lunes, 28 de septiembre de 2020

Recogiendo a la tripulación


El sol se alza en medio de la bóveda celeste; un amarillo incandescente que dobla todo lo que se atreve a sobresalir del suelo.


Sam da un toque a las riendas, manteniendo en calma a las bestias. Sabe que es primordial minimizar el esfuerzo y mantener el agua y la esperanza. Solo así se puede cruzar lo imposible.


Jake va a su lado, cabizbajo, debatiéndose entre la certeza de no volver a ver a los compañeros perdidos y la absurda ilusión de que hayan conseguido escapar.


Patty sigue arriba, con un improvisado toldo puesto para protegerse del sol; oteando continuamente el océano de roca y arena en busca de milagros o cadáveres.


Dentro de la diligencia el silencio se impone. A veces se cruzan miradas cansadas que, tras conectar un segundo, se pierden en un punto fijo, incapaces de invocar el habla.


Entonces, desde arriba de aquel barco perdido, arranca la voz de Patty.


—¡Ahí está!, ¡a la izquierda! ¡Hombre a la vista!


En el lugar indicado, se alza enorme la pared rocosa, única fuente de sombra en lo que alcanza la vista. Y allí, fundida en la oscuridad pétrea, se distingue la figura de un hombre sentado en el suelo, recostado sobre la roca escarpada de la pared. No tardaron en reconocer a Henry que, sin variar la postura, agitaba uno de sus brazos con la vieja Parker en alto. Junto a él, un poco más allá, tres cadáveres yacen en el suelo, expuestos al infierno solar.


La vista del hombre y la reconfortante sombra devuelve los ánimos y reaviva la diligencia.


Sam da un toque a las riendas y varía el rumbo hacia la fresca ausencia de sol.


—Parece que alguien ha conseguido salirse con la suya —comenta Jake. 


—¡Te lo dije!, ¡ese alcornoque no cae! 


Conforme se acercan, se perfila clara la figura de Henry: rostro herido, sangre seca y una sonrisa amplia de haber vuelto a respirar. Un poco más allá, descansan las armas. 


Espera quieto, dejando que pase esa pequeña eternidad, asimilando que aquello que llega es, al final, la salvación.


—¡Te veo bien, alcornoque!


—Hola reverenda, lamento no poder decir lo mismo; será la edad.


—Ni muerto callas, maldito —responde entre risas Patty.— Bueno, ¿quieres seguir esperando o prefieres subir?


Se incorpora Henry con el renqueo quejumbroso de quien ya no sabe si su cuerpo está entero. 


—Hacedme un hueco.


Recoge las armas y, con el primer paso, las heridas piden volver al suelo. Se detiene, respira hondo, saca fuerzas de donde no las hay y sube a la diligencia.


Entra en silencio, saluda con un ademán y se sienta junto al viejo, en el sitio donde solía estar la señorita.


—Se la llevaron a Paloverde. No sé qué será de ella —dice con la palma apoyada en el asiento. 


—¿Se fueron tal cual? —pregunta extrañado el viejo. 


—El jefe me dejó con dos de sus coyotes; quería que fueran otros quienes acabaran el trabajo.


—A la vista está que no lo consiguieron.


—Se quedaron para acabar conmigo fuera del hervir de sangre. Debían disparar en frío a un cadáver, mientras aumentaba el espacio entre los otros y ellos. No se decidían a apretar el gatillo y todo cuanto hacían no iba sino en contra de sus intereses. Tanto ellos como yo, sabíamos que si tardaban, nada les darían ni en Paloverde ni en unas tierras que, como bien les dije, jamás iba a entregarles. Así que prefirieron darme ya por muerto y que el sol se encargara de secar mis restos... 


—Lo cierto es que viendo su estado, yo tampoco hubiera apostado por encontrarlo con vida. 


El viejo le da un poco de agua. 


Henry pasa la mano por las heridas, entorna los ojos, ahoga una mueca de dolor y pega un buen trago antes de volver a hablar.


—Se llevaron sus caballos y los de esos tres diablos que se secan al sol. Me dejaron a la vieja Parker y vuestras armas, lo mismo por si se me ocurría hacerles el trabajo. Y la verdad es que conforme pasaba el tiempo sin tener noticias vuestras; empecé a pensar que no lo conseguiría.


