lunes, 25 de noviembre de 2019

Olmo

Estaba allí sentado y formaba parte del paisaje de forma mucho más natural que un rey sentado en su trono. Era fuerte, con unos cuantos años a la espalda, pelo largo, barba poblada y piel dura, como la corteza del gran árbol en el que se apoyaba. Tenía el rostro calmo y la mirada fija en algo que parecía existir a todas luces, pese a que solo él parecía poder percibirlo. Observándolo podías llegar a la conclusión de estar ante un extranjero que casaba perfectamente con el lugar.

—Dicen que fui el primero, pero la verdad es que cuando yo llegué aún no había buscadores. Vine por un origen y me quedé con la certeza de que este sería el sitio donde hallaría mi final.

Jubo seguía en pie. Escuchaba apoyado en el bordón de exploración, extrañado aún de no haber notado su presencia hasta tenerlo delante de sus narices.

—¿Y descubriste algo de ese origen?

—Al final todos los orígenes son iguales: casi idénticos en la forma y opuestos en el fondo. Resulta que, dependiendo de lo que quieras ver, todo inicio puede ser la destrucción de un mundo o la creación de otro.

—Me da que ambas.

Jubo se sentó en el suelo y dejó los bártulos a su lado.

—Exacto, siempre ambas. Pero cuesta afinar los recuerdos, salvar los recursos que tiene la memoria para «facilitarnos» las cosas.

Al hablar del pasado sus ojos se perdían más, y sonreía con gesto ausente.

—Y tú, ¿has descubierto algo?

—Llevo ya diez extractores casi lle...

Le miró divertido y Jubo ahogó la frase.

—Algo... bastante... —dijo mientras rebuscaba en su mochila.

—Ah, la cantimplora. Hasta a mí me han llegado tus excentricidades. —dijo alargando la mano —pero yo no tengo para contribuir.

—La charla me vale.—contestó Jubo mientras le pasaba el recipiente.

El viejo chasqueó la lengua y tomó aire a fin de liberar el vapor que hervía espirales en boca.

—Siempre ha sido así. ¿Sabes?, cuanto más os conozco más me llama la atención lo diferentes que sois. Se habla de los buscadores como si todos siguierais el mismo patrón. Nada más lejos de la realidad. Parece mentira, pero este caldo tuyo consigue explicarlo mucho mejor que todas las tonterías que pueda llegar a decir. Es un caos armónico lo que despierta en el paladar con cada trago. ¿Sabes?, hay muchos buscadores, la gran mayoría viene, extrae información y vuelve a casa para venderla, realmente nunca acaban de estar aquí. Solo los que acabáis caminando conscientemente por este lugar, llegáis a desarrollar una manera propia y única de ver.

Y el silencio se hizo con Jubo, rodeado de erosiones, de Riba, de Quincalla, de gigantescas estructuras invadidas por el verde, salas metálicas, la sensación de no retorno y ese extraño olor que cada vez más lo impregnaba todo. Pasó un momento hasta que fue capaz de encontrar las palabras que le permitieran alejarse de todo pensamiento y mantenerse en su sitio.

—Yo lo que creo es que has echado un trago demasiado grande.

Rió Olmo, desde su asiento, y los árboles se hicieron eco con un suave movimiento de hojas.

—Pues tampoco te lo niego, de hecho hacía tiempo ya que no bebía.

—La verdad es que más de una vez me he sentido extrañamente más cerca de aquí que de cualquier otro sitio.

—¿Sabes cuando empiezas a darte cuenta de que algo funciona diferente?

Jubo miró hacia el horizonte y el aire se le antojó fresco y claro.

—Creo que sí, cuando apenas la notas.

—Exacto, cuando cambia la erosión. Sigue estando, pero la sensación es diferente. Puede parecer cosa de percepción pero no es eso exactamente. Es cómo eres, cómo funcionan tus entresijos, tus pensamientos, todas tus piezas, físicas y mentales. Es simplemente conocerte, caminar por la senda que te es natural. He pensado en esto durante mucho tiempo y creo que uno puede comprenderlo en cualquier lugar, pero aquí, por alguna razón se me antoja más sencillo. Quizás hay menos condicionantes. Puede que el secreto sea justo ese, menos influencias, menos intereses, menos ruido.

—Vale, ahora sí. ¡Devuélveme la cantimplora!

