martes, 17 de marzo de 2020

Inmersión


En el cielo despunta el alba. Los pasos remueven rocío y aromas. Sin duda, esa es la mejor hora; cuando todo se encuentra en el horizonte, decidiendo si duerme o despierta.

Algunos pájaros ya toman bando y saludan al nuevo día. Tierra húmeda, olor a resina y ese frescor revigorizante que el sol se encargará de exorcizar en el momento justo en que comience a devorar los huesos.

Es en esos momentos cuando comprende que todo da igual.

Había colocado su casa allí, con los peores temporales que presenció en su vida. Cuando llegaron los indios, pactó con ellos para que le dejaran en paz, y aguantó la marabunta de blancos que pasó de largo en busca de zonas más prósperas.

Ahí se había asentado sin esperar nada más que el paisaje que lo envolvía. Se alegró cuando el ferrocarril extendió su columnas metálicas en otro lugar y cuando salió oro a cientos de millas de distancia. Dio gracias a quien quiera que fuera responsable, si es que hay uno, cuando topógrafos y exploradores decidieron que nada interesante había allí.

Y no era por estar solo. Celebró el día que llegaron los otros; el día que conoció a su mujer y el día que tuvieron las crías. Aquella era gente sencilla, que amaba ese lugar por lo que era. Gente que sabía ver en los árboles la grandeza erupcionada de la tierra y en las plantas silvestres el latido leñoso y aromático de la vida.

Allí está, frente al riachuelo cristalino que serpentea fresco entre las rocas que los primeros rayos de sol comienzan a calentar.

Calma la sed y seca el sudor de la frente, sabiendo que todo cuanto hay alrededor es suyo, de los otros y de todo aquel que lo ame.

Y comprende que da igual lo que pase porque allí seguirá aunque arda, aunque el agua arrase con todo. Porque sabe que aprenderán y seguirán creciendo, más preparados, y, con cada paso, más cerca de esa tierra.

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