—Tardamos en salir de allí. Esas tres sabandijas que se tuestan afuera, soltaron los caballos y nos costó recuperarlos. Afortunadamente el Sr. Summers tiene buena mano. De todas formas hay que partir cuanto antes a Paloverde.


—Mis coyotes no parecían llevarse bien con los tres de afuera. Tom, el jefe, lo dejó bien claro con tres balas. Así que no tendrán muchos amigos en Paloverde. Si llegáramos a tiempo de dar el aviso de lo ocurrido… lo mismo aún podemos hacer algo.


—Le dí a la señorita las señas de alguien de confianza con quien realizar los papeleos, en lugar del que la espera allí. Si acude a él, quizás tengamos alguna oportunidad. A estas horas estará llegando al pueblo: una joven del este rodeada de esa banda de canallas hambrientos de oro. Espero que sepa encontrar la suficiente entereza, entre tanta alimaña, como para poder acordarse y acudir a quien toca.


—Lo mismo digo. Pero de momento, poco podemos hacer, salvo, quizás, echar un buen sueño.


Se recuesta en el asiento y cierra los ojos dejando que el mundo pase a su ritmo y su cuerpo acuda a ese recóndito lugar donde siempre encuentra la paz y recupera las fuerzas.

lunes, 21 de septiembre de 2020

Protección

 

La pared escarpada se pierde, atrás, en el horizonte. Más adelante, se extiende eterno el suelo rocoso, cubierto de polvo, y la presencia ocasional de algún coloso de piedra que observa con la calma de siglos acumulados, el pequeño grupo de jinetes que atraviesa sus territorios.


La señorita del este va en su propia montura, una de las que dejaron libres los jinetes que abandonaron este mundo. Lleva un pañuelo en la cabeza protegiéndole del sol; ningún mechón de pelo rojizo asoma ya. Cabalga firme, seria, correcta, manteniendo de nuevo su naturaleza encerrada entre los férreos cánones de su feminidad civilizada. El de los ojos profundos retiene la riendas de su caballo, hasta quedar junto a ella.


—Disculpe, señorita...


—O'leary


—Señorita O'leary, no debe preocuparse de nada. Está entre amigos. Nuestra única intención es acompañarla hasta Paloverde y que allí pueda hacer sus gestiones sin que corra ningún peligro.


—Sr…


—Llámeme Tom.


—¿No tiene apellido?


—Tom está bien.


—¿En tal caso, podría llamarle Tomas? Me tranquiliza, y tiene cierto aire distinguido.


—Como quiera…


—Verá Sr. Tomas, lo cierto es que mi vida no ha corrido ningún peligro hasta que, por alguna razón, se conoció el motivo de mi visita a Paloverde. Curiosamente toda amenaza, toda muerte y todo ataque ha venido, de la gente que, como usted, decía quererme proteger. Y lo cierto, perdone el atrevimiento, es que pienso que todo esto no es más que una escusa para aprovechar y cobrar lo estipulado por mi protección, además de llevar a cabo viejas guerras personales.


—Señorita O'leary, esos pensamientos oscuros no harán sino dañarla.


—Pero, Sr. Tomas, ¿cómo no voy a tener pensamientos oscuros cuando todo lo que he visto es muerte? Le confieso que estoy aterrada; atrás hemos dejado al Sr. Holmoak en unas condiciones tan lamentables que dudo pueda seguir adelante.


—Señorita, le ruego no me compare con Henry. Ese individuo es un ser incivilizado, incapaz de comprender y mantener los lazos necesarios para una sana vida en sociedad. Tiene lo que se ha ganado a pulso. Terco e indisciplinado, camina solo y piensa únicamente en el aire que respira. En su mundo no existe más que él y cualquier otro se convierte en un extraño que poco hace salvo estorbar. Es una víctima de su propio ser; no puede confiar en nada ni en nadie, no puede sacrificarse por el bien común y, tenga por seguro, que si en algún momento llegara a depender de él su bienestar, puede darse por perdida. Con nosotros, en cambio, no le pasará eso. Estamos aquí para protegerla, si ha tenido miedo, puede relajarse, nada ha de dañarla estando a mi lado.


