Las huellas apenas eran un soplo en el polvo fino de tierra compacta. Casco sin errar de caballo salvaje, guiado por un jinete que sabe perfectamente cómo caminar sin apenas dejar rastro. Afortunadamente él no era un advenedizo. Había luchado junto a exploradores pieles rojas y sabía cómo se las gastaban. Ese no se le iba a escapar.
Llevaba ya tres días tras él; por lo visto era un solitario.
Tenacidad, ese era el secreto. Mantenerse firme y atender al detalle. Más vale perder algo de tiempo cuando sea necesario que tomar el camino equivocado y acabar perdiendo el rastro. Y con aquel indio había que esforzarse; era un tipo duro, resistente, con nervio e imaginativo. Apenas come ni para más de lo estrictamente necesario y hace los cambios en el momento oportuno, aprovechando cualquier opción para mitigar aún más su rastro.
No había sido capaz de deducir su objetivo en aquellas tierras. Posiblemente la búsqueda personal de gloria o renombre dentro de la tribu le había dirigido hacia las casas de los colonos, cuando él se interpuso en su camino y comenzó a seguirlo.
Hay algo en la persecución; se genera un tipo de cercanía tras tanto tiempo persiguiendo a un individuo que, en parte, te lleva a querer que no acabe. Se ansía ese tira y afloja que tiene lugar cada vez que el rastro parece haberse esfumado, para volver a descubrirlo de nuevo y ver cómo, en cada reencuentro, conoces un poco más a tu presa.
Y en esas llegó a lo que desde el principio había intentado evitar: las aguas revueltas del río. Escudriñó ambas orillas y no encontró rastro alguno. Así que debió tomar el único camino que le permitía seguir oculto: el río.
A la izquierda se alzaban las montañas, desafiantes. A la derecha la llanura se extendía infinita.
Detuvo al caballo en medio del rio, dejó que bebiera, lió un cigarro y se tomó su tiempo pensando hacia dónde había marchado el piel roja.
Tres días a buen ritmo es mucho tiempo para cualquiera. El indio es nervio vivo impresionante, explosivo y, aunque este era un tipo especial, acaba cediendo con el tiempo. La llanura tiene algo de placentero, se asocia al hogar, al descanso y a la comida representada en el búfalo. Cruzar las aguas habrá sido el punto de inflexión que le hizo abandonar toda pretensión de gloria en pos de volver a casa.
Pegó la última bocanada al cigarro, picó espuelas y, tras continuar un rato por el río, tiró hacia las llanuras.
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El camino de la presa es complicado. Hay que huir sin llegar a escapar, ser alcanzable al ojo y distante a la mano y siempre avivar la sed del depredador, poniendo al límite sus capacidades.
Este era un buen depredador. Había hundido sus colmillos en muchos de los suyos. Y ningún guerrero de su pueblo había podido vencerle. Pero ahora era suyo.
Entró en el río y observó el terreno, el aire y el espacio que le distanciaba de su perseguidor. Agarró el saquito que colgaba de su cuello, su medicina, y avivó al caballo hasta que voló.
Los cascos pisaron en piedra limpia sin dejar rastro alguno, siguiendo una coreografía espontánea dirigida por el experimentado jinete de una forma tan natural que bestia y hombre parecían uno. Así consiguió dar media vuelta y apartarse del camino hasta esconderse tras una pequeña elevación del terreno.
Esperó hasta ver pasar al rostro pálido, atento al suelo y a todo a su alrededor, casi lo podía escuchar olfateando el aire e, instintivamente, se agachó pegando la cara contra la tierra para evitar ser visto.
Y esperó también cuando hubo pasado, un buen rato más, hasta el momento idóneo de dar la vuelta al juego. Entonces regresó al camino y siguió las huellas del rostro pálido.
Al llegar al río miró a izquierda y derecha. Las altas montañas y la llanura infinita.
Recordó la sed del hombre blanco por dominar todo cuanto está a su alcance, la necesidad de ser y tener más y utilizar todo cuanto tenga a mano para conseguirlo, y decidió remontar río arriba, como los salmones, hacia las altas montañas donde, a buen seguro, estaría su antiguo depredador buscando el lugar idóneo desde donde controlar todo para darle caza.
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