lunes, 18 de noviembre de 2019

Quincalla


Decían que era inútil buscar el lugar, que la única forma de verlo era encontrárselo. Y al final resultó ser cierto.

Dos receptores sobrepasaban las copas de los árboles. Hacía tiempo que no funcionaban, pero allí seguían guiando a todo aquel que quisiera acercarse.

Jubo había oído algún que otro rumor acerca de Quincalla, pero eran sólo eso, rumores, y la mayoría se contradecían. Si bien, todo el mundo estaba de acuerdo en que decidió quedarse hace mucho y que era la única que lo había conseguido, nadie sabía cuánto llevaba allí. Las apuestas oscilaban entre los dos y los cien años. Todo en Quincalla era igual. Dicen que ya no busca, que solo encuentra, que ha cambiado a otro lugar en el mismo espacio, que ve dos veces y otra sarta de majaderías: algunas dichas por ella, otras cocidas a fuego, con buen licor, en las charlas de los buscadores.

Cuando Jubo se acercó a la pequeña cabaña, Quincalla estaba fuera reparando uno de los molinos de viento hechos con ramas y fibras vegetales; justo entre el recogedor de lluvia y un cobertizo donde asomaban mil y un cachivaches destinados a funcionar sin electricidad ni combustible alguno.

Era una joven alta, robusta, de ojos color roble, rostro áspero como el olor resinoso del entorno y una sonrisa honesta, amplia y generosa que guardaba cierto guiño de melancolía agridulce.

Jubo se acercó haciendo ruido como hacen los del gremio, pues allí la soledad no ha de romperse de golpe. Pero ella continuó a lo suyo.

—Hola —dijo él antes de acercarse del todo.

Ella se giró y sonrió.

—¡Hola, bienvenido a mi casa! Ahí tienes agua. ¿Qué tal si te refrescas un poco y me echas una mano con esto?

Tuvo la sensación de haber estado allí toda la vida. Pegó un par de buenos tragos y se puso a ayudarle con los molinos.

—¿Cuánto llevas? —Dijo ella mirando hacia el bordón de exploración.

—Semanas...

Él mantenía un poste mientras ella, desde lo alto de una escalera, ataba una de las aspas.

—¿Y has encontrado algo?

—Varios refugios; tengo 6 o 7 extractores llenos.

Quincalla se giró mirando hacia abajo.

—¿Algo más?

Jubo dibujó media sonrisa y cierto hormigueo agradable le recorrió la nuca.

—Bastante más.

Dejaron todo bien atado y colocaron el juego de cuerdas y ruedas que aunaba la fuerza de todos los molinos.

—¡Bueno, pues ya está! ¿Te apetece comer algo?

—Siempre.

Quincalla señaló hacia un pequeño claro rodeado de pinos, frente a la casa, donde descansaban cinco tocones dispuestos para poder sentarse alrededor de una sencilla mesa, hecha a partir de un gran tronco de madera.

—Ponte cómodo, ahora traeré algo para matar el hambre.

Jubo se sentó y puso su cantimplora encima de la mesa.

Llegó ella con un cuenco lleno de frutas, una botella con dos vasos y algún tipo de pastel salado o empanada.

—¡Vaya, me alegro de conocer al tipo grande de la cantimplora!

—¿Me conoces?

—La gente aquí viene, come, bebe y cuenta cosas. ¿Me darás a probar, no? —Sonrió ilusionada.

—Por supuesto —contestó él mientras le pasaba el caldo.

—Jajajja, ¡pues sí que es verdad lo que dicen! El primer trago es malo con ganas y bastante fuerte. Pero el regusto tiene muchos matices y deja ganas de repetir. ¿Puedo contribuir?

—Claro, adelante.

Ella abrió la botella y echó parte del contenido en la cantimplora, removió un poco y se la pasó a Jubo.

—A ver qué opina el entendido.

Él dio un trago y dejó el caldo en boca hasta notar el vapor al respirar. Entonces tragó y se quedó un segundo paladeando.

—¡Juas, siempre va a mejor! —Dijo y le lanzó la cantimplora.

—Jajajja, ¿así que esta es mi aportación? —dijo ella tras echar un buen trago.— Pues sí, le doy cierto toque más que interesante.

—Bueno Quincalla, ¿y a qué te dedicas?

—Vivo aquí.

—¿Ya no buscas?

—No, ahora cambio cosas que fabrico por información.

—¿Qué tipo de información?

—Esa información —dijo mientras señalaba los extractores— sólo pido echarles un vistazo; luego te los puedes llevar para venderlos. La erosión suele  afectar antes al reproductor, así que poco tienes que temer. A cambio te ofrezco uno de los objetos que fabrico.

—Parece interesante. ¿Qué objetos tienes?

—Mmmm... —Quincalla se quedó observándole un momento— Vale, creo que tengo algo para ti.

Entró en la casa y salió al rato con tres pequeñas cajas de madera.

—Aquí tienes, si te interesa solo tienes que coger una de las tres cajas. La única condición es que no puedes abrirlas.

—¡Venga ya! ¡No jodas! ¿Y si no tienen nada? ¿Además, qué falta me hace a mí un cacharro de estos?

—Anda cógelas, verás que hay algo dentro. ¿Qué tienes que perder? Los extractores te los llevas igual, vas a sacarles el mismo provecho. Además, el material con el que trabajo no vas a encontrarlo por mucho que busques.

—Venga va...

Cogió cada una de las cajas a fin de sopesarlas e intentar adivinar lo que podía haber en su interior. Todas ligeras, con algo pequeño en su interior. Más al tomar una de ellas le vino el mismo olor que notaba al estar ante un buen filón y el rostro le cambió.

—¿Esa, eh? Sabía que una de esas tres te interesaría. Ábrela, venga— Sonreía, divertida, con los ojos iluminados de una chiquilla.

La madera se encajaba por presión; al extraer la parte de arriba apareció un colgante y, por un instante, el olor fue mucho más intenso. Se lo colocó alrededor del cuello y, aún sorprendido, buscó en la mochila los extractores.

—Pues, gracias... Aquí tienes lo acordado.

—Gracias a ti —contestó y entró en la cabaña con los extractores.— Estás en tu casa, mira lo que quieras; tardaré un rato.

Jubo observó el cobertizo, la zona de los molinos, los huertos y la pinada entre la que descansaba la sencilla cabaña de madera sobre la que se alzaban aquellos receptores que lo habían atraído como un faro.

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