lunes, 9 de mayo de 2016

Retribuciones

Ilustración de Cortés-Benlloch

La diligencia permanecía inmóvil bajo un sol que brillaba, pálido, tras el tamiz de las nubes. La nieve, que se extendía eterna a ambos lados del camino, mostraba sus primeras heridas, revelando las hierbas que permanecieron atrapadas bajo su manto y que pronto comenzarían a erguirse.

Owen rozaba con el pulgar el cuero agrietado de las riendas.

―¿Y para qué?

Tom se encogió de hombros.

―Le dije a Linda que vendría. Que iría contigo a la ciudad y allí contrataría a gente para que nos ayudara.

―¿Y ella te creyó?

―Oye, fui sincero; al menos en lo de venir.

Al final del camino, el viejo edificio de postas se alzaba, a la derecha, superviviente, con su maltrecha estructura de madera y un renqueante establo. Bajo el porche de la entrada, seis figuras esperaban.

―Son ellos, ¿verdad?

Owen asintió.

―Exacto, los secuaces de Bowler; lo que queda del brazo armado de Thorn. Me extraña no ver la pelliza de Jack entre ellos.

―Muy rápido han volado esos buitres. Alguien ha debido hablar.

Owen se quitó el sombrero, sacó su pañuelo y secó la frente perlada por el sudor. Al doblarlo se quedó observando el nombre que Linda le había bordado, con aquella E tronchada acusando su falta de práctica en dichas labores.

―¿Cómo estaba?

Tom observó el pañuelo y contestó riendo.

―Encendida, como un demonio a punto de prender el mundo.

Owen sonrió.

―En serio, créeme, deberías alegrarte de no haber estado allí.

―¿Estaba guapa?

―¿Pese a ser un saco tenso de arrugas como tú?

Tom miró al horizonte, hacia el punto donde el edificio de postas recortaba el cielo nublado.

―Joder, sí que lo estaba.

Owen se colocó el sombrero, respiró hondo y soltó las palabras que tanto pesaban.

―Esa gente sabe lo que hace, no hay muchas posibilidades de pasar con vida. Aun estás a tiempo de dar media vuelta.

―No Owen, ya me di la vuelta una vez. Todos cambiamos cuando lo de Tad. Unos lo criminalizaron para alejar su culpa, otros prefirieron enterrarlo y tragar el amargo ocasional de sus recuerdos; pero algunos jamás pudimos olvidarlo y seguimos viviendo con heridas tan graves que más nos valdría haber caído entonces.

Owen dejó que el silencio respondiera por él. Manteniendo la vista al frente se dirigió a su compañero, y su voz reveló alivio.

―¿Llevas la suya?

Tom liberó la tela y mostró una vieja escopeta de dos cañones con tachas de latón, a la manera india, describiendo una T en posición horizontal. El metal, amoldado por el tiempo, se revelaba fuerte y oscuro, con cierto brillo de venganza solemne. 


―El primer disparo debe ser suyo, espera hasta tenerlos delante. Después usa tu spencer.

―Ah, ¿pero esperas que haya un después?

―De momento solo espero coger estas riendas y no soltarlas hasta que, de una manera u otra, sea libre. Así que, cuando tú digas.

Tom cogió la escopeta, echó atrás los percutores y la colocó entre sus piernas, tapándola con la tela.

―Vamos allá.

Owen enrolló las riendas sobre sus manos y dio un toque a las bestias. El tronchar de la nieve aterrozada jugueteaba con el chirrido de los ejes y el golpeteo rítmico de hebillas y correas.

El edificio de postas se acercaba y, poco a poco, las figuras de los hombres se veían con mayor claridad. Los indicios que apuntaban las identidades de aquellos individuos, quedaban ahora acompañados por las evidencias físicas que solo la cercanía otorgaba.

La certeza de sus sospechas contrajo sus estómagos y espinó las gargantas. El sudor apareció como insólito contraste del frío exterior y el miedo mostró su horrible rostro.

―Owen, no te olvides de pasar bien despacio. Alguna oportunidad tendremos que dar a estos críajos, ¿no?

Owen sonrió y alguno de los cables pareció destensarse.

Pasaron por delante del establo. Una de las puertas chirriaba ante el débil envite del viento, pero nadie había en su interior. Owen continuó con la misma velocidad, como si nada extraño ocurriera. En el edificio de postas los hombres de Thorn seguían bajo el porche, tranquilos, enviando poco más que alguna mirada curiosa al vehículo que se acercaba.

―Oye Owen. ¿Y si nadie ha podido avisarles? ¿Y si no saben nada?

―Lo saben; sé que lo saben. En cuanto veas moverse al más alto, dispara, no esperes ni a ver su arma.

