lunes, 30 de septiembre de 2013

Polluelos (4)

Seres insignificantes coronan el colmillo de tierra. A bordo de un carro, firmes en la cima mellada. Alrededor se extiende el terreno infinito, de polvo amarillo, con las dos columnas rocosas en el horizonte y el tenue camino a la libertad, fundiéndose con la vasta extensión. Desde la base, rodeando al gran colmillo, cinco arañas de humo trepan hambrientas, tejiendo en la ladera su trampa mortal.

-Pero, ¡ese hombre está loco, pretende asarnos vivos! ¿Acaso no sabe que hay más gente aquí arriba?

-Eso ya no importa, señor, quiere cumplir su cometido a cualquier precio.

-Lo siento, señorita, pero esto me supera; no puedo enfrentarme al fuego. Debo intentar contactar con él, avisarle de que hay más gente aquí. Quizás así, al menos uno pueda salvarse.

-Señor, usted nos ofreció su ayuda. No sé qué pasará si contacta con él; puede que se avenga a razones y le deje marchar, cosa que sinceramente dudo; pero tenga por seguro que nosotros no saldremos de esta montaña, el humo se encargará de ello. Le ruego, se haga cargo de nuestra situación y cumpla con su palabra. Si existen pocas oportunidades para usted, ninguna habrá para nosotros si nos deja.

Edgar echó un vistazo a la mujer: ojos vidriosos, voz quebrada y temblor ahogado de desesperanza. Los dos críos seguían en el carro, aferrados a la lona con manos desesperadas y mirada inquieta. El eco sordo de fuego sobre madera le devolvió a sus días de cautiverio: esperando el visto bueno, el permiso y la confirmación, de seguir andando. Recordó la rabia de sentirse a expensas de otro; y un ser recién hallado se revolvió en sus adentros, extendiendo brazos y piernas, expandiendo huesos y músculos, bombeando valor hasta que el peligro fue la mejor corriente de aire que tuvo jamás ave alguna. Solo dijo cuatro palabras: “suba de nuevo, señorita”. Tomó las riendas y por un segundo le pareció advertir un par de destellos fríos de metal, junto a los chiquillos, que se escondían bajo la lona.

Aquel carro volaba, con las ruedas más tiempo en el aire que en la tierra y la gravedad como aliada. La magnífica bestia, disipaba el temor con su potente relincho; quebraba la roca, enfrentando blancura contra la oscuridad brumosa, devolviendo, en cada momento, el carro al camino; veloz, hacia donde el coágulo negro anunciaba el infierno.

El restallar de los cascos se encadenaba hasta forjar un único sonido; las curvas se sucedían como si los anillos esculpidos en la montaña no crecieran conforme se acercaba la base. Aún así, quedaba un buen trecho y el coágulo se expandía por el aire sembrado de humo gris. Tres pares de ojos, asomaban desde el carro, intentando distinguir entre el paisaje rayado, el sombrero de ala recta.

Dos curvas más y entraron en la densa sombra de calor y ceniza; un sol naranja surgía de la tierra, reflejando su luz asfixiante en el cielo azabache. Apenas podía distinguirse la pálida bestia resoplando, con la densa negrura constriñendo cada relincho. Los pasajeros se cubrieron con la lona y el conductor permaneció solo en el puente, con un trozo de tela cubriendo su rostro, cazando el reflejo claro de las piedras del camino, con la bruma malsana envolviéndolo todo, acumulándose alrededor del trapo; hechizándolo con la obsesión del ahogo, seduciéndolo para liberarse de la débil protección y ser pasto del veneno calcinado.

No tardó en comprender que no habría salida. El animal resoplaba con dificultad a la vez que luchaba por expulsar, a golpe de pulmón, el cieno vaporoso y pesado. Incapaz de encontrar el camino en la oscuridad anaranjada, con los ojos bombeando lágrimas, un reguero de ceniza en la garganta y el cuerpo soltando agua en un vano intento de repeler el infierno, pensó que había llegado su hora y soltó las riendas. Mas, perdido en aquella noche, distinguió un pequeño hueco, un resquicio de luz clara. Sin pensarlo dos veces, retorció las tiras de cuero alrededor de sus manos y sacó el carro fuera del camino, dirigiéndolo hacia aquel lugar.

Los ojos de la bestia se abrieron como platos al ver el hueco de cielo azul, tomó una nueva bocanada de aire putrefacto, tensó sus músculos y canalizó todas las fuerzas restantes. De nuevo volvió a la carrera, cabeceando, sin importar dónde pisaba ni la dificultad del terreno, pendiente solo de la salida. Los árboles pasaban a pocos centímetros, notaba las hojas golpeando su rostro y las ramas arañando su carne intentando arrastrarles al infierno. El carro saltaba enloquecido, dejándose caer, ahora sobre la rueda izquierda, ahora sobre la derecha, siguiendo un equilibrio imposible cuyo final poco importaba. Los chasquidos de la madera se escuchaban por todas partes, acompañados de atronadores crujidos y golpes repetidos de calor. Parecía como si todo el tártaro se hubiera propuesto engullirles ante la soberbia idea de escapar. Fue entonces, cuando uno de los árboles se interpuso en su huida. Tiró con fuerza de las riendas hacia un lado, el animal respondió segundos antes, más por instinto que por las desesperadas órdenes del conductor, ladeó el cuerpo a la izquierda, mostrando el flanco derecho plateado. El carro siguió la ruta indicada, pero no consiguió evitar por completo el obstáculo, su rueda derecha golpeó contra el tronco desestabilizando el conjunto y, caballo, conductor y carro, comenzaron a viajar más rápido de lo que podían controlar, creando una amalgama de patas fallidas, traqueteo descontrolado y tirar de riendas sin sentido. Aquella masa de errores siguió devorando terreno, con la consciencia a mundos de distancia de la velocidad y el choque inminente absorbiendo sus cráneos.

Así fue como pasaron del denso coágulo al humo gris y de este al cielo azul; así fue como aterrizaron sobre el firme y recto mar amarillo, notando la calidez del sol lejano y la amplitud clara y limpia del cielo abierto. Así escaparon aquel día del sombrero de ala recta que esperó ansioso en el camino.

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