Sobre una colina de espaldas escarpadas al mar, observan como el pedazo de tierra escogido se estrella
contra un bosque frondoso; sólo un estrecho camino sirve de cordón
umbilical con el exterior.
Un elegante traje de lino blanco,
bastón de talla con empuñadura de plata y sombrero de paja, se
mantiene erguido analizando las posibilidades; mientras un pequeño
par de zapatos izquierdos raídos, lanza continuamente miradas en
busca de aprobación.
Peldaños de madera recorren la pared
desconchada hasta el corte parduzco de teja antigua. Arriba, observando
el cielo vacío, Lanturo juguetea con unas pocas monedas mientras
recuerda, tiempo atrás, los años pasados en Sorga. Las tardes de
jugo de naranja, nieve, chocolate y canela. Los paseos por los
muelles junto a Dría, la nodriza, comprando enseres traídos de los
confines del mundo. Y aquella cantidad de dinero que parecía no
acabarse nunca; cuando el problema no era tener, sino esperar.
Una sala enorme... atestada de sillones
serios... atlas tapizados soportando inmensos culos señoriales.
Rostros grotescos... miradas fijas en un mismo rumbo... sonrisas
rotas de mezquina superioridad. Sólo uno parece perdido. Camina
tembloroso a través del estrado y se agarra al atril. Los
puños, blancos de la presión, apenas notan el frío del metal.
Intenta levantar la vista pero una terrible tenaza aprieta su cuello, pinzando las vértebras y ejerciendo la
fuerza necesaria para obligarle a consentir de nuevo.
Llevaba una semana con el alma torcida,
incrustada en el cuerpo, añorando mandar. Cansado en el fondo del
paso correcto, jodidamente mundano. Deambulaba de
noche, haciendo paradas a tragos oscuros, mientras de día seguía el
ritmo adecuado; cadencia intachable de un ciudadano más. Fue fácil
seguir el nuevo rumbo de noches insólitas y figuras forzadas estallando libremente. Cuando
rebasas la falta de sueño llega el momento de sentarse con calma y
tomar un café.
Todo empezó cuando, trasteando fotos
viejas, le presentamos a Ángela el cerezo que sus abuelos plantaron
al nacer mi esposa. Como era de esperar, la
pequeña quería su propio árbol. Decidimos enseñarle los distintos tipos de
árboles y darle un par de semanas para que escogiera su compañero de viaje. Cuatro días después, vino con una de esas sonrisas que salen al descubrir
la llave del mundo, nos dijo que había encontrado su árbol, extendió la mano y mostró una pequeña perlita de
plástico.