lunes, 22 de diciembre de 2014

Salud


Atardece. El sol abandona los muros de la vieja misión. El frío azulado aúlla sobre el único habitáculo que, con el techo descarnado, mantiene, intactas, las cuatro paredes que lo conforman. En un extremo, en torno al sagrado altar de dura roca, unas manos disponen las viandas que se han de disfrutar, mientras otras, apilan la leña y colocan los troncos, formando el cuadrado para que el fuego no falte.


El viento no cortaba; se estrellaba contra los muros y trepaba, herido, tornándose bruma. Las manos de Fred dispersaron temblores y chocaron con firmeza yesca y pedernal. La chispa conjuró la brasa y esta gritó humo, hasta que el soplo humano invocó la llama que crepitó y trepó, por astillas y leña, que creció y ardió, asida a los troncos, volviéndose fuego, fogata y, al alcanzar la cima, hoguera. La bruma sobrevoló la estancia, evitando el rojo y naranja, abandonó a las dos figuras que acudían a la mesa, mientras los helores partían y el confortable calor regresaba.

El licor llenó las tazas y estas las gargantas. No tardó en hacerse notar y entonar cuerpos y entrañas. Pronto llegaron las risas, la comodidad y la agradable charla.

-...¿y viste su cara?, ¿el gesto asombrado con que miraba? No creías que fuera capaz, no confiabas... pero solo se trataba de tiempo, de mostrarle las cosas como son. La gente quiere creer, Fred, necesita una razón, una meta, un objetivo; si lo encuentras y consigues mostrárselo, activas cierto resorte que les devuelve parte de su ser divino y comienzan la búsqueda tenaz de lo que su naturaleza ansía. ¡Lo viste libre, Fred, libre! Porque en la tierra también las alas se despliegan. Y hubo sangre, ¡claro que la hubo! Goteó el filo del machete que antes solo cortaba caña; pero fue un acto de libertad, de valentía, el corte preciso de quien tras años de soportar el yugo, tiene enquistada la herida. Quizás caminó con demasiado ímpetu, se liberó con demasiadas ganas, y alguna que otra vida segó, sin que hiciera ninguna falta. Pero piensa por un momento en vivir una vida atado, sujeto a los deseos de otro, pese a que aquello quedara como un error del pasado; y pasas oculto los años, asintiendo cabizbajo, siempre temiendo contestar, por que sabes que llega el palo, la humillación y el castigo que mantiene el ánimo quebrado. Harto de ver a la gente corriente, a millas de distancia, pasar a tu lado; atenazado por el miedo a decir, a contar lo que está ocurriendo, porque tu palabra no vale nada y no puedes obtener respaldo. Pero resulta que no eres el único, que como tú hay otros tantos, todos dispersos en este rincón del condado, donde un grupo de individuos decidió ignorar las leyes y llamar criados a quienes jamás dejaron de tratar como esclavos. Ellos solo necesitaban saber, comprender que las cosas cambiaron tan lentamente que no pudieron notarlo. Que todo comenzó cuando el “por supuesto” se convirtió en un “no” y el “pronto” activó la resignación del “hasta cuándo”. Que siguió con el golpe, apagado de corte o moratón, pero fuerte y vivo en el llanto. Y que fue tomando fuerza cuando “arriba” quedó “abajo”, lo “cerca” permaneció “lejos”, el “derecho” se volvió “queja” y esta tornó rápidamente en “flaqueza”. Cuando “pensar” se volvió un absurdo, “elegir” un privilegio y “libre” un exiguo pedazo, limitado por el tiempo.

Fred vació, otra vez más, la taza de un trago. Notó el caldo rasposo por la garganta y la nube de alcohol jugueteando en su cráneo. Miró el rostro de Zek, levemente borroso, iluminado por el brillo anaranjado de la hoguera. Luchó un instante por mantener el equilibrio y, alzando el índice izquierdo, se dirigió a su compañero de fatigas.

-Reverendo, voy a decirte una cosa... Llevamos mucho camino recorrido, los dos juntos. Sabes que siempre he estado a tu lado, que te he cogido cariño, pero que lamentablemente el dinero es quien de verdad tiene la culpa. No, -se llevó el dedo índice a los labios y, combatiendo el peso de su propia cabeza, siseó, entre babas, en busca de silencio-, no digas nada, las cosas son así, el dinero es dinero y así es como deben decirse. Pues bien, suele ocurrir que esté de acuerdo con tus ideas, las siga convencido y termine algo decepcionado al mirar lo conseguido. No sé por qué pero cuando las dices, tus ideas quedan perfectas ahí en el aire, pero luego llegan al suelo y se dispersan. Aun así siempre sacamos algo y, cuando todo parece indicar que hemos perdido, vuelves a decir algo que hace que continuar tenga sentido. Hasta ahora por eso seguía. Pero todo lo que ha pasado hoy... -hizo una breve pausa para rellenar la taza y dar un trago- no sé cómo, pero tiene sentido. Vamos, que por una vez lo que dices y lo que pasa van de la mano. ¿Sabes lo que te estoy diciendo? Maldición, que me metí en esto porque suponía que íbamos a sacar un buen pellizco de las casas de esos señoritingos. Solo con el dinero de uno de esos caballeretes ya podríamos hacernos de oro, pero cuando vi a aquellos negros correr libres hacia la noche... -el puño golpeó con fuerza la mesa de roca, mas solo sintió un leve chisporroteo en la mano- ¡joder, que no me arrepiento de dejar que se llevaran casi todo!

-No sabes cuánto me alegra oír eso, Fred. Respecto a lo del dinero, ahora habla una parte de ti, pero en realidad...

Fred, ajeno a lo que empezaba a decir el reverendo, se puso en pie, alzó la taza y, tambaleándose, miró al cielo estrellado, dio una bocanada de aire y atronó con todas sus fuerzas.

-¡Brindo por esos diablos! ¡Y no solo porque consiguieran librarse de su mierda de vida! ¡Brindo por esos malditos diablos porque al verlos correr sin tener que mirar atrás, sin temer lo que dejan a sus espaldas, me doy cuenta de que no han sido los únicos esclavos! ¡Brindo porque esta noche cuatro paredes son el mejor refugio, porque esta buena hoguera da más calor que mil lujosas lámparas y porque estas cuatro nueces y bayas, este conejo asado y este bendito matarratas saben a gloria! ¡Brindo porque para nosotros arriba siga estando arriba, lo que está cerca nunca esté lejos, porque elijamos aunque no hagamos más que cagarla y porque miremos el mundo libres de verlo como nos dé la gana!

Tras lo cual cayó y quedó allí tumbado, adormecido, abrigado por el calor del fuego, escuchando el eco de su propia voz perdiéndose entre las miríadas de estrellas que se extendían sobre él.

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