No hay sol ni luna, solo una creciente claridad conquista el cielo y baña la tierra. Las siluetas de los tejados se recortan contra un gris tímidamente azulado. El silencio ilumina centenares de huellas, costras de polvo ensangrentado y saca a relucir el enjambre de casquillos que voló de madrugada. Los hombres rendidos continúan firmes, ayudando a sepultar a los muertos o intentando alejar a los vivos de la noche.
En medio de aquel erial de sonidos, un caballo relinchó. Miradas cansadas se dirigieron a la entrada del pueblo, donde seis jinetes esperaban bajo el umbral con ojos fríos, ánimo fresco y colmillos afilados. En medio de ellos un rostro anguloso de cortes marcados y sombrero ancho parecía buscar a alguien entre la triste procesión de muertos en vida.
Los del pueblo observaban con el abandono del desengaño y la incredulidad. Hubo algún resoplido, miradas cruzadas y una risa corta estalló fruto de la impotencia. En realidad nadie quería saber nada. Veían la sombra de aquellos jinetes con la vana esperanza de que fueran meros espectros del pasado; pues sus cuerpos habían aguantado hasta las últimas, sus nervios se habían tensado hasta la delgadez extrema y habían latido dos vidas durante la madrugada. Acababan de descubrir que, cuando ya daban todo por finalizado, cuando el gozo de la supervivencia les otorgó el último aliento para cuidar de los suyos, el último zarpazo de Moodley, estaba a punto de comenzar.
El jinete apoyó sus manos sobre la silla de montar y siguió buscando con la mirada entre la gente, mientras el resto seguía sobre sus monturas, moviendo únicamente las pupilas, grabando en sus cerebros la posición de los posibles objetivos.
DeLoyd dio el primer paso.
-¿Quiénes son, caballeros?
El jinete le ignoró, se irguió sobre la silla y gritó con voz desgarradora.
-¡Will Nake! ¡Sal de donde estés!
Los ojos del sheriff se abrieron, aquella voz le hirió como un viejo gancho que hendía de nuevo su carne agujereando la nuca. Se incorporó, sentándose sobre el camastro de la celda, y miró fijamente la puerta de barrotes abierta. Echó mano de Amy, para comprobar si estaba cargada, y se sorprendió titubeando. Un recuerdo llegó del pasado y rasgó su ánimo: otro pueblo, la soledad ante el enemigo, la liberación del abandono y el amargo rescoldo de la vergüenza.
-¿Estás ahí sheriff?
Revivió el hiriente egoísmo a su alrededor: las miradas suplicantes de quienes, hasta aquel entonces agradecidos, le exhortaban a huir y el estremecedor vacío de quienes callan esperando que el mal trago pase para continuar sus vidas. Hizo acopio de valor y levantó la vista más allá de los barrotes: el suelo de madera, su mesa y la vieja silla que continuaba, sorprendentemente, de una pieza.
-¡Vamos, Nake, soy Rellim! ¡Es a por ti a por quien vengo!
Recordó el peso de la maleta al colocarla en el carromato y el dolor latente al dejar atrás su casa. Recordó cómo, asaeteados por la conciencia, nadie acudió a despedirse. Y el dolor llegó de nuevo ante aquella voz que, habiéndole obligado a abandonar su mundo, ahora regresaba de nuevo para demostrar que ocurriría lo mismo una y otra vez, hasta que la muerte cortara el círculo. Buscó a tientas, bajo el camastro, su vieja taza, mientras continuaba alzando la mirada, siguiendo los listones de las paredes, hasta el marco de la ventana donde la claridad del alba atravesaba las aguas de vidrio. Entonces lo vio. Apoyado en la puerta, con la pierna vendada, Jimmy sonreía con una taza en su mano.
-¿Un último café, sheriff?
Will alzó su taza, vieja y descascarillada, echó un buen trago y sonriendo se dirigió de nuevo hacia el joven Jimmy.
-Amargo y mohoso, como debe ser.
Se levantó con un quejido y, conforme volvió a ganar altura, regresó el color a su rostro.
