lunes, 13 de julio de 2020

Quemando tierras


–¡Sooo! –Los caballos se detienen, poco antes de llegar al apeadero.– ¿Y bien?

–La verdad, no sé qué decirte… ¿Patty?

Desde arriba de la diligencia, la india otea la entrada, el edificio principal y una pequeña caseta junto a los establos.

–No avancéis. Algo va mal, Jake, demasiada calma. ¿Recuerdas Soft Valley?

–Lo recuerdo.

Sam mira hacia Jake con la pregunta en el rostro. Jake suspira y niega con la cabeza

–Una casa en la que solíamos parar cuando llevábamos ganado. Los dueños, Erwin y Bricia, nos daban techo y comida a cambio de un puñado de historias y cualquier cosa de lo que lleváramos que les hiciera un apaño. Cierto día, estando a tiro de revólver, a Patty se le cruzó la misma sombra que ahora y si algo he aprendido es a hacer caso a sus presentimientos; te costará de creer, pero tiene contacto con alguien ahí arriba: el de los suyos, el nuestro, el de todos o el de ninguno… pero lo tiene; y aquel día olió a muerte.

--¿Y bien?

–Se acercó Henry. Enviarlo a él con sus dos cañones y el bowie era como mandar a toda una avanzadilla: sabía acercarse en calma y tronar solo cuando fuera necesario. Él fue quien encontró los dos cadáveres en el centro del salón con tantos cortes que costaba imaginarlos sin costuras y el cráneo, al aire, lleno de sangre reseca.

–¿Indios?

–Coyotes más bien, de los de dos patas, mudando de piel para que pareciera roja.

–Entonces, ¿qué hacemos?

–¿Reverenda?

–Parece que la tormenta ha pasado. Nos falta el maldito alcornoque; podría intentar acercarme yo…

–Yo iré, quédate ahí arriba y mantén la mira cerca del ojo.

Jake baja de la diligencia y Patty lleva el rifle al hombro, con la guarda decorada con tachas de latón en forma de cruz, y hace de la mira su nuevo horizonte. Jake desenfunda y camina ahogando los pasos, eludiendo el camino directo hasta el muro que rodea el recinto. Una vez allí observa a Patty que da el visto bueno con una de sus manos. Él respira hondo y se acerca al portón, entreabierto, de madera basta y grisácea. Mantiene en alto el revólver a la izquierda, posa la mano derecha sobre uno de los tablones y empieza a empujar.

Chirrían los goznes. Para un segundo, nada se oye, y no queda sino continuar. Abre la puerta y se cuela dentro, buscando con prisa un sitio donde poderse resguardar. Se sienta en el suelo, apoya la espalda contra un par de barriles e invoca de nuevo el silencio para ver si alguien se delata en un ruido.

De nuevo nada se oye. Se gira un poco y mira entre la fina rendija que dejan los toneles. La puerta del edificio principal está abierta, los establos vacíos sin bestias ni aperos y una caseta, sin puerta, alberga los cuerpos de quienes han encontrado ya su final. Ahora solo queda la parte más difícil, levantarse e ir hacia allá como una sombra, confiando en el buen ojo de Patty… ¿Cómo lo hacía Henry?

Respira hondo, aprieta fuerte los dientes y devuelve su cuerpo al aire libre. Se mueve sin arranques ni pausas, fluido, errático, calmado; concentrando el nervio en ojo e índice, por si toca invocar tormenta. Y entonces un ruido surge del establo, gira en instinto el arma, bajando el pulgar, invocando el índice hasta que la visión de un lagarto espinoso ahoga el golpe, la chispa y la llama, mantiene en calma el gatillo y activa las risas de una digger que no ha dejado de ver todo desde su atalaya.

El silbido final de Patty le devuelve a la calma. Recompone paso, yergue figura y camina hacia la caseta. Rastros de sangre, de dos o tres horas, muestran el itinerario seguido al arrastrar los cuerpos. Un viejo, dos hombres y una anciana duermen en grupo su sueño eterno. Solo plomo, ni cortes ni ensañamiento, un mero trámite que les deja sin cambio de bestias ni comida en medio del maldito yermo.

