Con el sol a su espalda, envía un último saludo y abandona el monstruo mecánico que ruge y silba entre brumas de vapor y bocanadas de humo negro. Cruza la pequeña estación con calma, a ritmo de bota contra madera, inclina levemente la cabeza y envía la mejor de sus sonrisas a las sorprendidas lugareñas. Atraviesa la calle polvorienta, dejando de lado lugares más adecuados para entrar de lleno en el saloon.
-Buenos días. Un vaso de agua, por favor.
Las voces callan. Los rostros se vuelven hacia el visitante y se forman miradas perdidas en semblantes de incomodidad. Allá en las mesas, alguno mira a otro lado, como si la partida no fuera con él. Arriba en las escaleras, un buen samaritano recoge el dinero que tan generosamente había dado a una de las chicas, empujándola lejos de él, no sin cierta delicadeza. Abajo el barman resoplando, tieso como un muerto, coloca sobre la barra el vaso de agua mientras maldice cien veces su suerte.
-Disculpe, reverendo, creo que este no es un sitio digno de usted. ¿No preferiría que le llevara una mesa y una silla en el solar que hay detrás?, estaría mucho más tranquilo, lejos de esta gentuza.
-No te preocupes, hijo. Mi misión es predicar, unas veces frente a la gratificante piedad del fiel devoto; otras frente a la edificante resistencia de la oveja descarriada. El señor nos pone retos para hacernos más fuertes y, ciertamente, este es un buen lugar para ejercitar a su humilde servidor.
-Y eso le honra; pero, ¿sabe?, el caso es que cuanto más se dedique a lo suyo aquí, menos sacaré yo. Si de retos se trata, monte una iglesia y verá como el domingo le llegarán todos estos más descarriados que nunca.
-Sería incapaz de permanecer quieto ahí fuera, mientras parte del rebaño se haya perdido en este engañoso campo de fieltros verdes, cartones coloridos, líquidos embriagadores y el calor efímero de mujer.
-Por favor, sea razonable. Sé que es un hombre de Dios y jamás osaría actuar contra usted, pero aquí trabaja algún que otro ser despreciable para el que un cuchillo en la garganta es poco más que un gesto, sin importar la procedencia del arma ni el dueño de la carne. Lamentaría que, a pesar de su buena fe, algo malo pudiera ocurrirle.
-Tranquilo, hijo. En la estación me he cruzado con un nutrido grupo de señoras piadosas a las que más de uno de los aquí presentes conocerán de compartir techo. No te imaginas la conmoción de mi alma al ver la alegría reflejada en su rostro ante la llegada de un religioso. No he de decirte que son excelentes guerreras, capaces de transformar su dulce rostro en severo semblante y, sin alzar una sola mano, cambiar el mundo de quienes tienen alrededor. Estoy seguro que si bien lamentarías que algo me ocurriera, más lamentarías que se desatara tal infierno.
-¿Sabe?, creo que podré mantener a raya a ciertos elementos. Pero seguro que podemos hacer algo para facilitarme la tarea, ya me entiende.
-Puede que tengas parte de razón, hijo mío... Ha sido un viaje duro y tampoco me importaría algo de tranquilidad; si tuvieras algún lugar blando donde recostarme.
-Ahora mismo tengo una habitación libre; la chica está charlando con los clientes de las mesas de juego. Si no le importa descansar allí.
-Eso será más que suficiente para reparar este humilde cuerpo. Si pudieras traer alguna cosa para comer y algo de beber.
-Verá, comida solo tienen en el hotel o en el almacén.
-Vaya, te agradezco de corazón el esfuerzo de ir a por algo que llevarme a la boca, un poco de carne y patata asada bastará. Ah, de beber será mejor que traigas algo más fuerte, me encuentro un poco mareado. Si no te importa esperaré en la habitación. Seguro que las damas del pueblo, agradecerán las atenciones que he recibido.
-¡Cómo no, reverendo! Pero, por favor, si quiere algo más, no dude en indicármelo...
-Solo una última cosa; si por casualidad subiera la chica, no le niegues la entrada. Sería incapaz de privar a esa pobre criatura del justo descanso.
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