, mis padres continuaron indagando y realizando búsquedas, destinaron grandes cantidades de dinero hasta el día en que dieron con el doctor Garrido. 

Nos citó en el mismo lugar en el que te han citado a ti. Es allí, entre las cajas de cartón corrugado de un viejo almacén, donde sitúa su improvisado quirófano y, desafiando metodológicamente a la legalidad, altera en cuestión de horas la forma de percibir el mundo.

Tras la operación, cada uno de los colores que se aparece ante ti, se doblan, empequeñeciéndose y multiplicándose; aumentando exponencialmente hasta mostrar un mundo completamente nuevo, vivo y lleno de matices vistosos, de jugosidad, sequedad, viveza, apaciguamiento e impactante contraste. Es como si ese torrente cromático fuera a sobrepasar tus ojos y desbordar la capacidad cerebral. 

A partir de entonces bebes de un mundo lleno, con infinidad de gradaciones y miríadas de pequeñas diferencias en cada elemento donde poses tu vista. Una herramienta tan completa, tan detallada, que ofrece millones de datos con la visión del objeto más sencillo.

Sin embargo, te aviso, sorprende que tanta variedad, tantas opciones, no ofrezcan nada nuevo; aterra situarte ante tal inmensidad inservible. Pasas el día evitando ser consciente, mareado por tanto detalle, obligado a procesar una infinidad de datos sin sentido, agredido por tonos estridentes y hostigado por tonos apagados cuando crees que llega la calma. Tal es tu situación, que comienzas a anhelar el telón oscuro del párpado.

Y pasas los años recordando aquel día, cuando expulsaste el ahogo con un llanto vibrante, fuerte y claro; aromas, voces y siluetas; pero por encima de todo mantienes en la memoria esos colores: limpios, serenos y claros.

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