—Pues verá Sr. Tomas, le ruego me perdone de nuevo, pero yo he percibido en el Sr. Holmoak a otro ser. He visto a alguien que ayuda cuando es necesario, pero que no tiene por qué quedarse después; alguien que necesita su espacio, que gusta de estar solo y disfruta la compañía. Y le he visto sacrificarse por otros, cuando lo ha considerado oportuno, sin proclamarlo a voces y sin que ello le beneficiara en modo alguno. Comprendo que mi juicio no está preparado para tales valoraciones, pero le veo a usted con sus hombres y no puedo apartar de mi mente la idea de que habla de comunidad y sociedad porque desde su posición le es provechosa; y me atenaza la duda de qué pasaría si alguno de los que forman su «comunidad» se negara a obedecer sus órdenes.


Cae un silencio sepulcral y algunos de los jinetes acercan levemente sus monturas hacia los hablantes.


—Dice bien, no está capacitada para valorar las complejidades de la sociedad humana. Lo cierto es que hay labores que uno no puede hacer, y se necesita más gente. A veces es necesario agruparse para defenderse y salvaguardar los intereses comunes. Y, aunque pueda parecerle desagradable, la única forma de permanecer firme, pese a todo lo que venga, es mediante una fuerte determinación, un orden adecuado y una disciplina que haga que todos los integrantes realicen bien su tarea. Estos hombres vienen conmigo porque saben que les va mejor que estando solos; y no porque yo lo diga, sino porque lo han visto con sus ojos y lo han disfrutado en sus bolsillos; es algo innegable.


—Y aún así hay quienes no quieren verlo, ¿es eso lo que quiere decir? Como el Sr. Holmoak.


—Eso es. La vida es enfrentamiento, y solo los más preparados prevalecen. Solo hay dos opciones: puedes intentar liderar o asociarte a otros más capaces. Los que, como el Sr. Holmoak, desdeñan esa realidad, simplemente son apartados.


—Comprendo. ¿Y no podría ocurrir, disculpe de antemano mis palabras, que de tanto estar pendiente a los enfrentamientos, acabemos por vivir más en ellos, en esa maraña de tácticas y estrategias, que en lo que deseábamos proteger?


—Tiene usted una lucidez instintiva, bastante desconcertante. Le pondré un ejemplo, solo eso, un ejemplo. Podríamos irnos, dejarla aquí, incluso regalándole el caballo; no diríamos a nadie donde está, ni contaríamos su situación personal. De esta forma, habríamos conseguido mantenerla al margen de todo, pero a la vez la habríamos condenado a una muerte segura, incapaz de valerse en este medio ni de encontrar el camino a seguir.


—Entiendo lo que dice, y es terrible.


—Exacto, por eso mismo le digo; no va a estar en ningún sitio mejor que junto a nosotros.


—Pero es que, de ese modo, es esa misma protección que me ofrece la que me mantiene encerrada. Seguiré con usted por miedo a que pase otra cosa y, al final, esa relajación que usted me promete nunca tiene lugar. ¿Le ocurrirá algo similar a alguno de sus hombres?


Uno de los caballos relincha, se mueve nerviosa alguna que otra montura y en el omnipresente silencio comienza a apreciarse cierto rumor de mentes.


Los ojos profundos se entrecierran y parecen adivinar cierto amago de sonrisa en la delicada cara de la señorita del este.


—Bueno, ya basta de ensoñaciones. Lo que importa es que llegará sana y salva a Paloverde. Usted obtendrá lo suyo y nosotros lo nuestro. Cuando tenga su dinero, podrá ahondar más en este tipo de pensamientos y seguramente acabe contratando a uno como yo y mis hombres para tener tiempo de sobra para ello.


Alza la mano y mira a su alrededor, reconociendo los rostros compungidos de alguno de sus hombres.


—¡Señores, queda poco para Paloverde! ¡Lo difícil ya está hecho! ¡Por si alguno lo olvidaba, esta vez la cosecha es la mejor que halláis visto: whisky bueno, buenas cartas y los muslos calientes de una o varias mujeres; esta vez, sin preocuparse por la escasez; y un baño caliente si es que alguno de vosotros se preocupa mínimamente por esos menesteres, panda de sabandijas!


