lunes, 11 de mayo de 2015

La espera

El sol desaparece tras el horizonte, la luz se desvanece pero las palas continúan cargando polvo y ceniza. Rostros sucios y sudados, labios resecos, miradas turbias y portes pesados. Todos, en silencio, trabajan duro para no dedicar un segundo a imaginar el destino que van a sufrir. Han conocido el terror de la lucha, el dolor y la pérdida que deja la muerte, pero nada supera el vivero de terribles visiones que otorga la espera.

Hacía tiempo que DeLoyd y Ángel habían partido en busca de ayuda... demasiado tiempo. Todos continuaban las tareas de reconstrucción. Solo Jonowl y Tabitha seguían observando el horizonte, desde el puesto elevado en la arboleda, pero ya no buscaban el traje blanco del alcalde ni el sombrero ancho del conductor de la diligencia. Ahora permanecían en su observatorio con la funesta tarea del vigía que sabe que cualquier novedad traerá la desgracia.

Había escalofríos, nervios y sombras en la mente. Las reacciones repentinas y los ojos, cuyas pupilas cristalizaban las almas erizadas, mostraban el cable tenso que recorría a cada uno de los habitantes del pueblo. No se trataba de un susto, un estallido nervioso que, como cuerda de arco tensada, se disipara al pasar el trance. No existía el alivio de la presión ejercida con un fin u objetivo, se trataba más bien de un estado de alerta permanente. Ese peso los iba aprisionando cada vez más hasta el punto de hacerles desear que llegara el final.

El sheriff Nake caminaba sombrío, llevando las maderas que aun podían reutilizarse para que Ralph y los otros pudieran reparar un pueblo que, con total seguridad, iban a perder. Miraba la tabla, quemada por los bordes, y recordaba la misma espera años antes, cuando su vida corría peligro y se vio obligado a marcharse, para ahorrarle problemas al pueblo. Observó al resto de la gente, abatidos pero fieles a sus principios; ahora, al menos, las cosas eran distintas.

Entonces Jonowl dio una voz. Un carro se acercaba por el sur, el lado contrario al que se macharon DeLoyd y Ángel. Ni rastro de peligro, solo una mujer y dos hombres; uno de ellos llevaba ropas de predicador. 

La novedad trajo algo de aire fresco y todos fueron al encuentro.

El sheriff se adelantó y llevándose la mano al sombrero, saludó.

-Buenas tardes caballeros; señora.

Conducía el carro un tipo bajo y corpulento, a su lado iban el predicador y una mujer, en quedo combate por hacerse sitio en el banco. Por la parte del carromato asomaba un perro y las miradas curiosas de dos niños.

-Buenas tardes, sheriff. Mi nombre es Zek. ¿No será, por ventura, este lugar Canatia?

-Así es, reverendo.

Zek se disponía a contestar cuando la viuda del desierto le interrumpió.

-¡Así que este cenicero es el bendito pueblo que nos iba a ofrecer un gran porvenir! ¿No te cansas de equivocarte, papagayo?

El sheriff calló en seco y una sonrisa rompió la palidez de su rostro. El resto de la gente rió ante el estallido de la mujer.

-Mire bien, señora, no deje que el evidente desastre nuble su juicio. Sin duda este no es el pueblo que usted recordaba. Si mira más allá de los escombros verá que hay casas, un banco y hasta parece que aquello es un saloon. Busque en el pasado y podrá valorar las evidentes mejoras que ha habido o ¿acaso ha olvidado el interés que despertaba su documento?

Al escuchar aquello, Edgar se acercó sorprendido.

-Un momento, reverendo, ¿ha dicho documento? No estará usted hablando de una concesión en este pueblo.

-Eso mismo, caballero. Es un documento que tenía el marido de la señora aquí presente y que pasó a su poder tras la defunción del mismo.

-Mis condolencias, señora.

-Gracias caballero, pero ya he llorado suficiente. En cuanto al documento, indica que tengo derecho a un lugar donde vivir; pero aquí el reverendo me habló de un pueblo en pleno desarrollo...

-Vamos, señora, no deje que el desánimo la posea. Nuestro Señor nos salvó de los bandidos y permitió que llegáramos aquí. Sin duda es designio suyo que nos establezcamos y ayudemos a estas gentes.

-Deja de hablar de ese Señor, que más parece tuyo que de nadie, a juzgar por cómo lo invocas una y otra vez cuando te interesa.

-Señora, no me mente al altísimo como si fuera una deidad barata. No olvide que si está usted aquí es porque Fred y un servidor acudimos en su ayuda.

La viuda del desierto abrió los ojos como platos, frunció el ceño y esgrimió el dedo índice contra el ministro del señor.

-¡Será posible lo que estoy oyendo! ¡Jamás les pedí ayuda, ni a usted ni a su amigo! ¡Yo sola hubiera bastado para protegerme de esos tipejos, como he hecho tantas otras veces! ¡Mire señor, se lo dije una vez y se lo vuelvo a repetir; ese dios del que tanto habla me dejó en medio del desierto porque sabía perfectamente que podría cuidarme! ¡Aun le diré más, estoy convencida de que la culpa de que esos individuos vinieran es suya, del mismo modo que es responsabilidad suya que ya no quede ni rastro de mi antigua casa!

