lunes, 7 de octubre de 2013

Edgar Miller

El desplome del pie genera ondas en la fina arena. Pequeño temblor perdido en el océano; pulso mudo, ahogado en el silencio. Crestas efímeras que ofrecen la única sombra de ahí al horizonte. Solo allá, cruelmente lejanas, se yerguen burlonas, torcidas y deformes, azotadas por el hálito solar, las columnas rocosas. Un punto distante, tras lagos hechizados, imágenes borrosas y tierra incandescente.

Se limitaba a alzar un pie, balanceándolo con la rodilla, dejarlo caer más adelante y aprovechar la inercia para repetir el proceso con el otro. Sucesión de movimientos ejecutados en el orden y cadencia correctos, a fin de economizar fuerzas; siempre con la vista baja, huyendo del camino restante, concentrado únicamente en su respiración.

Trataba de mantener alejada cualquier reflexión e imagen pasada. Expulsar el recuerdo de aquella mujer y los dos pequeños cachorros, encañonándole una vez llegado el momento de separarse. Quería olvidar la vergüenza y la rabia de la traición, las caras burlonamente resignadas de aquellos tres demonios, despidiéndose mientras se alejaban con su carro. Pero, ante todo, necesitaba desterrar la recurrente idea de estar pisando su propia tumba.

Hacía tiempo que el dolor había abandonado sus labios resecos y la arena encastada en los párpados arrugados, parecía haber desaparecido. El ascua que remontaba sus pulmones era ya una vieja amiga, cuya presencia, lejos de molestar, evidenciaba la vida. El cabello apenas conseguía aislar su cráneo del calor y comenzaba a sentirse incapaz de distinguir ensoñaciones de realidades. Acostumbrado ya, a la decepción de espejismos acuáticos, sombras brumosas y vegetación etérea, había estrangulado la ilusión, abandonándola inconsciente, en un oscuro rincón de su alma. Seguía, pues, moviendo su cuerpo, como títere del instinto innato de supervivencia.

En un momento de debilidad, echó un simple vistazo hacia el horizonte; una mirada fugaz que le cargó la espalda de plúmbeos desánimos al ver las columnas erguidas a la misma distancia que hacía una eternidad. Cometió el error de dejar un resquicio de duda y el fracaso entró de lleno, tirando de cada uno de sus músculos, mordisqueando huesos y cortando cada uno de los hilos de voluntad; sin nada para mantenerse, las piezas comenzaron a desplomarse, encontrando en la arena ardiente el mejor lecho.

Preocupado por respirar tenuemente, a fin de evitar que el polvo se alojara en la reseca cueva carnosa, miró a través del fino corte de sus ojos marchitos, descifrando formas y colores a través del único resto acuoso. Y le pareció ver acumulación vaporosa, algo oscuro, de color indefinido, en el horizonte. Se permitió pensar en nubes densas y grises, cargadas de líquido limpio y claro; soñó con relámpagos afilados rasgando nimbos, vertiendo el agua fresca sobre sus heridas, limpiando el aire pesado, reverdeciendo cuerpo y espíritu. Pero sabía que nada de eso ocurriría, no al menos en aquel lugar. No obstante, siguió observando, regodeándose en su delirio, hasta que el movimiento del cuerpo vaporoso desmintió espejismos e ilusiones, probando la realidad de una nube de polvo creada por algún jinete.

Abrió los dedos, hundiéndolos en la arena, intentando volver al mundo terreno. Recuperó el control de sus miembros, extendió al máximo las palmas de las manos e hizo fuerza con sus piernas. Con un movimiento torpe volvió a erguirse, algo mareado, debiendo corregir continuamente el tambaleo. Miró desde su nueva posición la nube de polvo y advirtió un único viajero; jinete ágil de figura difusa y contorno extraño. Quiso gritar, pero el ascua ardía con fuerza en cuanto tomaba algo más de un hilo de aire; así que se limito a alzar el brazo, juraría haber llegado hasta el mismísimo cielo, cuando en realidad apenas situó la mano por encima del hombro. Y así quedó, como espantapájaros mal montado, azotado por el aire en campo yermo.

Se sorprendió al ver acercarse a aquel ser. Porte vital y orgulloso; de cuerpo mediano, ágil; forjado con ramas flexibles, fuertes cuerdas y músculos finos y resistentes. Pómulos altos y ojos rasgados; rostro rojizo y semblante fiero. Vestía meras tiras, ligeras y funcionales, y plumas que, junto a sus cabellos, formaban ante el sol figuras insólitas. Su bestia resoplaba inmensa, alzando olas de polvo crestado, comiéndose el mundo en su cabalgar. Cualquiera diría que seguían los tiempos en que aquellas gentes cruzaban las vastas tierras como reyes en sus bosques. Ningún rastro de ropas elaboradas, nada de joyas u ornamentos del hombre blanco, ni botellas, ni rastro siquiera de armas de fuego. Tan solo una lanza emplumada, cuerda tensada sobre madera curva y la piedra tallada de un hacha ligera. Pero, ante todo, llamaba la atención aquel conjunto de pinturas sobre jinete y montura, transformando sus rostros, invocando el ánimo aplastado en la reserva.

Emitió un sonido corto y potente, algún tipo de exclamación a todas luces agresiva. Edgar, permaneció en pie, observando al otro rodeándole con el caballo, repitiendo su exhortación, hasta que lo tuvo bien cerca. Entonces, hizo acopio de fuerzas y de un salto se abalanzó hacia el jinete, cogió con ambas manos uno de sus pies y empujó para derribarlo. Invirtió todo su nervio, los restos de ánimo y las reservas de aire, en tumbar a aquel salvaje y conseguir el animal para volver a ser libre. Pero cual fue su sorpresa cuando, al imprimir todas sus fuerzas, apenas consiguió tambalear un poco al jinete, antes de caer de rodillas al suelo. Pudo ver la figura del indio, recortada contra el sol, alzando el hacha de piedra y notar el ruido seco, de hueso golpeado, antes de que se apagara el mundo.

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