lunes, 14 de abril de 2014

Primeros visitantes

Pisadas rápidas abandonan la diligencia y recorren la calle central, seguidas por surcos continuos de talones arrastrados junto al goteo insistente de sangre derramada. La ausencia de palabras contrasta con el ritmo frenético, entre quejidos y sollozos, moviendo a unos, calmando a otros y poniendo toda la atención en aquel que consiguió sacarles con vida del mismísimo infierno.

-Jonowl, ¿cómo va esa parihuela?

-Dos minutos más; en cuanto la tenga recojo a Ángel. ¿Cómo está?

-Le hemos puesto la tela bien apretada y la tira de cuero, pero eso se dobla como si no hubiera hueso dentro...

DeLoyd observó la calle engalanada, bajo el festivo sol del mediodía, cubierta por cuerdas que zigzagueaban de uno a otro lado, repletas de pequeñas tiras de papel, postes de vivos colores a ambos lados de la entrada y la gigantesca pancarta celebrando la llegada de los primeros visitantes. En medio de aquel alegre pasaje, Edgar y Charles llevaban a un hombre que, con los ojos ausentes, apretaba con todas sus fuerzas un pañuelo ensangrentado contra el rostro. DeLoyd dejó a un lado aquel espectáculo y entró en el saloon.

Habían hecho un buen trabajo, todo bien dispuesto, con los adornos justos para sorprender, sin el exceso de lo recargado. Junto a las bebidas, el espejo nuevo rivalizaba con los cuadros estratégicamente situados y aquella barra de talla noble pero sencilla, pulida con cera oscura, que invitaba a remojar la garganta. Vera y Kornelius entraban de nuevo, tras llevar tiras de tela, sacadas de sábanas y cortinas. DeLoyd puso tres copas y con un gesto les invitó a sentarse.

-Bien, parece que vamos controlando la situación.

-¿Pero qué demonios ha ocurrido? Uno de ellos tiene tal corte en la mejilla que puedo ver la mandíbula entre rosetones de carne.

-Nadie esperaba lo que ha pasado, pero tampoco es tiempo para preguntas; ahora solo nos queda solucionarlo. Recuerdo cierta táctica, usada por algunos ahijados de la política para forjar fieles seguidores. Se basaba en generar un gran daño durante un breve espacio de tiempo, seguido por la amenaza etérea de algo peor; cuando todos los esfuerzos se concentraban en resistir y temer, entonces llegaba la solución de manos del mismo que creó el daño, acompañada de una golosina seca e insípida que, en contraste, nada supo tan dulce. Pues bien, el daño ha llegado y no ha sido cosa nuestra, pero podemos solucionarlo y suministrar el dulce a esta gente.

-Ya veo por donde va. Algo diferente, para que estén cómodos; que recuerden este como un lugar de descanso y no como parte de lo que sufrieron.

-Veo que lo ha comprendido a la perfección, señorita O'hara. Ahora mismo se encuentran en casa de Tabitha, recibiendo atención médica, hasta que puedan ser trasladados aquí. Así que disponen de tiempo para prepararlo todo; dejemos las golosinas insípidas para los politicastros, gasten todo el azúcar que sea necesario, el espectáculo es su medio, sé que sabrán qué hacer. Muchas gracias.

Salió a la calle, ahora tranquila, con algunas cuerdas rotas, tiras de tela rozando el suelo y la pancarta, pesada y alicaída. Se acerco a la improvisada enfermería, asomándose antes de entrar. Sobre la mesa se encontraba el conductor de la diligencia, con su rostro redondo y bonachón, de tez tostada por el sol, mirando hacia el techo, con una tira de cuero colocada en la boca, los ojos vidriosos y lejanos por el efecto del láudano y las piernas y brazos atados. Jonowl sujetaba con fuerza su cuerpo, mientras una Tabitha distinta observaba el antebrazo, completamente quebrado, relleno de astillas de hueso.

DeLoyd pensó en llamar y entrar, pero antes de que pudiera alzar la mano, el rostro de Tabitha se levantó, frío y distante, mirando hacia él con la misma indiferencia que si no encontrara más que aire; así que bajó la mano y se quedó expectante. Ella se limitó a hacer un gesto y Jonowl presionó aun con más fuerza el cuerpo. La lanceta emitió un brillo tenue antes de hendir la carne, rápida y certeramente; apenas un quejido apagado y un par de convulsiones respondieron al acto. Jonowl se tumbó bajo la mesa y pasó ambos brazos por los hombros de Ángel, eliminando cualquier posibilidad de movimiento. Los ojos del espectador se abrieron como platos al ver a Tabitha tomar la sierra con decisión y tuvo que luchar contra su propio estómago para soportar la visión del chirrido de dientes sobre hueso. La presión se relajó cuando mano y antebrazo fueron apartados y comenzaron los puntos de sutura. Cuando hubo acabado, Tabitha miró hacia afuera, dando esta vez con DeLoyd e invitándole a pasar.

-No había otra opción -dijo, mientras limpiaba sus manos-. Ahora solo queda cuidarle y esperar que su cuerpo aguante.

-Es un hombre fuerte, estoy seguro de que saldrá de esta.

-Tardó mucho en llegar. En estos casos, prefiero no hacer apuestas...

En el saloon las mesas de juego habían sido apartadas y las camas colocadas formando un semicírculo, con unos calzos en las patas del cabecero de forma que quedaran inclinadas. Charles repartió el guiso que había pasado la madrugada y parte de la mañana cociendo, enterrado entre brasas; un caldo concentrado y compacto, acompañado de tiernos trozos de carne, legumbres y verduras suaves. Cuando hubieron acabado se apagaron todas las luces, excepto las de la lámpara del escenario que iluminaba un pequeño recinto junto al grueso telón granate.

De la oscuridad nacieron las primeras notas de Kornelius; claras en inicio, se alargaban hasta fundirse de nuevo con el silencio; un oleaje calmo y perseverante que continuó hasta arrastrar las toses y los quejidos. Entonces surgió, del telón, la señorita Vera, vestida de un tono apagado, similar al fondo, que aseguraba la inutilidad de forzar la vista; y cantó por primera vez desde que abandonara aquella maldita feria con Kornelius. Su voz brotaba con calma, jugueteando con la notas del piano, variando, serpenteando sedosamente, sin llegar a la ruptura de la sorpresa. Conforme avanzaba crecía a un ritmo tranquilo, llenando poco a poco la sala, asegurándose de llevar de la mano a todos cuantos allí permanecían. Alejó su atención del dolor y les devolvió el ánimo, para, una vez recompuestos, bajarlos de nuevo a la tierra, justo antes de cerrar los ojos y volver al silencio.

Aquella noche durmieron unas cuantas horas seguidas, como un parpadeo, ajenos a los gritos de guerra, las flechas, hachas afiladas hiriendo la carne y los golpes violentos contra un bravo conductor que se mantuvo firme en su puesto hasta llegar a su destino.

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