Estallan las risas y varios disparos al aire rescatan los ánimos del fango y animan las bestias hacia el pueblo de Paloverde.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Una charla

 

El sol golpea fuerte, dobla las imágenes en una suerte de delirio brumoso. Aquí y allá surgen charcos de agua etéreos que todo el mundo sabe ignorar.

Henry cabalga erguido, rostro grave, heridas secas; mirada fija y perdida, atravesando el horizonte. La señorita va con el de los ojos profundos, fría y distante sobre la montura.

Solo se escucha el golpeteo de cascos y el ocasional resoplido de algún animal.

Pasado un momento, el horizonte se encrespa y aparece una pared rocosa que, en honda reverencia, ofrece el descanso de una buena sombra.

—¡Alto! Este es buen sitio. Pararemos un rato a descansar. Dejad aquí las armas para que las recojan los de la diligencia.

El de los ojos profundos ayuda a bajar a la señorita y manda lanzar al suelo a Henry.

Invitan a la señorita a recostarse apoyándose en la pared; rehúsa esta y sigue en pie inalcanzable, tensa y marcial.

Dos de los jinetes cogen a Henry de los hombros y se lo llevan aparte, devolviéndolo al suelo justo en el límite del abrigo solar, quedando él expuesto al horno celestial y a cubierto el resto.

El de los ojos profundos se acerca con calma, dejando tiempo para que el sol devuelva a Henry al infierno.

Se detiene justo en el filo de la sombra, lo recorre con la vista: golpeado, amoratado, herido, con el marrón oscuro de la sangre reseca y la pose temblorosa de quien a pesar de todo se pone en pie.

—Has perdido; no eres ni la sombra de lo que eras. En otro tiempo hubieras aguantado esto y más, pero ahora... no queda nada de ti; salvo ese patético orgullo cogido con hilos.

Respira quebradizo, mientras se tambalea de un lado a otro para guardar el equilibrio. Traga la ausencia rasposa de saliva y se dirige al de los ojos profundos.

—¿Sabes? el orgullo es como un arma vieja. Si sabes cómo empuñarla te irá muy bien; pero si no vas con cuidado, puede reventarte en la cara.

Se abren los ojos profundos al verlo dibujar una sonrisa en el rostro. Entorna de nuevo la mirada y paladea la boca seca antes de contestar.

—Esa cara habla por sí sola. He acabado contigo, Holmoak. No hay nada que puedas hacer, salvo capitular.

—¿Tú? —escupe al suelo que cuece y bebe el rojo de la sangre— Mira adónde estamos; todo lo que has tenido que mover para tumbarme. Tú no has acabado conmigo, no me has traído hasta aquí, Tom; habéis sido unos cuantos más. En todo este tiempo, yo he seguido haciendo lo que consideraba oportuno, y así seguiré haciendo pase lo que pase.

—Todo esto no ha sido por ti, amigo. Es por aquella chica, porque llegó a nuestros oídos que vale su peso en oro, en Paloverde.

—Engáñate si quieres, pero si es la chica lo único que quieres, ¿por qué estás aquí, perdiendo el tiempo conmigo? Más tiempo, perdido conmigo, amigo.

La punta de uno de los zapatos remueve con nervio la tierra en la sombra. Digiere la charla y arremete de nuevo.

—Mucho tiempo sí, lamentablemente esto ha ido demasiado lejos como para dejarte con vida. Firma, Henry. Es la única salida.

—Siempre hay otra opción...

—¿Quieres morir?

—Yo no me muero, eres tú quién me mata. Durante todo este tiempo he hecho lo que he considerado adecuado. Si tus amenazas no han funcionado antes, no lo van a hacer ahora.

—Nadie sabrá de ti cuando caigas. De nada servirá tu cadáver.

—¿Qué importan los demás? Cuando pase un tiempo sin aparecer por casa, mis tierras tendrán un nuevo dueño, tal y como está designado. Yo habré muerto haciendo lo que me pareció correcto y mi muerte se convertirá en el recuerdo permanente de tu fracaso.

