lunes, 21 de octubre de 2013

Plantando raíces

Rodeado del omnipresente polvo amarillento, al abrigo de la muralla rocosa, se alza un pequeño claro de tierra firme. Un hilo de vida fluye por sus entrañas, ofreciendo frescor y descanso, calmando la sequedad de las gargantas. Recuerda las leyendas antiguas, de tribus coronando las colosales mesas, elevadas sobre el desierto como grandes aves, dueñas y señoras de todo el territorio.

Despegó los párpados, notando la resistencia de las pestañas aferradas al légamo ocular. Las imágenes se dibujaban lentamente sobre el lienzo ambarino, mientras pasaba la lengua por los labios, sorprendido al encontrar leves hendiduras allá donde antes moraban los surcos de carne destrozada por el sol. Escuchó movimiento confuso, de pasos y arrastrar de fardos, voces de adultos y niños, hombres y mujeres, junto algún que otro anciano. Le invadió un intenso olor a carne, a piel curtida, hierbas silvestres y un dulzón aroma ahumado envolviéndolo todo. Comenzó a observar figuras humanas, paseando entre conos enormes con troncos hiriendo el vértice hacia el exterior. Llevó los dedos a las sienes, ejerciendo una leve presión, describiendo círculos a fin de moldear la avalancha informativa; solo así consiguió aunar imágenes, olores y sonidos, hasta descubrir la verdadera forma de lo que tenía ante sí.

Gentes de tez rojiza, vestidas con pieles curtidas cosidas con tendones y tiras de cuero. Un grupo de mujeres amontonaba en el suelo bulbos y raíces, mientras otras las machacaban junto a algún tipo de insecto. A lo lejos, algunos niños jugaban entre las rocas escarpadas, aprendiendo el equilibrio y coordinación necesarios para la dura vida que tendrían que afrontar. Vio a hombres, pintando escudos, tensando arcos y tallando el filo pétreo de sus hachas. Solo uno de ellos, un individuo de avanzada edad, se acercó a él. Llevaba un taparrabos y unos mocasines ligeros y sencillos, en torno al cuello lucía un collar de cuentas con dos colmillos de serpiente; pero, ante todo, llamaba la atención el tocado de grueso pelaje con el cráneo de algún animal carnívoro coronándolo. Había oído hablar de este tipo de indumentaria, pero siempre acababa asociándolo a imágenes bizarras, figuras anacrónicas desvirtuadas por el afán de espectáculo. Mas en aquel momento, mirando fijamente a esos ojos cavernosos, resguardados por el cerco de relieves acumulados con los años, podía entender que aquel hombre era el vivo reflejo del lugar donde se hallaba; en él convergían los recuerdos y esencias de cuantos allí vivían, y su mera presencia empequeñecía de sobremanera al pobre Edgar.

Aún así, encontró el valor necesario para llevarse la mano a la boca, sin dejar de mirar a aquel hombre, esperando que comprendiera el hambre que le atenazaba en su gesto.

-Pronto podrá comer como todos. De momento, será mejor que beba esto; que no le alarme su sabor, calma el hambre sin inquietar el cuerpo y nutre el ánimo. El sol secó su carne y usted obligó a su espíritu a caminar, es él quien debe alimentarse primero.

-¡Hablas mi idioma! ¿Dónde lo has aprendido?

-Por supuesto, Sr. Miller. Verá, mi verdadero nombre es Perro Amarillo, pero hubo un tiempo en que todos llevábamos nombres del libro de los blancos: Joseph me llamaban.

-Pero, esas ropas, vuestras armas e instrumentos... pensaba que eráis algún tipo de tribu perdida; un pequeño reducto de tiempos pasados.

