Olas de tañido metálico inundaron la
gigantesca sala. Cientos de manos colocaron las últimas
piezas, mientras enormes máquinas ahogaban sus movimientos hasta
la llegada de un nuevo día.
Minutos después, nada quedaba en
aquel lugar diáfano de columnas metálicas, salvo restos de
algodón suspendidos en el aire. Quieto, echó un último vistazo antes de marchar.
Tomó el camino corto, a través de la
calle de los gallos. En el suelo, los despojos sangrientos
atestiguaban la jornada diurna. Tras las esquinas se adivinaban
sombras al acecho, desilusionadas tras descubrir en su presa a otro
desgraciado sin nada que ofrecer.
Giró en la esquina del saco, llamada
así por el traje que ponían a los despistados que caían por la zona. La estrecha callejuela comprimía paradójicamente el
exótico aroma a opio de un antro obscenamente caro, junto al hedor de
hacinamiento humano que emanaba cada uno de los minúsculos pisos.
Pasó por el Gran Burdel, pues así
llamaban a las dos calles, con sus correspondientes callejones, en
las que las prostitutas ofrecían sus encantos con sonrisas caídas y
el recuerdo siempre presente del recaudador de genio corto y hoja
larga.
Cruzó la zona del lodazal, nido de
ratas grandes como perros donde se amontonaban los desperdicios del
resto de la barriada. Subió los 60 peldaños de madera carcomida y
buscó las llaves de su humilde morada.
Dejó el abrigo en el clavo romo tras
la puerta. Encendió la vela que guardaba junto a la entrada y caminó
hacia la pequeña habitación donde, adherido a la cama se alzaba un
forúnculo de madera en el que guardaba algunos papeles, tinta y los
útiles de escritura que aún conservaba de su época de estudiante.
Paró en la despensa para coger algo de
pan duro, queso mohoso y el recuerdo de una botella de bourbon. Subió
a la azotea, donde le esperaba la silla de madera de la noche
anterior. Se sentó y contempló la ciudad desde lo alto. Un espacio
magnífico de espigados edificios, punta de lanza de la civilización. Un espacio que cría en su interior, lejos del aire limpio de las alturas, coágulos
de mugre y humo, pese a los cuales no dejan de escucharse risas,
silbidos y canciones de quien no tiene otro sitio al que llamar casa.
Como siguiendo un ritual establecido,
sitúa la silla de espaldas a la urbe. Hacia los campos verdes y
altos árboles para los que las grandes gestas humanas no son más
que un guiño en el tiempo; para los que el nacimiento de las
ciudades, su enquistamiento y posterior muerte, no son más duraderos
que un puñado de azúcar sobre un hormiguero.
Muerde algo de pan y deja que el
alcohol raspe y trepe hasta el cráneo. Saca sus utensilios y
comienza unas líneas sin importar cómo queden; escupe de dentro
el cuajo amargo de un deseo por cumplir.
“Hoy abandonaré las vías fijas del tren. Mañana
cuando amanezca, esta silla seguirá orientada hacia el bosque.”
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