Se dirige, instintiva, la mano del de los ojos profundos hacia la empuñadura del revólver. Pero el eco de las palabras la detiene, justo antes de invocar la muerte.

—¡Señor, jinetes! —irrumpe la voz de uno de los hombres.

—¡Maldita sea!, quedaos con él; que no se mueva de donde está.

Recoloca el sombrero, entorna los ojos profundos y sale al mar de luz incandescente para encontrarse con los tres jinetes que se acercan a galope tendido.

Se planta en medio, con las piernas ligeramente extendidas y las manos, prestas, descansan a ambos lados.

—¿Qué hacéis aquí? La chica es nuestra.

De los tres jinetes, uno con rostro seco y cicatriz es el que se decide a contestar.

—Nosotros somos quienes hemos hecho todo el trabajo.

—No pudisteis detener la diligencia. Fuimos nosotros quienes los capturamos al otro lado del túnel.

—Fue nuestra sangre la que se vertió.

—Ese no es nuestro problema. Haber acabado con ellos cuando tuvisteis oportunidad.

—Verás, Tom, ahora mismo puedes decirnos lo que quieras. Nosotros solo somos tres, vosotros más. Además, no dudo de que en caso de disparar, tus balas vayan mejor que las nuestras. Pero no es eso lo que importa.

Observa el jinete a sus compañeros, en busca de refuerzo. Y vuelve la mirada a los fríos ojos profundos.

—Lo que importa es que Paloverde es nuestro. Ahí es donde os dirigís con la señorita y no quiero contaros lo que podría pasar si os ven llegar sin nosotros.

—Podíais haber caído en el ataque a la diligencia.

—Podríamos, pero no ha sido así.

Se extienden los dedos, se acerca rápida la palma y brilla en el cañón un destello con el amartillar del arma. Los jinetes echan mano de sus armas, pero solo uno llega a cogerla, justo cuando se escucha el tercer disparo, y afloja muerto el pulgar sin haber podido hacer su trabajo.

—Parece que sí.

Entran de nuevo los ojos profundos en la sombra. A la espalda quedan los tres cadáveres y el cuerpo maltrecho de Henry que continúa en pie, sin importarle la escena que acaba de presenciar.

Se detiene un momento el de los ojos profundos. Comienza a extender la mano, pero de nuevo el eco de aquellas palabras le obliga a parar. Mira hacia la señorita y, sin darse la vuelta, se dirige a los dos hombres que están junto a Henry.

—Nos vemos en Paloverde. Encargaos de él.

lunes, 7 de septiembre de 2020

La caza


A través de la mirilla, absorbe el traqueteo de la diligencia, anclada en el lejano grupo de jinetes que poco a poco va saliendo del camino. Demasiados como para haberles hecho frente allí, debe mantener las balas, hasta que esté segura de no errar el tiro.


—¿Sam? —Jake mira hacia atrás mientras espera expectante alguna respuesta por parte del conductor.

—Hay un pasaje más adelante, quizás allí...

—Adelante, entonces, no nos queda otra.

En el interior de la diligencia los nervios se erizan en medio del silencio. Los Howard mantienen el revólver en alto y entrelazan sus manos con una sonrisa cargada de temor en el rostro. El viejo deja un momento el revólver en el asiento, sorprendentemente pesado, rebusca en uno de sus bolsillos y se dirige a la joven del pelo de fuego que con los ojos fieros y abiertos ase con fuerza el revólver.

—Si algo pasara, cuando llegues a Paloverde ve a esta dirección y pregunta por Tobías Edevane. Él se hará cargo de todo el papeleo...

No hay respuesta. La joven se limita a coger el papel y asentir con una sonrisa enarcada en los ojos.

Se balancea el vehículo y suena la voz de Sam, junto a retumbar de cascos y metal de rueda contra polvo y roca. El tiempo se estanca y los segundos entran en un loco pulso entre la salvación y la muerte.

Patty invoca el primer disparo, allá en la cima de la diligencia, atraviesa el cielo y quiebra la espera, derribando una de las pequeñas figuras que los persiguen.

—¡Son muchos, Jake! ¡Y estos saben ir en grupo!

