lunes, 8 de junio de 2020

Coyotes

 

No sabe si a causa del fogonazo o el estruendo seco, pero el disparo le abre los ojos de par en par.

Late fuerte la sangre, invocando respuesta. Busca a tientas el rifle y ve a Jake a su lado, revólver en mano, mirando hacia afuera desde el establo. 

Bañado por las estrellas, junto a uno de los postes del techado, Tomás palanquea el winchester. Aterriza el casquillo apagado y todo vuelve a estar en paz.

Patty se acerca, agachada, intentando no hacer ruido.

—Tomás —avisa para evitar el mordisco.

—Coyotes… —susurra el dueño del apeadero— de dos patas.

—Pero ni se ve ni se oye nada.

—Las latas… he oído las latas. Y algo ha brillado allá.

Habla sin dejar de mirar la negrura infinita; universo insondable del que no cabe esperar otra cosa sino mal.

—Patty, hágame caso. Otra cosa no, pero somos nosotros quienes vivimos aquí, conocemos bien a esta gente. Esos coyotes están ahí, esperando el momento para entrar.

Jake se acerca a la casa para comprobar que todos estén bien. Da el santo y seña y se abre la puerta con un Sam afilado, revólver en mano. Más allá, María espera seria y paciente, auténtico tótem indio, sentada en una silla con dos cañones en el regazo; el viejo mira por una de las ventanas con revólver hueco, como si tuviera un cactus en mano, y los Howard, expectantes, junto a la señorita, esperan cerca de la mesa.

Jake asiente y sonríe, buscando tranquilizar.

—Sea lo que sea, parece que ya ha pasado.

No ve el destello, pero escucha claro el trueno y el silbido frío y metálico que se apaga, a tres dedos de su coronilla, en el marco de la puerta. Atruena pólvora de nuevo a sus espaldas y salta a un lado, en busca de cobertura. Sam cierra de golpe y, en el fortín, rendijas y orificios se llenan de ojos.

Patty hace gritar al henry desde el abrevadero.

Tomás está quieto, junto a su poste, con la vista clavada entre la mira y el vacío oscuro que parece no tener final. No se mueve, ni siquiera pestañea; figura estoica que ha dejado de respirar.

Y sigue el tronar de pólvora, de Patty y de Jake.

Y silban los plomos hacia la noche sin que encuentren sitio para descansar.

Solo en un momento, en un preciso instante, brota un destello en la noche que deja a Tomás sin sombrero. Responde este, sin inmutarse, liberando la presión metálica que acciona el mecanismo que golpea metal sobre anillo provocando la chispa; explota, expande y lanza el plomo, cortando el aire, hacia el eco del brillo en el que parece adivinarse un brotar de sangre.

Después, todo silencio. Mas Tomás sigue erguido, esperando, hasta que, segundos más tarde, se escucha, lejano, retumbar de cascos abandonando el lugar.

Relaja entonces el dueño del apeadero; su rostro pierde aristas y vuelve la sonrisa mellada y afable de tranquilidad.

—¿Todos bien?

Asiente Patty y contesta Jake con el brazo en alto.

Se abre la puerta y sale Sam, en dirección a Tomás. El resto le va a la zaga, pero se quedan en el umbral.

—No se preocupen, esos hoy no vuelven, ya les dije que eran coyotes.

Se quedan durante un momento charlando de lo ocurrido. Estiran las piernas y calman el alma para poder de nuevo volver a descansar. Jake y Patty se quedan alerta y les acompaña Tomás hasta que despunta el alba.

***

La diligencia está cargada. Dentro van los Howard, el viejo y la señorita. Jake espera en el pescante y Patty, sentada en la cima, observa los azules, grises y dorados, del horizonte hacia el que van.

En tierra, solo el de los bigotes y el dueño del apeadero.

—Sam, ve con cuidado; esos eran de por aquí, pero venían a por algo que llevas.

—Ya me parecía a mí que lo de White Valley no era casualidad. Pero no tiene sentido, Tomás, no llevo gran cosa.

—Bueno, dijiste que el viejo pagaba bien…

—Pero cobro en el destino. Te digo que no lo entiendo.

—¿Vas a ir por los Cuchillos del indio?

—¿Por dónde sino?

—¿Y si te desvías al sur y tomas el atajo de San Lorenzo? 

—Ni en broma meto mi diligencia en ese infierno. Quiero tener pasajeros cuando llegue y no un puñado de pellejos secos. Seguiré el camino, al menos a uno de ellos le diste, no creo que nos sigan.

—No me preocupan ellos. Los coyotes vienen porque alguien les despierta el hambre. Lo mismo te pasará más adelante.

—Gracias, pero no pienso darles tiempo. En 8 millas llegamos al apeadero de Arroyo seco, a partir de allí el camino mejora.

—Como quiera, Don Summers, usted lleva las riendas.

—Menos cachondeo, viejo mellado. Cuídate, y despídeme de María; en lo que queda de camino no voy a probar nada como su guiso.

Suben los bigotes hasta el pescante. Coge las riendas en una mano y libera el freno con la otra.

—¡Tenía que haber elegido ser dueño de apeadero, Don Summers!

—Para usted el palacio, Don Tomás, prefiero la libertad abrasadora del polvo asfixiante del camino.

Mueve la diligencia, suena metal sobre tierra y, tras atravesar el umbral, arrancan las bestias el baile de crines; levanta la ola de polvo y doblan las alas de sombrero al adentrarse en el mar.

—¡Damas, caballos y Patty! ¡Próxima parada, Arroyo seco!

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