lunes, 10 de marzo de 2014

El saloon

El sol comienza su viaje de regreso al hogar, tras las montañas, a través de un cielo limpio y claro. El rastro de luz encarnado araña el horizonte, realizando la última ofrenda de la jornada; apenas un guiño diurno, recibido como lluvia en mitad del desierto. Las voces se alzan, los ánimos embravecidos apuestan por un último esfuerzo y llegan las notas finales de metal sobre madera.

Edward colocó con cuidado las patas, apartó la tela y observó el mundo a través de la caja, absorbiendo el punto de vista que quería ofrecer. No dijo nada, se tomó el tiempo de la primera mirada, íntima y personal, y salió de la oscuridad; dio media vuelta y, orgulloso, sonrió hacia el traje blanco.

Asomado a la ventana de su habitación, sobre esqueletos crudos de madera, observaba DeLoyd el éxito conseguido a partir de restos, herrumbres, astillas y todo cuanto pudieron arrancar de su propia vivienda. Como capitán, desde castillo de proa, admiraba cómo, una vez más, todo cuanto pensaba imposible de hallar en el ser humano, volvía a surgir.

Abajo, junto a la entrada, descansaban los demás, entre risas y brindis, con los huesos molidos y el espíritu henchido por el éxito conjunto. Había quienes pensaban ya en ascuas encendidas, cartones sobre verde, el despertar de la sed y caras nuevas haciendo camino.

Ante ellos se erguía hacia el cielo, desafiando las leyes, el edificio insignia. Desde la calle central, se alzaba la gran entrada, con sus puertas batientes y, sobre ella, el viejo cartel reparado por las manos de un líder que trabajó codo con codo, como uno más, comprendiendo necesidades, confiando en los suyos. Dentro podían verse mesas y sillas, rescatadas de la desgracia, y una magnífica barra que se alargaba hasta el final de la estancia. Arriba, los ventanales del primer piso, más estrecho que la parte inferior, mostraban las mesas de juego y el escenario desde el que una voz femenina soñaba con volver a manifestarse libre. Y, allá en lo alto, el tejado cerrado en punta que, como iglesia, indicaba a todo aquel que pasara que allí había un lugar donde descansar el cuerpo y calmar el espíritu.

Jonowl, paladeando los ecos del bourbon, miraba desde el lateral la herida profunda que el agua había dejado en el suelo y cómo, asemejando la consecuencia violenta de un ser gigantesco, esta seguía subiendo hasta dividir el edificio en dos, unido únicamente por su pasarela de troncos, algo tosca y sencilla, pero firme y resistente.

La parte derecha del edificio, la más alejada de la calle, se erguía como su hermana; con una sala inferior destinada a la charla tranquila y algunas habitaciones que aseguraban la intimidad. Mientras, el piso superior garantizaba a sus visitantes el abrazo reparador de Morfeo. Mas si algo llamaba la atención era la parte superior del tejado, aun más alta que la de su hermana, sobre la cual un experimentado Will Nake había conseguido colocar el púlpito desde el que contemplar el territorio circundante y emitir el entusiasta y potente tintineo de una pequeña campana. 

Will estaba pletórico, no solo por demostrar que había sido posible, sino por recordar a todos y a sí mismo que el abrumador peso de los años podía volverse liviano en solo un segundo; que la mera presencia del reto activa el ímpetu vital del animal humano; que no se está muerto hasta que es demasiado tarde para darse cuenta. La sangre hirvió como volcán y un aullido de júbilo erupcionó a lo largo del pueblo. Rió feliz y volvió a reír junto al resto al pensar que, alcanzado el cielo, llegaba la hora de saber cómo demonios bajar de allí.

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