Resopla Jake. Deja a un lado la escopeta y toma un rifle. Se gira sobre el pescante, apoya el cañón sobre la pequeña barandilla del techo de la diligencia y espera el momento adecuado en que saltos, distancias y nervios le den un respiro.

—¡Apunta bien, no vaya a morir por un balazo tuyo!

Jake se limita a escupir un siseo entre dientes mientras asegura el objetivo, presiona el índice y nota la liberación de toda resistencia metálica. Empuje seco en el hombro, fogonazo contenido y potente y casi puede ver el proyectil aullando hasta morder con fuerza a uno de los jinetes que no cae pero trastoca su figura incapaz de mantenerse completamente erguido. 

Invoca otro trueno la reverenda desde su Olimpo y besa otro jinete el suelo. Se une Jake a su canto y con dos estruendos forja un nuevo caído.

—¡Con ese van cuatro! ¡Ahora empezaremos a tener problemas! ¡Dile a Sam que aligere!

Se gira Jake hacia el conductor y una bala recorta su perfil.

Sam clama el látigo en el aire y restalla potente su voz. Tensan los músculos, bufan las bestias y se encrespa el mar de crines, mientras el fulgor rojo de la diligencia cruza veloz el árido paisaje. Detrás, el grupo de jinetes se acerca y divide su formación en varios frentes.

—¡Van a marearnos, Jake! ¡Los del centro son míos! ¡Apunta a los que quieras y no los sueltes!

Dispara la reverenda; las balas responden, y devuelve esta el fuego hacia aquellos que mejor colocan los plomos.

Defiende Jake su frente buscando el máximo de cobertura. Y se esfuerza por seguir disparando cuando silba la muerte cerca, una y otra vez.

La cercanía de la tumba encrespa los nervios y desvía los tiros. Hay que apretar los dientes, tragar saliva y, entre un mar de balas, aguantar la bilis, tomándose el tiempo necesario en apuntar. Y aún así, siguen acercándose...

—¡Sam, se nos echan encima! ¡No aguantamos hasta el pasaje! ¡Vas a tener que sacarnos de aquí!

Un par de balas refuerzan el argumento de Jake. Sam toma con fuerza las riendas y gira el primer par de bestias hacia la izquierda, mientras acelera y guarda el equilibrio con el resto. Con el giro uno de los laterales de la diligencia se expone ante los jinetes, detonan su armas los Howard y fuerzan a los jinetes a variar el rumbo.

La diligencia sale del camino, devoran los cascos la roca y soportan heroicas las correas de cuero la caída del pesado habitáculo, una y otra vez, tras cada salto. Sigue su loco bamboleo hasta entrar en una de las sendas, pedregosa y estrecha, que va siendo engullida, poco a poco, por una garganta.

Los jinetes se dividen. Tres siguen la senda y caen ante el rifle de Jake y la ira de la reverenda. Otros siguen la diligencia desde arriba de la garganta: dos a un lado, y tres más acechando desde el otro.

La guerra es ahora entre la cima de la garganta, que sube y baja conforme avanza el camino, y los que están afuera de la diligencia. Desde dentro, a través de la ventana, solo pueden ver la pared de tierra amarillenta.

Evitan exponerse los jinetes, enviando algún disparo ocasional, ante la erizada defensa de Patty y Jake. Y esperan a que, al disminuir la altura de la garganta, emerja de nuevo la diligencia.

—Jake, ahorra balas y nos vamos cubriendo para recargar. ¿Cuánto falta para el pasaje?

—¡Estamos cerca! —contesta Sam y al decirlo, siente la eternidad de lo poco que queda por delante.

Una de las balas muerde a Jake en la pierna. Manda plomo hacia allá la reverenda y se lleva por delante a uno de los jinetes. Deja algo de espacio el resto, para tantear un nuevo ataque, para templar los nervios.

—¡Ahí está!

Tras coronar una leve cuesta, se ve ya el pasaje. Túnel excavado en alto muro de roca. Renuevan los ánimos y emergen las ganas. Aviva aún más a los animales Sam. Y hacen acopio de valor los jinetes ante lo inminente del final.