—Jajajajjaa, de acuerdo, Jubo, no se puede negar que algo de razón tienes.

—Lo cierto es que me da que tú también. Y me incomoda a dónde pueda llevarme eso.

—Esa incomodidad, querido amigo, es otro inicio; y de ti depende que junto a la incomodidad sitúes la efervescencia de la construcción. No sé por dónde tirarás tú; cada uno recorre su propio camino, no uno impuesto, pero el rumbo es el mismo. Nos volveremos a ver; hasta entonces sé tú y serás eterno.

Dicho esto debió levantarse y darse media vuelta, porque cuando Jubo quiso darse cuenta, aquel hombre caminaba a lo lejos, internándose en el bosque como el sol vuelve a las montañas.

Jubo se agachó a recoger la mochila y encontró el libro de Riba abierto en el suelo y una de las frases aparecía fuertemente marcada:

No hay campos mayores que este, ni juegos más dignos de jugar. Crece salvaje de acuerdo a tu naturaleza.

lunes, 18 de noviembre de 2019

Quincalla


Decían que era inútil buscar el lugar, que la única forma de verlo era encontrárselo. Y al final resultó ser cierto.

Dos receptores sobrepasaban las copas de los árboles. Hacía tiempo que no funcionaban, pero allí seguían guiando a todo aquel que quisiera acercarse.

Jubo había oído algún que otro rumor acerca de Quincalla, pero eran sólo eso, rumores, y la mayoría se contradecían. Si bien, todo el mundo estaba de acuerdo en que decidió quedarse hace mucho y que era la única que lo había conseguido, nadie sabía cuánto llevaba allí. Las apuestas oscilaban entre los dos y los cien años. Todo en Quincalla era igual. Dicen que ya no busca, que solo encuentra, que ha cambiado a otro lugar en el mismo espacio, que ve dos veces y otra sarta de majaderías: algunas dichas por ella, otras cocidas a fuego, con buen licor, en las charlas de los buscadores.

Cuando Jubo se acercó a la pequeña cabaña, Quincalla estaba fuera reparando uno de los molinos de viento hechos con ramas y fibras vegetales; justo entre el recogedor de lluvia y un cobertizo donde asomaban mil y un cachivaches destinados a funcionar sin electricidad ni combustible alguno.

Era una joven alta, robusta, de ojos color roble, rostro áspero como el olor resinoso del entorno y una sonrisa honesta, amplia y generosa que guardaba cierto guiño de melancolía agridulce.

Jubo se acercó haciendo ruido como hacen los del gremio, pues allí la soledad no ha de romperse de golpe. Pero ella continuó a lo suyo.

—Hola —dijo él antes de acercarse del todo.

Ella se giró y sonrió.

—¡Hola, bienvenido a mi casa! Ahí tienes agua. ¿Qué tal si te refrescas un poco y me echas una mano con esto?

Tuvo la sensación de haber estado allí toda la vida. Pegó un par de buenos tragos y se puso a ayudarle con los molinos.

—¿Cuánto llevas? —Dijo ella mirando hacia el bordón de exploración.

—Semanas...

Él mantenía un poste mientras ella, desde lo alto de una escalera, ataba una de las aspas.

—¿Y has encontrado algo?

—Varios refugios; tengo 6 o 7 extractores llenos.

Quincalla se giró mirando hacia abajo.

—¿Algo más?

Jubo dibujó media sonrisa y cierto hormigueo agradable le recorrió la nuca.

—Bastante más.

Dejaron todo bien atado y colocaron el juego de cuerdas y ruedas que aunaba la fuerza de todos los molinos.

—¡Bueno, pues ya está! ¿Te apetece comer algo?

—Siempre.

Quincalla señaló hacia un pequeño claro rodeado de pinos, frente a la casa, donde descansaban cinco tocones dispuestos para poder sentarse alrededor de una sencilla mesa, hecha a partir de un gran tronco de madera.

—Ponte cómodo, ahora traeré algo para matar el hambre.

Jubo se sentó y puso su cantimplora encima de la mesa.

Llegó ella con un cuenco lleno de frutas, una botella con dos vasos y algún tipo de pastel salado o empanada.

—¡Vaya, me alegro de conocer al tipo grande de la cantimplora!

—¿Me conoces?

—La gente aquí viene, come, bebe y cuenta cosas. ¿Me darás a probar, no? —Sonrió ilusionada.

—Por supuesto —contestó él mientras le pasaba el caldo.

