domingo, 1 de julio de 2018

Cavernas



El único punto de luz es un quinqué colgado del techo.

Bajo este, una mesa de madera aloja en sus extremos a dos tipos: rostros sudorosos, afilados, de ojos entornados y mandíbulas prietas; ambos apuntándose con un revólver, índice sobre gatillo.

Tras cada uno de estos tipos hay otro, en pie, apuntando a sus espaldas. Y tras este, otro y otro después y otro y otro más, en dos sucesiones que parecen no tener final. Todos apuntan al que tienen delante, temiendo al que amenaza con disparar a su espalda; en formación perfecta, sin variación ninguna, ni un triste parpadeo.

Hasta que a uno de ellos, tan solo uno más, le parece observar un breve destello, cuyo origen proviene de algún lugar lejos de aquel quinqué que no sabe quién demonios ha encendido.

Parpadea y espera a que regrese el golpe de luz, pero todo sigue igual, salvo que por un momento la mano del revólver se relaja, abandona el gatillo y recupera una pose más cómoda.

Aterrado siente el vértigo al abandonar la vigilancia sobre su presa, el único control que tiene en aquella sala. Tener la vida del otro a su merced parecía diluir el temor que siente ante la amenaza que apunta a su espalda. Un absurdo perfectamente enraizado que comienza a ceder.

Duda si rearmar el brazo y la curiosidad le anima a invertir un instante en observar de reojo al resto. No puede verlos a todos, pero juraría que hay 32 almas.

Mueve un poco los dedos de los pies para abandonar el entumecimiento y comienza a encontrar holgura en su sitio; movimientos imperceptibles para que su guardián no sospeche. Mas una vez comenzado el baile es imposible parar. Abre y cierra la mano, esforzándose por mantener quieta la cabeza. Podría volver a su posición pero no tiene sentido, la vida del que tiene delante no es la suya. No hay alivio en esparcir los sesos de un tipo cuando la verdadera amenaza viene de otro. ¿Por qué continuar?, ¿qué provecho saca de ello?, ¿a quién sirve esa estupidez orquestada?, ¿y quién demonios ha encendido ese maldito quinqué?

El único motivo para apuntar a otro es porque este último sufra lo que él sufre.

Correcto; ¿de qué sirve?

Echa un nuevo vistazo y le parece ver en la otra fila un hueco, demasiado lejos como para estar seguro, pero, ¿y si es cierto?, ¿y si alguien ha sido capaz de irse?, ¿y si él se marchara también? Tan solo se trata de moverse. Lo peor que podría pasar es que le volaran el cráneo de un disparo, y eso pasaría igualmente con el solo hecho de que el de atrás lo decidiera; al menos en este caso él tendría algo que ver en su propia muerte. Además queda otra opción y es que todo vaya bien, que su guardián yerre el disparo o sencillamente se abstenga de disparar por miedo a empezar una acción en cadena que podría activar al que apunta a su espalda. Quizás eso es lo que pasó en la otra fila, en ese hueco que cada vez cree más firmemente haber visto; quizás un movimiento rápido que dejó a su captor con un espacio vacío y el terror a moverse en busca de su presa por si una bala atravesaba su propio cuerpo. Tenía que ser eso, algo rápido, sin pensarlo.




***

Fue un paso lateral grande, como no lo dio nunca. Cayó sobre la pierna dormida y rodó por el suelo hasta conseguir el abrigo de la oscuridad. Sin mirar atrás se puso en pie y observó frente a él pequeños resquicios de luz, puntos demasiado dispersos como para ofrecer imagen alguna, que atravesaban lo que parecían ser gruesas paredes de madera. Tuvo que caminar más de lo que pensaba para llegar. Una vez allí, se condujo a tientas hasta que encontró lo que parecía un saliente con asidero. Tiró con fuerza y un portón comenzó a ceder dejando pasar el destello claro y furioso del sol de mediodía.

Salió con los ojos entornados y la mano en la frente a modo de visera. Aun se encontraba entumecido y trastabillaba un poco al caminar. Junto a la puerta del establo encontró su sombrero y el cristal traslúcido de la medicina que compró el día anterior. Observó la etiqueta: «El elixir curalotodo del Dr.Well»; recogió el sombrero y mandó la botella al infierno. Desgraciado matasanos... y encima aun seguía con ese maldito dolor de muelas...

Listo para marcharse se dirigió hacia la puerta del establo y, tras un segundo de duda, decidió dejarla abierta. Se encajó el sombrero y marchó hacia las afueras con paso distinto, quizás más resuelto.

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