lunes, 16 de septiembre de 2013

Polluelos (3)


Manos heridas de surcos blancos por riendas tensas, conectan a hombre y bestia. Dos ruedas ligeras, se tambalean a ritmo frenético de radios fundidos; cortan el aire emitiendo silbido de flecha, eclipsado por las risas alocadas de quien jamás osó levantar la voz. A un lado se alza la tierra roja, pintada por los rayos del sol; cortada a cuchillo, elevándose hacia el cielo azul, por encima de un abismo insondable.

Le costó dar el primer paso, el simple toque de riendas suave y enérgico, que permitiera acelerar el movimiento por encima de lo acostumbrado. Tembló al notar el vértigo, el respingo inseguro de las piedras del camino, la terrible sensación de caída inminente. Mas se situó en medio, erguido sobre el palanquín, con la cabeza alta, mirando al frente; descubrió el modo de unir su consciencia a la velocidad del carro y se maravilló de la excitante sensación de control; libertad fuera de las normas tantos años acatadas, sin conocer sus propósitos. A su izquierda, se alzaba el coloso de tierra que iba remontando con asombrosa rapidez. A su derecha se hundía un cortado cuyo fondo permanecía secreto, oculto por la absurda pérdida de tiempo que suponía mirar abajo.

Continuaba su carrera. Más vivo que nunca. Devorando el camino. Lamiendo las curvas de la montaña. Batiéndose feroz en cada giro con el constante traqueteo; mientras el animal seguía restallando cascos, cabeceando, ondeando la crin con mirada enérgica y porte mítico. Recordó entonces la trampa numérica, centavos colocados en cepos de cifras, la obligación de embaucar a un siguiente para liberarse del primero; una cárcel de operaciones puestas al servicio de otros, quienes apenas conocía. Se veía, ahora, lejos de todo, desafiando a la muerte, a punto de coronar la cima; y comenzó a pensar en libertad, a creer lugares donde 2+2 podían no ser 4.

Llegó a la última curva, la más cerrada, molido e indómito, con el caballo exhausto y radiante. Tiró de las riendas hacia la izquierda y notó la rueda derecha girar libre sobre el aire, tuvo entonces la certeza de que todo llegaba a su fin, vio su cuerpo tragado por el abismo el día que, al fin, había volado. Pero algo dentro de él se revolvió de forma instintiva, cerró su mano derecha en torno al asiento del carro, flexionó las piernas y saltó hacia la izquierda desplazando el vehículo lo suficiente para tomar tierra de nuevo.

Pisó la cima con las piernas chisporroteando, un enjambre de abejas en el estómago y calor vigorizante en el rostro, mientras el caballo resoplaba triunfal. La vista era increíble; desde su Olimpo, contemplaba la vasta extensión, el mar amarillo con sus pequeños oasis verdes y, reducidas en el horizonte, las dos gigantescas columnas que ofrecían la puerta a su nueva vida. Pasó un pañuelo por su frente y admiró el sol encajado entre aquellas torres de piedra cuando un carraspeo le hizo girarse.

-Ejem. Disculpe, señor.

Apenas logró distinguir el tono de voz, se giró bruscamente, extrañado por encontrar a alguien en aquel lugar, y sucumbió al acto reflejo de echar mano al arma que llevaba en el bolsillo. Ante él permanecía de pie una señora negra entrada en carnes, junto a dos jóvenes de aspecto vivaracho.

-Pero, ¿cómo han llegado ustedes aquí?

-Ay, señor, no se imagina todo lo que he tenido que pasar para encontrar a estos dos pilluelos. Esta vez, la cosa ha pasado a mayores, he sufrido lo indecible buscándoles, pero lo peor está por venir, ya que su padre ha decidido el castigo. En realidad son buenos chicos, algo traviesos nada más; los conozco muy bien y sé que jamás pensaron que todo acabaría así.

-Justa será la reprimenda.