Dejaron atrás los últimos listones del establo y comenzaron a recorrer los escasos metros que les separaban del edificio principal. Owen ocultaba la mirada bajo el ala del sombrero. Tom dirigía la vista al frente, pendiente de detectar cualquier movimiento que ocurriera a su derecha. No había nadie más en el lugar, solo los pistoleros de Thorn. Conforme más se acercaban, más fríos parecían sus rostros y más grandes y amenazantes sus figuras.

Consumieron una eternidad en acabar los últimos metros. El primero de los tablones del porche quedaba ya a la altura de los caballos. Owen cerró con fuerza los puños para resguardarse en el tacto agrietado del cuero. Tom mantenía firme la escopeta, haciendo un esfuerzo sobrehumano para que el viento no moviera la tela y desvelara el arma. Tuvo que cerrar los ojos un segundo, para evitar mirar a los secuaces de Thorn; respiró y contó mentalmente hasta que la diligencia llegó a la entrada del edificio, donde las barandillas del porche terminaban para dejar sitio a unas viejas escaleras de madera.

Y el tiempo se detuvo.

Owen notó un hormigueo en las manos, completamente blancas por la presión. Tom mordió su labio inferior hasta notar el regusto a hierro y se dirigió hacia los individuos.

―Buenos días, caballeros, ¿podrían decirle a Fred que la diligencia ya está aquí?

Los hombres se movieron con calma, alguno se permitió una sonrisa. Caminaron hasta las escaleras, con el más alto encabezando la comitiva.

Tom esperó hasta tener a todos bien juntos. Notó la mirada de Owen y advirtió algún tipo de movimiento en los individuos, ni siquiera podría decir el qué, pues todo lo que se vio fue la tela volar por el aire, el destello de dos cañones y el arranque bravo de las bestias tras el cortante chasquido de las riendas sobre sus lomos.

La nube de pólvora quedó atrás, expulsada por los gritos de Owen jaleando a los animales que galopaban ondeando sus crines al viento.

Los primeros disparos rompieron la bruma; silbaron los proyectiles y, tras ellos, surgieron las terribles figuras de cuatro jinetes, dos de ellos cubiertos de sangre, suya o de sus compañeros.

Tom empuñó su spencer, echó atrás el percutor y liberó el proyectil que derribó a uno de los perseguidores.

Cargó y efectuó un par de disparos más. El primero mantuvo a raya a los depredadores, el segundo se perdió en la nada a causa de uno de los vaivenes que Owen daba para evitar las balas enemigas.

Lo siguiente se convirtió en un juego mortal, de hambre y hambrientos. Los unos por alcanzar la ansiada libertad; los otros por cerrar la herida del orgullo, hundiendo sus hocicos en el bálsamo sangriento de la venganza.

Owen aprovechó los giros para arrear los caballos y permitió que Tom mantuviera la distancia en las rectas con sus disparos. Tomó caminos más complicados, aprovechando la ventaja del terreno frente a sus perseguidores. Mas todo cuanto hacían parecía en vano.

Los animales comenzaron a variar el ritmo, el uniforme cabeceo perdió fuerza y la espuma blanca de sus hocicos mostró la agonía de un desesperado boqueo en busca de oxígeno. Tom disparó de nuevo y casi pudo notar el impacto de la bala contra el cráneo de uno de los jinetes y la caída de su cuerpo, inerte, hacia el suelo. Esa fue la última bala que cargó, pues uno de los giros de Owen le ofrendó a los proyectiles enemigos que atravesaron sus costillas, desgarrando todo el aire que sostenía su vida.


Owen lo vio caer y su cabeza latió con fuerza, los animales trastabillaban al galopar y su vista comenzó a enturbiarse. Sintió el aliento de los secuaces de Thorn más cerca que nunca. Liberó una de las manos, enrolló aun más la otra en las riendas, tiró con fuerza hasta detener las bestias y desenfundó su revólver con la siniestra. Nunca llegó a apuntar, ni siquiera rozó con el pulgar el metal, antes de que el plomo enemigo lo derribara. Quedó balbuceante con el brazo alzado, sostenido por el cuero viejo de las riendas.

Aun respiraba cuando llegaron a él, cuando le registraron hasta encontrar la carta. Aun pudo sonreír al ver sus rostros enfurecidos, ardientes de rabia al saberse dañados por dos viejos maltrechos que, heridos de muerte por los años, apuraban sus vidas ya gastadas.

No le molestó el dolor, ni la sensación de impotencia mientras el papel volaba de su mano. Se sintió libre, como el cadáver vacío de Tom que yacía atrás. Solo se preocupó de pensar en su vieja Linda, antes de que un último disparo retumbara en todo el paraje, rompiendo algo en sus adentros que permitió el descanso. Y la mano abandonó toda presión escurriéndose inerte entre las riendas, quedando al fin liberada.

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