—Jajajja, ¡pues sí que es verdad lo que dicen! El primer trago es malo con ganas y bastante fuerte. Pero el regusto tiene muchos matices y deja ganas de repetir. ¿Puedo contribuir?

—Claro, adelante.

Ella abrió la botella y echó parte del contenido en la cantimplora, removió un poco y se la pasó a Jubo.

—A ver qué opina el entendido.

Él dio un trago y dejó el caldo en boca hasta notar el vapor al respirar. Entonces tragó y se quedó un segundo paladeando.

—¡Juas, siempre va a mejor! —Dijo y le lanzó la cantimplora.

—Jajajja, ¿así que esta es mi aportación? —dijo ella tras echar un buen trago.— Pues sí, le doy cierto toque más que interesante.

—Bueno Quincalla, ¿y a qué te dedicas?

—Vivo aquí.

—¿Ya no buscas?

—No, ahora cambio cosas que fabrico por información.

—¿Qué tipo de información?

—Esa información —dijo mientras señalaba los extractores— sólo pido echarles un vistazo; luego te los puedes llevar para venderlos. La erosión suele  afectar antes al reproductor, así que poco tienes que temer. A cambio te ofrezco uno de los objetos que fabrico.

—Parece interesante. ¿Qué objetos tienes?

—Mmmm... —Quincalla se quedó observándole un momento— Vale, creo que tengo algo para ti.

Entró en la casa y salió al rato con tres pequeñas cajas de madera.

—Aquí tienes, si te interesa solo tienes que coger una de las tres cajas. La única condición es que no puedes abrirlas.

—¡Venga ya! ¡No jodas! ¿Y si no tienen nada? ¿Además, qué falta me hace a mí un cacharro de estos?

—Anda cógelas, verás que hay algo dentro. ¿Qué tienes que perder? Los extractores te los llevas igual, vas a sacarles el mismo provecho. Además, el material con el que trabajo no vas a encontrarlo por mucho que busques.

—Venga va...

Cogió cada una de las cajas a fin de sopesarlas e intentar adivinar lo que podía haber en su interior. Todas ligeras, con algo pequeño en su interior. Más al tomar una de ellas le vino el mismo olor que notaba al estar ante un buen filón y el rostro le cambió.

—¿Esa, eh? Sabía que una de esas tres te interesaría. Ábrela, venga— Sonreía, divertida, con los ojos iluminados de una chiquilla.

La madera se encajaba por presión; al extraer la parte de arriba apareció un colgante y, por un instante, el olor fue mucho más intenso. Se lo colocó alrededor del cuello y, aún sorprendido, buscó en la mochila los extractores.

—Pues, gracias... Aquí tienes lo acordado.

—Gracias a ti —contestó y entró en la cabaña con los extractores.— Estás en tu casa, mira lo que quieras; tardaré un rato.

Jubo observó el cobertizo, la zona de los molinos, los huertos y la pinada entre la que descansaba la sencilla cabaña de madera sobre la que se alzaban aquellos receptores que lo habían atraído como un faro.

martes, 12 de noviembre de 2019

Marcas


Cuando abrió los ojos aún olía a piel quemada. El suelo frío bajo su espalda molida le recordó que seguía vivo.

Escupió y reconoció el sabor ferroso de la sangre. Se incorporó, nada roto, solo dolor al pensar siquiera en moverse.

Recogió el bordón del suelo, aún de una pieza, y registró la marca pintada en las paredes de metal. La misma que le había despertado la curiosidad y por la que por poco pierde la vida. Revisó el lugar, sin lograr entender nada; en cuanto pudo asegurarse de que realmente todo había quedado destruido, salió.

Al llegar al verde y el sol, dio media vuelta y miró por última vez aquel sitio: una triste edificación que ningún sistema de exploración habría catalogado como interesante. Fue su olfato el que le hizo detenerse y aquella marca, un círculo con cinco aspas en el borde, grabada en uno de los laterales de la entrada la que le obligó a entrar.

Techo bajo, suelo roto y paredes demacradas, unas escaleras estrechas que bajan a lo que parece un simple sótano. Entonces, ¡eureka!, allí abajo uno de los portones metálicos que permanece abierto, con el panel hecho trizas.

