lunes, 12 de enero de 2015

Paganos


Un rayo hiere la inmensidad oscura, blanco vivo sobre negra bruma. Queda grabado en el cielo, el eco incandescente; borrado por el rugido del trueno, ronco, cavernoso y potente. La primera gota, exploradora, acelera su vuelo hasta que en su destino se estrella. Pronto le siguen las otras y, tras un instante, no existen rayos ni truenos, ni noche ni cielo, solo aguacero insistente que moja la ropa, cala los huesos  y nubla la mente.


No tardaron en perder el camino entre la cortina de agua y el fango. Los caballos obedecían las órdenes desafiando al ambiente; pronto notaron la duda en las riendas y comenzaron a caminar con recelo, temiendo en el próximo paso, el mal yaciente. 

No había otra opción salvo acudir en busca de lugar seguro. Fue Fred quien aguzando su vista, descubrió entre destellos y bramidos, los palos y pieles, enhiestos sobre una colina, de los tipis indios de la reserva.

Y hacia allá fueron, luchando contra ellos mismos, contra la tormenta y las fieras. Ocultando el rostro bajo el sombrero, usando una mano para calmar al animal, enrollando en la otra, fuertemente las riendas. 

Al llegar recibieron rostros tristes de caras largas y tiesas. El silencio amargo de quien ha perdido el cielo, el aire y la tierra. A ellos saludó el reverendo: humilde, respetuoso, agradecido y contento. En un vistazo reconoció su credo e hizo alusión a él con el tacto y distancia que todo blanco debe presentar para no levantar recelo. La respuesta no se hizo esperar y pronto tuvieron calor y mantas, un lecho donde descansar y cuenco frugal, más para calmar el ánimo que el estómago. Hablaron largo y tendido de los viejos tiempos, de bisontes en las praderas y pájaros en los cielos; de cuando “el pueblo” viajaba libre sin límites ni fronteras; ni precios ni medidas, adscritos al suelo.

Salieron al alba, desayunando ligero, pues no puede pedírsele mucho a quien poco le queda. Cabalgaban sin prisa bajo un cielo limpio, al abrigo de un sol naciente, inmersos en el aroma húmedo de hierbas y tierra.

-Jamás pensé, reverendo, que le escucharía hablar de espíritus y salvajes. Más bien esperaba cierta repudia y el anhelo de que un punto de claridad infundiera en sus mentes la revelación divina.

-Sabes muy bien, Fred, que no son sino caminos para un mismo fin. Creados para ser recorridos por gentes de una forma y carácter, un pensamiento y un sentir. Si bien el problema estriba a veces, en que no todos los habitantes de un mismo lugar responden por igual a esos criterios; en esta tierra existen multitud de credos para todos aquellos que buscan templanza, coraje y consuelo. No importa el credo si el seguidor lo cree; importa el acceso a la fuerza y el solaz que el creador otorga a su siervo. Te diré, si me apuras, que hasta los ateos acuden a una suerte de ímpetu, empuje o fuerza interior, un ánimo invocado para arremeter contra los escollos que expone la vida y, algo que te confieso me fascina, en dicha creencia la nada que queda al final ya no es vacío y amargura, sino que se convierte en el principal potenciador de la vida; pues la intensidad de la llama solo se valora al completo cuando esta se esfuma. Así pues, no tiene sentido acusar a quien de otro modo cree. Lo más sabio es hacer como los antiguos y preguntar “cual es tu fe” al que tu umbral atraviese.

-No sé, reverendo. Es cierto que a su lado he visto creencias habidas y por haber, con cambios más relacionados con cómo se organiza y quien manda a quien, que a relevancias etéreas; pero lo de los salvajes...

-Todas son diferentes, pero también afines. Ellos ven al creador en todas las cosas, ¿acaso esa idea no te es familiar?, ¿qué más da cómo lo llamen? Solo dos excepciones podría exponer. La primera es aquel a quien le resulta incómoda o increíble la fe que profesa, ya que difícilmente hallará en ella motivo de dicha. La segunda responde a aquellas creencias que niegan o anulan a una parte de sus seguidores, sea blanco, negro, amarillo, niño, anciano o mujer; ya que, aunque parezcan felices, nadie alcanza la dicha aceptando que el mal reside dentro de su ser. En algunas creencias son estos mismos estigmatizados quienes reproducen y defienden dichos valores; aunque parezca extraño es comprensible, ya que si ello no pasara al siguiente, ¿qué sentido tendría el sufrimiento vivido? no tendría provecho ni justificación, por lo que se enquista la culpa de lo aceptado, en lugar de provocar la búsqueda de libertad para el siguiente.

-Bueno, de acuerdo. Digamos, pues, que hablamos en sus términos y así estamos a buenas con ellos; porque del resto de cosas me pierdo. Pero hay algo que sigo sin entender lo mire por donde lo mire...

Zek seguía al paso, con las palabras de Fred rondando a su alrededor como moscas incapaces de alterar su rostro ausente, fijo entre el marrón y el azul anaranjado del horizonte.

-Te diría que la solución pasa por dejar que cada cual escoja su creencia, ya que si bien todo el mundo puede destacar en una tarea, solo en aquello que uno escoge libremente puede alcanzarse la excelencia. Y debe ofrecerse todo el tiempo que da la vida para tal decisión, ya que dar a escoger a alguien, en breves instantes, entre cambiar de vida o seguir con lo conocido, es apostar por lo segundo teniendo al miedo como as en la manga o valido.

-Si todo eso está muy bien. Respetamos a esa gente y su creencia y la forma en que ven el mundo. Les tratamos con agradecimiento y prudencia, ya que somos sus invitados, pero lo que de verdad quiero saber es a qué demonios venía tanta generosidad, lo que me atenaza las tripas y me remata es por qué que pensó que era buena idea darles el poco dinero que nos quedaba.

-Fred, amigo, debemos mucho a esa gente; todo ese vasto territorio de sus cuentos y leyendas es el suelo que ahora pisas; toda la caza que no pudieron darte, todas sus gestas perdidas, no son sino la cuna de nuestros éxitos, nuestra libertad y nuestras conquistas. También tiene algo de peso, por supuesto, que ese dinero llevaban observándolo desde el primer momento en que entré y vi claro en sus ojos que estaban ansiosos por aceptar el bello brillo del metal en lugar de la oscura sangre de nuestro cabello.

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