lunes, 12 de octubre de 2020

The End


Entran en Paloverde por uno de los laterales, evitando la calle central a fin de no encontrarse con la parte de los coyotes de Henry que esperan en las afueras.


En el pueblo reina una calma erizada. Por las ventanas asoman rostros tras las cortinas, mientras los más valientes se agolpan en silencio a un lado de la calle observando el saloon donde hace poco acaban de entrar el resto de los secuaces de Tom. Todos parecen adivinar qué está ocurriendo, pero se mantienen expectantes.


—De acuerdo, viejo ¿y ahora qué? 


Jake hablaba desde el pescante, acercando el rostro al interior de la diligencia.


—La parte trasera de la casa de Tobías es aquella de allí; yo me acercaré ahora al pueblo, vosotros ya sabéis lo que tenéis que hacer.


Con la última palabra en suspensión, el viejo pisa el peldaño de la diligencia.


—Espera, será mejor que te acompañe Henry.


—Puedo apañármelas solo, Jake, gracias.


—Es que nos preocupamos por ti, entre otras cosas...


—Vamos, no hay tiempo de discutir —dice Henry mientras da una palmadita en la espalda al viejo— seguro que te vendrá bien dar ese paseo conmigo; aún guardo algo de vida en estos huesos.


Toma tierra el viejo y comienza a caminar mientras se coloca los anteojos; a través del cristal puede verse una callejuela entre dos casas: amasijo de botes, maderas, latas y escaleras a través del cual puede verse la calle central del pueblo con las figuras de los que se mantienen en pie pendientes de lo que está pasando.


Baja tras él Henry. Lleva la escopeta a la espalda y una de sus manos apoya instintivamente la palma contra el pomo del cuchillo, cierra el puño hasta notar la sedosidad del mango de madera y libera los dedos mientras acelera el paso hasta ponerse al alcance del viejo.


—Estoy preparado. Si viene tormenta te quito al que tengas delante y nos largamos. Yo cubriré la retirada.


El viejo asiente sin dejar de mirar a la calle.


—Me parece bien, pero vengo para que nada de eso haga falta. Estos están a punto, solo necesitan un empujón. Déjame hablar.


Llega el viejo y pregunta con aire distraído. Se giran unos cuantos rostros y rápidamente ve los que le interesan, tipos recios y afilados con metal gastado en la cartuchera; a esos se dirige.


Dispara las frases a uno y otro lado, calibrando respuestas, calculando número e intenciones y envía finalmente la bala que da en el blanco, haciéndoles marchar hacia el saloon.


Desde la calle solo puede verse a la gente entrar: porte serio, ruido de espuelas y una endemoniada pausa en los movimientos.


Algo se tensa en el aire y cierto olor a pólvora parece inundar el ambiente. Algunos de los espectadores, movidos por el instinto, abandonan la zona regresando a sus casas. Henry y el viejo se quedan en la calle, esperando. 


Entonces, se abre la puerta de Tobías y sale la señorita O'leary con la mirada clavada en el suelo y una maleta en la mano.


Cruza, temblorosa, el eterno espacio que hay de un lado a otro de la calle. El polvo se eleva con cada pisada y se agarra al extremo del vestido, apagando su tono amarillo y el lustre brillante de las botas.


Empuja la puerta y apenas alza la vista para ver a los coyotes de Henry y los de Paloverde, bien diferenciados, sentados a uno y otro lado del saloon.

Se acerca a la barra, sintiendo las miradas clavadas en la maleta, que cada vez pesa más en su mano derecha. Fija su vista en uno de los extremos de la barra, del que sobresale la mitad de una bandeja. Se acerca y apoya la maleta en la mitad que descansa sobre la barra.


—Un whisky —suena su voz extraña, con fuerza, y se sorprende el barman al ver un par de ojos fieros, apuntados por cierto mechón rojizo que abandona rebelde el pañuelo.


Atrás todos esperan, miran de reojo a los contrarios y adivinan en el gesto del barman que algo no va bien.


Cae el whisky de un trago y baja potente el brazo, golpeando con fuerza el extremo de la bandeja que está en el aire. Se estrella este contra el suelo y vuela libre la maleta liberando los primeros billetes en el aire.


Sale corriendo, sin mirar atrás. Dentro, uno de los de Paloverde coge el asa de la maleta y el cuchillo de El Muerto le obliga a soltarla; tras lo cual, el saloon entero erupciona.


Suenan los primeros disparos mientras O'leary tira el pañuelo al suelo y cruza la calle, con el fuego libre de nuevo, hacia donde le espera el viejo y desaparece entre las casas, mientras Henry les sigue de cerca cubriendo la huida, escopeta en mano.


Un poco más allá, Sam toca las riendas y la diligencia abandona la casa de Tobías, recoge a los tres pasajeros y, dejando atrás el granero, abandonan el pueblo por el mismo lugar por el que entraron.


Ya desde el camino, ven a lo lejos los coyotes de Henry que desde las afueras cabalgan hacia el pueblo atraídos por el sonido de la pólvora.


***


—Y estalló más pólvora, más balas sonaron y la sangre siguió brotando; pues los pocos de Paloverde que no habían entrado en el saloon, se encontraron con los coyotes de afuera. Algunos de los que miraron desde las ventanas aquel día, cuentan que apenas podía verse nada entre el coágulo de polvo y humo que envolvió ese día el pueblo; algunos se lo inventan y otros interpretaban lo que creyeron ver; pero solo yo sé lo que pasó.

     Yo sé cómo cayeron todos, unos a manos de otros; cómo cayó todo aquel que observó de cerca y cómo mudaba el rostro de cada pobre diablo que conseguía llegar a la maldita maleta que, quitando una triste docena de billetes, nada tenía salvo peso muerto.

     Soy yo el único capaz de contarlo y que sabe que el dinero quedó a buen recaudo en una pequeña bolsa, junto a Tobías, dentro de la diligencia.

     En cuanto al resto, se dice que Henry regresó a sus tierras, que O'leary fundó un rancho en algún lugar más allá del desierto, Sam continuó con su diligencia y los Howard vendieron la historia a cierto periódico del este, sin mucho éxito, y continuaron enviando artículos y fotografías desde el oeste. En cuanto a Patty y Jake, los dos que comenzaron esta historia, poco se sabe de ellos. Pero si queréis saber la verdad, parece que esos dos ligaron su destino al lugar que les otorgaba el papel que guardaba Jake celosamente en su chaqueta. 



La familia observaba encandilada al hombre que hablaba en pie, iluminado por las llamas de la hoguera. 


—Disculpe señor —dijo el pequeño de los cuatro— pero si nadie sobrevivió, ¿cómo puede saber usted lo que ocurrió?


El hombre se incorporó tras recoger la chistera ajada, la sacudió un poco y contestó. 


—Verás pequeño, puede que algo supiera el día que los vi en Arroyo seco post; pero la verdad es que lo sé porque todo lo que ocurrió, desde el principio, solo los muertos lo saben y hace tiempo que camino con ellos. Claro que también puede ser que simplemente me lo haya inventado.


Se colocó la chistera, cogió un trozo más de carne asada y la botella por abrir que descansaba sobre la mesa.


—Sea como sea, les agradezco su hospitalidad todos estos días y que me hayan dejado acompañarles; que tengan un buen viaje y una feliz estancia en ese lugar que les espera. Tardaremos mucho en volver a vernos.

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