Surgen de la nada: gargantas enrojecidas, semblantes erizados y ojos de arma cargada. Conductor y acompañante bajan, manos en alto, pidiendo colaboración. Los pasajeros salen, uno a uno, entregando las armas. Sucias zarpas agarran el flamante rifle del Sr. Ward y algo se quiebra dentro de él. Destripan el equipaje, desdeñando joyas, collares y relojes. Hurgan entre los despojos, obteniendo 150 dólares. Pero siguen hambrientos.
Vuelven a mí, pese a haber arrancado 50 dólares de mi bolsa de mano y
cerca de 60 que guardaba en el forro de mi pamela azul. Ruego por mi
vida, asegurando que no dispongo de más dinero encima, que, de no ser
así, con gusto se lo daría y que todo cuanto poseo está actualmente en
la ciudad, en poder de mi nuevo procurador el Sr. Webber. Mas no sé si
no consigo explicarme, si ese hilillo de voz que mana de mi garganta no
acaba de salir o sencillamente no quieren escucharme; pues, pese a todo,
su ataque no cesa.
Los pasajeros se mantienen en segundo plano, inquietos, con alguna sombra de movimiento instintivo que no acaba de cuajar. El Sr. Ward permanece erguido junto a ellos, distante, mirando a través de los agresores con los ojos cubiertos de ceniza y el rostro desencajado por la vergüenza.
Una de las fieras se acerca y comienza a inspeccionar mi vestido; poco a poco aparta la tela y tantea mi carne con sus garras. Las risas del resto suenan toscas y artificiales, un aullido de grupo creado para animarse a seguir. Busco, dentro de mi cabeza, la pequeña ruedecita que me permita apagar el quinqué y dejar de mirar.
Dos de los pasajeros alzan la voz; quebradiza en inicio, va tomando fuerza alimentada por la atención de los depredadores. Dejo de notar el manoseo sucio y pegajoso, pero sigue presente el fétido aliento de alimaña. Algunas bestias gruñen a quienes les recriminan su proceder y, por un momento, todo parece detenerse. Es entonces cuando se escucha un golpe seco, una de las fieras pierde su arma y cae al suelo; acto seguido, suena el estruendo de dos montones de pólvora prensada estallando casi al unísono. Mi atacante cae manchándome el vestido de sangre y el Sr. Ward muestra una sincera sonrisa antes de exhalar su último aliento, ejecutado por su anhelada arma.
El resto fue cosa de segundos. Cuando quise darme cuenta, algunos pasajeros consiguieron armarse; los asaltantes, más preocupados de llevarse el botín y a su compañero herido que de presentar batalla, llenaron el cielo de balas para asegurar su huida.
-¿Y dice usted que se llevaron el rifle del Sr. Thomas Ward?
-Eso es, inspector.
-Ese rifle se lo regaló su difunta esposa cuando fue nombrado sheriff de Graysand; se trata de un encargo, un arma única. Vamos, que hay que ser estúpido para llevar un sello así encima; eso facilitará mucho las cosas. Aún así, ¿recuerda algo de sus agresores?
-Recuerdo que el que me atacó era calvo y tenía una profunda cicatriz que iba del medio de la cabeza hasta una de sus cejas. Del resto no puedo decir mucho, no soy capaz de fijar sus caras en la memoria; vestían, eso sí, como gente de los barrios bajos.
-No se preocupe, eso bastará. Haremos todo lo posible para coger a esos bastardos, señorita. Si han vuelto a la ciudad, no será difícil descubrir su identidad, tenemos informadores. Si, por el contrario, han huido, deben estar ocultos en el bosque. Es cuestión de tiempo que los encontremos.
-Le estoy muy agradecida. Debo confesarle mi sorpresa por la prontitud con que ha respondido.
-Para eso estamos, señorita Seanlan. Tengo entendido que pretendía abandonar la ciudad, permítame disuadirla; con esa gente suelta por ahí, no sería del todo recomendable. ¿Por qué no vuelve a su casa y deja que sus amigos la cuiden? La señora Wilberd ha preguntado por usted, parecía muy preocupada.
-Así haré, inspector. De nuevo, muchas gracias por todo.
Salió de la comisaría y volvió a su casa. Buscó en los armarios la vieja falda parda sin vuelo, el sombrero de redonda ala ancha, un par de camisas de tela recia y botas de viaje. Escudriñó los cajones del despacho hasta encontrar la pequeña Smith&Wesson de 7 disparos y la guardó cerca del vientre, oculta dentro de la camisa, tras un fajín granate.
Libre de equipaje, cerró por última vez la puerta de casa. Fue a ver al Sr. Webber, tomó dinero para viajar en la próxima diligencia y dio las instrucciones necesarias para hacer efectivo cualquier envío de capital que fuese necesario.
Dejó atrás la última de las calles del que había sido su barrio; le pareció ver a lo lejos a la señora Wilberd caminando decidida, hacia su casa, con una amplia sonrisa triunfal marcada en el rostro.
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