Pasó junto a Jimmy y el ánimo volvió a latir al escuchar sus pasos tras él. Afuera en el porche, Lily esperaba con un winchester entre las manos y la chistera del Dr.Well cubriendo parte de su níveo cabello. Apenas recordaba ya el peso de la maleta sobre el carro, cuando de enfrente salieron Ralph y Edgar, con pasos cansados y alguna cojera cosechada durante la batalla. Entonces, Nake sintió el paso firme y seguro sobre el suelo.
-Bien Rellim, me buscabas... aquí me tienes. Esto es algo entre tú y yo. Deja a los tuyos al margen y esta gente también lo hará.
-¿Esos? ¡Hubiera jurado que ya estaban muertos! ¡Casi sería mejor que te enfrentaras solo!
Los jinetes dispararon sus risas, secas y ásperas, a través de la negrura de su boca, hasta que un silbido, limpio y claro las cercenó. Arriba en la arboleda, el enmarañado rostro de Jonowl acechaba con los brillos dorados de su rifle. Parecía regresar el murmullo a las filas de los bandidos, cuando un nuevo silbido surgió del primer piso del salón donde la silueta armada de Bison apareció en una de las ventanas.
DeLoyd carraspeó y se dirigió a ellos.
-Me temo, caballeros, que no tienen nada a hacer. Somos más y dispuestos a jugarnos la vida. Si contaban con el miedo para hacernos retroceder, me temo que no va a ser posible. Por si aun lo dudaban sepan que dos más de los nuestros les apuntan desde las caballerizas y que allí en lo alto, en la campana, un reverendo y una mujer, que le acompaña, también esperan el momento oportuno para apretar el gatillo...
Los jinetes estudiaban todos los frentes y parecían otear, incrédulos, bajo la cegadora campana que relucía con los primeros rayos de sol, cuando una voz de mujer brotó de allí.
-¡Que conste que yo no acompaño a nadie, es este quien se pega a mí como una costra! ¡Eso sí, tengo mi henry apuntando a la cabeza del más gordo!
Las poses se descomponían, alguna de las monturas resopló ante la tensión de su amo y los cinco jinetes miraron a Rellim cuando el sheriff se dirigió a él con Amy en sus brazos.
-¿Y bien, qué dices Rellim? ¿Arreglamos esto tú y yo solos?
La mano del bandido se cerró con fuerza y el cuero de las riendas crujió bajo su puño. Miró a los suyos que apartaban sus bestias. Solo, frente a Nake, sin ninguna posición que lo encumbrara, se le antojaba más grande. Entre sudores aflojó los dedos y recorrió mentalmente la distancia hasta el revólver, apenas a un pestañeo antes de escupir muerte. Los otros se hicieron a un lado también, manteniéndose anclados a los bandidos. Nake se mantenía firme, pero el bandido no pudo encontrar sus ojos, pendientes como estaban de sus movimientos y su revólver. Comprendió entonces que a su enemigo ya no le importaba el enfrentamiento, que no estaba sujeto al miedo, como si ya se diera por muerto y solo buscara llevárselo por delante a cualquier precio. Sabía que era más rápido, pero notaba la extraña lejanía de su enemigo y las dudas enmarañaron su alma. Intentó un primer movimiento pero la mano quedó quieta, felizmente atrapada entre las riendas. Arengó a todo el brazo, pero solo llegó a aflojar los dedos. Decidió empezar de nuevo y concentró todas sus fuerzas en un solo movimiento y empujar así su ánimo anclado; mas, al llegar al instante que separa el pensamiento de la actuación, la mano se cerró de nuevo, tiró con fuerza de las riendas y, antes de que los suyos pudieran decir nada, clamó un claro y desesperado:
-¡Vámonos!
Espoleó el caballo como nunca y gritó a todo galope hasta herir la garganta, dejando que el aire engullera su aullido.
A lo lejos, en Canatia, no hubo gritos de júbilo; solo sonrisas, palmadas en la espalda, suspiros de desahogo y la gloriosa sensación que otorga la llegada del descanso.
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