-Cierto es que la merecen. Algo ha de hacerse para que distingan las bromas inocentes de aquellas que pueden acabar mal. Pero no conoce usted a su padre, es un hombre severo, de mano fácil, víctima de un carácter tremendamente irascible; figúrese que la última vez que cometieron una travesura, tal fue la paliza que el mayor de los tres, nos dejó; que el señor lo tenga en su gloria. He pasado los días buscando sin descanso, rezando por las noches para que aparecieran lo antes posible, porque su padre juró por todo lo sagrado que como pasaran más de tres días fuera de casa, la próxima vez que los viera, los mataría.

-¿Pero qué dice? ¿Acaso es posible que esté hablando en serio?

-Jamás hablaría así del señor de la casa si no fuera por hallarnos en circunstancias tan especiales. Créame cuando le digo que tomó esa decisión y no va a echarse atrás. Tal es su determinación que, temiendo reblandecer su corazón, ha contratado a un hombre para llevar a cabo tan terrible cometido. Le aseguro que hay un hombre de tales características esperándonos abajo, no quería llegar a esto pero si pudiera ayudarnos...

La mujer comenzó a desabrocharse el vestido, acallando con un delicado ademán las objeciones del hombre. Se dio la vuelta y descubrió su espalda plagada de heridas, cicatrizadas recientemente, que se extendían como gusanos carnosos por su, en otro tiempo, suave piel.

Ante tal imagen las dudas comenzaron a disiparse, esas heridas tan recientes debían haberse inflingido por alguien que aún consideraba legítima la esclavitud. Por si fuera poco, los ojos de aquella mujer, al hablar de su señor, reflejaban un temor recóndito, tanto tiempo enterrado que había anclado en las entrañas hasta enquistarse. Junto a ella se aferraban aquellos dos chiquillos, nada en sus rostros hacía parecer que temieran o quisieran alejarse de ella.

-Por favor señora, cálmese y dígame en que podría yo ayudarles.

-Verá señor, como le he dicho, por mucho que cueste de creer, tal es la perversión de mi señor, que ha contratado a un hombre para hacerse cargo de sus propios hijos; y estoy segura que en ningún caso habrá contemplado dejarme con vida. Ese asesino está abajo, esperando a que aparezcamos por una de las entradas de la montaña. Yo querría, más bien necesito, pedirle que nos lleve; ocúltenos en su carro y salga de esta montaña sin parar ni mirar atrás. Ese hombre nada tiene contra usted.

Se quedó callado, analizando variables, calculando posibilidades. Aquel asesino era sin duda una persona de mano letal, cercano a la muerte y carente de escrúpulos, si había sido capaz de aceptar tal encargo. El sitio estaba lo suficientemente apartado como para que los disparos no llamaran la atención. Aunque pudiera ocultarles y salir a buen ritmo de la montaña, sería el asesino quien escogería si perseguir al carro y abandonar la montaña o quedarse allí esperando a su presa. Si ese pistolero decidía ir tras ellos, no cabe duda de que no viviría para contarlo. Pensó en negarse, pero volvió al rostro de la mujer, recordando tiempos amargos suavizados por la reparadora bendición de la oportunidad. Tomó su decisión y comenzó a dejar todo el equipaje en la cima de la montaña. Apartó la lona del carro y les indicó:

-Por favor, sean tan amables de subir. Al venir llevaba el carro con esta lona y algunas cosas dentro, suban y esperemos que su hombre se haya fijado en el detalle. Una vez abandonemos la zona de la montaña les dejaré en el camino viejo, antes de entrar en territorio indio; allí nos separaremos.

-Muchas gracias, señor, de verdad que no sabe el bien que ha hecho. Si pudiera imaginar, siquiera, lo que esto significa para nosotros.

-No diga más, vayan colocándose; deme solo un momento... si este ha de ser nuestro viaje final, necesito que esta vista sea lo último que bombee mi cabeza.

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