De un lado se acercan tres, disparando sin parar. La lluvia de plomo vuela errática, hiriendo el habitáculo y cortando, en roce seco, el costado de Patty.

Jake y la reverenda responden el ataque y desde el otro lado salta el único jinete que queda en pie en su frente, hacia el techo de la diligencia. Falla por poco y consigue agarrarse a la barandilla. Con movimiento felino abre la puerta e irrumpe dentro detonando pólvora, llenando de fuego y ruido la pequeña sala.

La bala no encuentra dueño, pero llena el espacio de confusión y nervios. El jinete amartilla de nuevo, dispara hacia los Howard que se agachan intentando evitar el disparo y apuntan incapaces de asegurar el tiro sin dar al resto.

Pasan las ruedas un saliente de roca, se aferra Patty al techo sin soltar el rifle; dispara Jake desde el pescante evitando que cualquiera se acerque.

Dentro el jinete pierde el equilibrio y se coge al marco de la puerta con una mano para evitar caerse. Con la otra dispara al viejo, enviando al cielo los anteojos, volándole una oreja.

Dos ojos brillan con furia y observan, desde un lateral, al enemigo. Se eriza rojo el pelo y apunta con cuidado, alineando cañón y cráneo. En un pestañeo, justo antes de apretar, visualiza el cascarón seco de carne fría y ausente... algo chasquea dentro. En un segundo desamartilla, coge por el cañón el arma y estrella la culata contra la mano que se aferra con fuerza al marco. Tensan los dedos ante el dolor, soltando el asidero y cae el jinete por la puerta al vacío, rodando por la roca y el polvo del exterior.

—¡Ahí está! ¡Vamos, solo un poco más!

Casi pueden tocar el muro rocoso. La alegría prende en las entrañas, ignorando heridas y balas, calentando el alma. Y el espíritu henchido decide seguir a pesar de todo, transformando la adversidad en el empuje necesario para atravesar el último umbral.

Giran los radios hasta formar el disco liso sin fisuras. Cabecean un poco más los animales, con el rostro sudoroso de un Sam que adelanta, afianza y equilibra el bote, mientras desde todas las posiciones surge una lluvia de balas con el único objetivo de mantener a raya al enemigo.

Y así llegan al pasaje. Se adentra la diligencia y aflojan el ritmo los jinetes evitando ponerse a tiro.

Brilla fuerte la luz del sol al otro lado. Notan Jake y Sam la suave brisa de un cielo abierto y calmado. Abandonan la caverna volviendo al mundo como si nunca antes hubieran estado vivos.

Y allí, bajo el azul del cielo, sobre el dorado de las altas hierbas; dos ojos profundos y hundidos acompañados de 15 rifles les esperan.

—Esto se acaba aquí, caballeros. Hagan el favor de bajar y entregarnos a la señorita. Será lo mejor para todos

Dos hombres se adelantan y dejan sobre el suelo el cuerpo maltrecho de Henry. Entre el rostro amoratado y la sangre se distingue la mueca de una sonrisa y tras escupir sangre saluda a sus compañeros.

—Esto es lo único que conseguirán si se resisten. Sean razonables, no pueden seguir adelante ni dar media vuelta. Solo queremos a este caballero y a la señorita.

Los labios están sellados, piensan las mentes rebuscando cualquier salida y todas las sendas llevan al mismo e ineludible destino.

—Iré. —asoma la melena roja que baja de la diligencia y se sitúa frente al tipo de los ojos profundos— Pero a ellos déjenles en paz y a él también —señala hacia un Henry que, dolorido, acierta a saludar entre temblores con la mano.

—Él está aquí porque quiere. Tiene fácil llegar a un acuerdo, pero no quiere ceder y por ello caerá.

—Lamento decirte que la responsabilidad de tus actos no es mía, maldito canalla.

Se tuerce el gesto del de los ojos profundos y a duras penas consigue evitar la réplica.

—Bien caballeros; las armas, por favor. Las dejaremos un poco más adelante, para que puedan recogerlas cuando su cercanía no sea un peligro.

La incredulidad y la rabia se agolpan mientras ven alejarse a la señorita que extrañamente volvía a recuperar la rigidez marcial de la impuesta feminidad del este.