-Hace tiempo, vestimos ropas salidas de máquinas, moramos en casas ancladas a la tierra, portamos armas de pólvora y algunos aprendimos a atar las palabras en papel, para que parecieran eternas. No fueron cambios repentinos, sino pequeñas variaciones que fuimos asimilando; adaptaciones necesarias para poder vivir en el mundo de los blancos. Recuerdo todos y cada uno de esos cambios, recuerdo también los viejos tiempos, y por eso soy capaz de compararlos con los actuales. Es por eso que decidimos abandonar un mundo que no era el nuestro.

-Debo confesarle que me cuesta comprender lo que dice. ¿Tenían todo eso y decidieron abandonarlo?

-Las ropas de las máquinas eran resistentes, pero necesitábamos que nos las dieran. Las casas ancladas se amontonaban unas junto a otras, eran costosas de reparar y debían llenarse de objetos para hacerlas valiosas. Siempre dependíamos de otras manos para hallar aquello que nosotros podíamos conseguir por nosotros mismos; y a la hora de pedir, no se respetaban los acuerdos fijados, pese a que las palabras permanecían fijas, incorruptibles frente al paso del tiempo; fue entonces cuando nos dimos cuenta del engaño, ya que pese a estar atadas al papel, solo se mantienen presentes las palabras que continúan vivas en la mente.

Edgar miraba fijamente el rostro impasible de su interlocutor. Sus ojos y su boca se movían en calma, como si susurrara algo sin importancia, pero el brillo lejano, allá en el fondo de los ojos profundos, y cierto tono enérgico, dotaban a su habla de un vigor imposible de ignorar. Buscó un momento de respiro, para llevarse el cuenco a la boca, sorbió mientras se ocultaba de su mirada. Notó el caldo amargo bajando por la garganta, dejando un rastro fresco tras de sí.

-No entiendo. ¿Acaso prefieren comer raíces e insectos?, ¿es posible que no echen de menos un buen sillón, una copa de licor o la charla tranquila en un saloon al atardecer?

-Tenemos presentes las comodidades de la vida de los blancos. Pero estas raíces nos hacen fuertes, nos enseñan a sobrevivir con poco; donde vosotros solo veis incomodidad, nosotros hallamos confort; en vuestras penurias, hallamos lo necesario. Recordamos que la tierra nunca fue “la otra”, jamás pudimos venderla ni comprarla, porque nosotros vivíamos en ella y con lo que ella otorgaba debíamos subsistir.

-Pero vuestro problema venía de esas ciudades, ¿por qué no marchasteis a otras? ¿por qué no crear una nueva ciudad aquí, lejos de la influencia de quienes no respetaban los precios y pactos acordados?

-El hombre blanco no recuerda las tiendas, ni el contacto directo con la tierra. Recuerda las casas ancladas, recuerda las comodidades; la ilusión de herrar y llenar de ataduras un territorio hasta domarlo. Esa es, pues, vuestra naturaleza; lógico es que busquéis un lugar donde no caer en los errores percibidos, por eso vagaba con este papel; usted busca su lugar en una palabra, nosotros buscamos nuestra propia Canatia. Pero esos lugares jamás serán como antes, ya no podemos recorrer las llanuras, debemos crear un modo de vida nuevo que contemple nuestra propia naturaleza, pues la tierra ha cambiado y de nuevo debemos adaptarnos para poder vivir con ella.

Edgar observó el papel ondeando en la mano de aquel hombre y se le antojo curioso; cómo el cambio esperado, la huida de un mundo inmóvil y estanco, estaba tan cerca de un reflejo voluntario del pasado. Quería preguntar por su futuro inmediato, qué es lo que iban a hacer con él, pero observó el cuenco ya vacío y comenzó a sentir cómo desaparecía el frescor dejando un poso de calma y relajación; cómo sus ojos comenzaron a cerrarse sin que encontrara las fuerzas para mantenerlos abiertos; cómo la figura de aquel hombre iba desapareciendo y un pulso, en lo más recóndito de su ser, activó la desoladora duda de si todo aquello no había sido más que un sueño.

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