Al entrar, el estado de las máquinas mostraba que los extractores ya habían hecho su faena. Y aún así, su olfato seguía captando aquel olor característico, ese regusto eléctrico que se pegaba al paladar. Por él se guió y continuó hasta llegar a una sala de paredes de metal que formaba una media esfera perfecta con el suelo como única parte plana.

Estaba plagada de maquinarias desconocidas. En medio de la sala unas bandas circulares de acero se cruzaban rodeando una especie de molde metálico y antropomorfo de unos dos metros y medio de altura. Este molde estaba roto y manojos de tubos finos colgaban de algunas de las partes dañadas. Un tubo más grueso surgía de la parte más alta del techo y terminaba anclado a la zona que debería rodear la cabeza, mientras otros dos partían de una especie de cajas grandes de metal oscuro y acababan anclándose a los laterales.

Nada quedaba de lo que guardara en su interior, solo manchas del líquido que habrían vomitado los tubos. Pero en el suelo, justo en medio de la sala, frente a la estructura, se encontraba la marca grabada de forma manual; el mismo círculo con 5 aspas en su borde que había visto afuera.

Jubo repasó con el dedo las hendiduras. Observó la talla, bien profunda, describiendo una buena ejecución, pero algo tosca debido al instrumental utilizado, posiblemente algún tipo de cuchillo de excelente material. Las cinco aspas se colocaban en el borde del círculo, cruzándose justo sobre la línea.

No entendía el porqué, pero había algo en aquella estructura que le llamaba poderosamente la atención con una mezcla de curiosidad y temor.

Al investigar la maquinaria se sorprendió de lo avanzado de la tecnología. Apenas podía comprender los principios por los que se regía y más aumentó su sorpresa al analizar las dos cajas de metal oscuro y ver que se trataba de una especie de acumuladores o baterías que habían estado funcionando sin que la erosión hiciera mella alguna.

Sea lo que fuere que hubiera dentro del molde, alguien rompió sus anclajes y se lo llevó; y allí quedaba la marca como único testimonio de lo ocurrido.

Jubo empuñó el bordón y se dispuso a registrarlo todo, pero tan pronto quiso enfocar aquella estructura notó una variación en el aire, un torrente de erosión que llegó más rápido que nunca. Aterrado, vio como el bordón comenzaba a sobrecargarse, viéndose obligado a liberar la energía de golpe, en forma de una onda eléctrica que afectó a toda la zona y atravesó cada una de sus células. En una fracción de segundo sintió una espiral de alambre de espino retorciéndose por sus nervios y arañando cada uno de sus huesos. Apretó los dientes cuanto pudo para soportar el dolor e intentó mantener el equilibrio hasta que una explosión cesó la sacudida y lanzó su cuerpo al otro lado de la sala como si fuera un muñeco de trapo.

lunes, 4 de noviembre de 2019

Motivaciones


Las voces atronaban desde el otro lado del risco, traídas por el resplandor intermitente de una fogata que proyectaba dos sombras gigantescas sobre la roca escarpada.

—Te digo que es inagotable. Ya he entrado tres veces y aún no me he hecho con todo lo que hay allí. Ese filón me va a hacer rico.

El tipo movía su mandíbula cuadrada a toda velocidad. Masticaba, bebía y hablaba todo a una con tal habilidad que parecía capaz de acabar con el mundo entero.

—Y a ti, ¿cómo te va?

Jubo cogió un poco de guisado del perol que colgaba sobre el fuego.

—Yo encontré uno de los concentrados, apenas más grande que un par de casas y bien cargado, pero... —Jubo negó con la cabeza.

—¡Jodida erosión! ¿Sin remedio?

—Completamente sellado, un poco más y consigo mi propio mausoleo.

—Pue yo, ya te igo que tes ve-es y jigue en fungionamiento —contestaba mientras se quitaba un trozo de comida de entre los dientes con la punta del cuchillo.

—Tengo pensado seguir por la zona del río, suelen haber cerca del agua.

Jubo echó un trago de su cantimplora y la pasó.

—Depende de la zona. Hubo bastantes que desconfiaron de que los cauces naturales quedaran envenenados. En esto de los filones no hay una puñetera norma que se cumpla más de dos veces seguidas. —Tomó la cantimplora y echó un buen trago. —Tienes toda la razón, está malo de cojones, pero mi caldo lo ha mejorado notablemente.

—Jajajaj, ¡eso dicen todos! Y la verdad es que cada vez sabe más raro y por extraño que parezca deja un buen regusto al final, como si estuviera más completo.