Acerca Sam la diligencia y bajan hacia el edificio principal.

Jake abandona la caseta y se acerca al grupo.

–Quien haya sido no ha de volver. Su trabajo ya está hecho.

–Habrá que decidir qué hacemos –comenta Sam–. Habría que plantearse si esperar hasta que descansen los caballos o volver atrás.

El viejo recibe las palabras con sorpresa.

–Señor Summers, debemos llegar cuanto antes a nuestro destino. Me veo en la obligación de recordarle que de ello depende que usted reciba su emolumento.

–Y usted debe entender que los animales necesitan reposo y que quien haya hecho esto nos quiere cansados y hambrientos.

–Quizás doblando la cantidad encuentre el valor necesario para continuar.

–¿Usted me ha visto bien? ¿Le parezco alguien a quien el dinero pueda conducir? Le cobraré lo justo por el viaje, y pienso llevarlo a cabo en las mejores condiciones para todos nosotros y, por supuesto, para los animales, porque le recuerdo que sin ellos usted no habría llegado hasta aquí.

–A ver, no era mi intención decirle cómo hacer su trabajo y ya sé que no sufre la enfermedad del oro; pero quiero hacerle entender que es crucial que lleguemos a tiempo. No se trata ya de poder cobrar más, sino –el viejo echa un vistazo hacia la señorita que, bajo su pamela, apenas atiende a lo que pasa perdida ante la visión de los rastros de sangre en el suelo– sencillamente de cobrar sin más. Si la señorita no llega en el tiempo indicado, ni usted ni yo ni ella veremos un solo dólar. Por eso mismo, indique usted el precio que considere justo de acuerdo al riesgo y sigamos adelante.

–Lo cierto es que los problemas nos siguen hagamos lo que hagamos –interviene Jake– el ataque en William’s Post no fue casualidad. Y estoy seguro que si Henry rehusó venirse fue para no sumar sus problemas a los nuestros. Si volvemos allí, tendremos a sus demonios en contra nuestra y con nosotros no habrán de llevar cuidado de levantar sospechas. Yo creo que lo mejor sería quedarse y descansar.

–Estos no vuelven, eso está claro. –dice Patty mientras echa un vistazo adentro de la caseta.– De volver a verlos será más adelante.

–De acuerdo, ya hablaremos luego con calma de sus “cláusulas especiales” –dispara Sam hacia el viejo– parece que puede tener algo que ver en lo que nos está pasando. De momento las cartas están sobre la mesa, así que: abran juego.

El viejo decide seguir sin demora y la señorita vota de acuerdo a él. Los Howard se mantienen al margen mientras mantienen las ganas atadas a la cámara y la vista en la triste escena de la caseta. Jake y Patty deciden continuar pero esperando el tiempo necesario para que los animales descansen. Y Sam piensa seriamente volver a las montañas y desde allí tomar otro camino, pero el recuerdo del ataque en William’s Post y la posibilidad de una nueva encerrona le hacen posicionarse junto a su compañero de asiento y Patty. El viejo asiente con desgana e intenta convencerse de que con los animales descansados aumentan las posibilidades de llegar a tiempo al destino.

–Decidido entonces –informa Sam– dejamos descansar a los animales y continuamos.

–Necesitaré algunos brazos para hacernos cargo de los cuerpos.

–Vamos allá, reverenda.

Aprovecha Sam para echar un sueño. Jake y Patty van hacia los cuerpos, ofrecen también sus brazos los Howard, aprovechando para fotografiar el momento, y se acerca la señorita, pese a las protestas del viejo; va firme como siempre, pero el rostro se muestra ausente, cubre con sábanas del edificio principal los cuerpos y mira sus caras intentando entender la magnitud del motivo que pueda llevar a ejecutar tal acto.

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