Fred soltó las riendas, apoyó la barbilla entre sus manos y miró hacia la gente del pueblo con resignación.

-¡Señora, ya está bien! ¡Comprendo que ha estado viviendo allí sola durante mucho tiempo y que está un poco asilvestrada, pero no debería olvidar que algo en su alma estaba roto ya que era incapaz de abandonar aquel lugar! ¡Tenía miedo, comprende? ¡Miedo porque necesitaba volver a estar en paz tras tanto tiempo sobreviviendo!

La mujer enrojeció de ira, el pelo se le erizó, los ojos fulminaron a aquel hombrecillo y una voz surgió hiriente hacia quien con tanta libertad osaba hablar de ella.

-¡Tú! ¡Tú, reverendo de pacotilla! ¡No vuelvas a permitirte hablar así de mí! ¡Qué sabrás tú de sobrevivir si no es a costa de otros! ¡Como vuelvas a insinuar que tenía miedo, como vuelvas a afirmar que no podía abandonar el que por tanto tiempo fue mi hogar, te volaré la otra oreja y te partiré los dientes como hice con tu amigo!

Ya no se oían risas, todo el público era una fila de bocas abiertas incapaces de asimilar la fuerza que aquella mujer despedía. Fred se apartaba cada vez más, mientras el reverendo, firme como una roca, tomaba aire para disparar su réplica. Pero el sheriff se acercó a ellos, extendió ambas manos e hizo ademán de llamar a la calma.

-Por favor reverendo, señora, tranquilícense. No sé qué diablos les habrá pasado en ese lugar del que hablan pero es evidente que necesitan descansar.

-No sheriff, me temo que la señora es así, está en su naturaleza.

-Oh vamos, habló el santo varón que lo primero que hizo al llegar fue intentar coger mi dinero y el maldito documento.

La indignación rasgó ahora el rostro de Zek, quien encajó airado el golpe y se dispuso a devolverlo.

-¡Maldita sea, cálmense de una vez o los llevo a la cárcel!

La voz del sheriff resonó en todo el pueblo. Fred pareció aliviado. La viuda y el reverendo miraron hacia otro lado dispersando la rabia.

-De acuerdo, ahora que están más tranquilos, dejen que les explique la situación. Ese documento que trae la señora es válido y le ofrece el derecho a un terreno en este pueblo. Aunque nuestro alcalde está ausente, el señor Edgar podría hacerlo efectivo en cuanto quieran y, créanme, nos vendría muy bien un reverendo, pero antes de que decidan nada, me veo en la obligación de indicarles la situación en la que nos encontramos.

Will Nake fue concreto y preciso. Seco y sin las florituras ni los giros propios del alcalde, les expuso la situación y cómo, en caso de quedarse, su vida correría peligro, porque todo parecía indicar que el desastre que alcanzaba a la vista no era más que el anuncio de la verdadera catástrofe.

El silencio volvió a los del pueblo. El mismo silencio que se adueñó de Fred, la viuda y el reverendo. La ira se había esfumado y los ojos miraban al suelo dejando espacio al cerebro para asimilar los cambios.

-Bueno... siendo así... Quizás sea voluntad del señor continuar. Podríamos acudir a algún otro lugar y pedir ayuda, por si su gente no llegara a tiempo.

La viuda miró hacia atrás, en el carro y vio los rostros de los chiquillos y el perro; los cuatro trastos amontonados, y un par de retratos colgados patéticamente de una cuerda a un lado del carro 

-Nos quedamos.

Zek se giró sorprendido.

-¿Cómo que nos quedamos?

-Digo, Zek, que nosotros nos quedamos. Aquí tengo una casa, ¿a dónde voy a ir si no? 

El sheriff intentó buscar las palabras más adecuadas.

-Señora, piénselo bien. Usted no estuvo aquí la última vez, no puedo garantizar su seguridad.

-No es seguridad lo que busco. Lo único que necesito es un sitio donde esconder a los niños hasta que todo pase. En cuanto a ti, reverendo, ya me has traído aquí, has cumplido tu deber, vete pues a donde sea que debas ir.

La respuesta asomaba clara y dispuesta en los labios del reverendo, mas cruzó su mirada con la de Fred y contuvo un segundo el aire. Recordó días antes cómo miraba la concesión de terreno cansado de deambular de un lado a otro, quejándose por el merecido premio que nunca le había sido otorgado.

-Sheriff, ¿es eso de allí una campana?

-Así es.

-Sea. Creo que el señor verá con buenos ojos que nos quedemos a ayudarles, a cambio de que el último piso de esa torre se convierta en una iglesia y allí pueda ejercer este humilde siervo.

-Cualquier ayuda es bienvenida, pero le aviso que ese edificio forma parte del saloon, reverendo; no sé si será lo más apropiado...

-Lo será, sheriff, lo será.

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