—¡Brindo por eso! —Tras el trago, cerró la cantimplora y se la devolvió a su dueño.

Jubo la guardó en su mochila y se recostó, apoyado en uno de los árboles, mirando fijamente al fuego.

—¿Qué piensas hacer cuando acabes?

El otro tipo estaba dando buena cuenta de uno de los dulces, cuando alzó la vista incrédulo.

—¡Maldita sea! ¡Pienso vivir por todo lo alto! En cuanto consiga lo suficiente, pienso abandonar este sitio de mierda, volver a casa con el pastizal, contratar a cuatro o cinco imbéciles como nosotros y dedicarme a esperar mis ganancias pegándome la gran vida.

—No sé, no lo tengo tan claro...

—Bueno, siempre puedes darme tu parte —dijo y la cuadratura del círculo se dibujó socarrónamente en su rostro.

—Jajajajaj, no lo veo, amigo, —La sonrisa se perdió en el baile de llamas y el crepitar del fuego.— ¿Nunca has pensado para qué sirve todo esto?

—¡Todos los días! Para ganar felicidad y con qué criar bien fuerte y grande a este, —dijo llevándose ambas manos al estómago.

—Venga, ¿nunca te preguntas qué harán con lo que tenemos en los cosechadores?, ¿para qué utilizarán esa información?, ¿qué demonios van a construir con lo que extraemos?

—Ah, eso... ¿Sabes qué? —cogió un puñado de frutos secos y los lanzó directos a la boca— No me importa una mierda. Nosotros nos jugamos el pellejo entrando en esas galerías: los chispazos, la erosión, por no hablar de todos los peligros del exterior. Esa es nuestra vida, las demás preocupaciones que las tengan otros.

—Mira, hay algo que lleva pasándome desde la primera vez que vine. Algo en todo esto que me llama de una forma tan básica y honesta que me parece casi obsceno eludir. Con cada inmersión me siento más cerca de este lugar.

—Yo creo, querido Jubo, que se te ha metido la erosión en el seso. He oído de algún caso antes... pero eso se cura volviendo y dando buen uso a lo que ganes: buen comer, buen beber, buen follar y unos cuantos caprichos que te hermanen de nuevo con el mundo.

—Joder, eso es lo bueno. He comido mejor aquí que en ningún lado, la otra, la comida de casa, es un conjunto de fogonazos y destellos tan extremo que apenas sé lo que como. Y no me negarás que este licor da de qué hablar.

—Vale, la cena ha sido una gozada. Y este caldo te da una patada en el paladar con el primer trago, para dejarte las ganas de pillar todos los tonos que guarda al echar alguno más. Que sí, que en eso tienes razón. Pero, nada de esto sabrá igual cuando vuelvas. Cuando vuelvas querrás aquello que ahora no tienes. Todas esas cosas que, por mucho que te empeñes, nos hacen disfrutar.

—Ostias, es que me siento rico ahora. Lo mismo, la cosa está en volver sabiendo que toda esa mierda accesoria no es más que eso... complementos que nada pasa si caen.

—Entonces, ¿me das tu parte? Porque si es así, ¡bendita erosión! Espero que trastorne a unos cuantos más.

—Mejor me guardo mi parte. Y, lo mismo cuando andes encadenado a tu gran vida, esperando con ansia a esos imbéciles que deben traer más ganancias. Es posible que te apetezca pasarte a charlar y echar un trago, lejos de cuentas, cosechadores y ese torrente de tretas y jugadas para obtener un mayor beneficio. A lo mejor hasta resulta que entonces echarás de menos el fuego para espantar el frío y esta absurda charla antes de que se haga de día y nos mandemos mutuamente a la mierda.

—¿Sabes?, si en algún momento tengo la desfachatez de echar algo de eso de menos, siempre podré contratar a algún maldito loco al que la erosión le haya sorbido el seso.

—No tengo precio.

Las sombras atronaron de nuevo. Nuevos leños cayeron al fuego y continuaron las voces y carcajadas hasta casi despuntar el alba. En ese momento recogieron sin haber pegado ojo y se mandaron mutuamente a la mierda.

Hacia el norte partió el otro; Jubo marchó al oeste, y comenzó el caminar con un párrafo agarrado a su mente:

¡Sencillez, sencillez, sencillez! Os digo que vuestros asuntos sean dos o tres y no cien o mil.