lunes, 15 de abril de 2013

Tabitha Seanlan


Llamaron un viernes por la mañana. Se encontraba sola, acabando su último bordado para la fábrica de los Wildber. 
Había sobrepasado ya la edad límite en que una airada y graciosa jovencita se torna incómodo problema, los rumores crecieron y algún alma caritativa convenció a los Wildber de que la joven Tabitha debía centrarse en otro tipo de quehaceres.

Dejó a un lado la labor y caminó hacia la puerta. Tras el cristal traslúcido una figura esperaba, sombrero redondo de ala corta y leves movimientos entrecortados, fruto del nerviosismo. Notó el pomo extrañamente frío, asió fuertemente el vestido con su mano izquierda y abrió.

La figura dio un respingo y se repuso al momento, reveló un frondoso bigote y pequeños anteojos agarrados por dos finísimas patitas metálicas a una redonda y rolliza cara. Se quitó el bombín y emitió una triste sonrisa al tiempo que saludaba con tono irregular.

-Buenos días... ¿La señorita Seanlan?
-Yo misma, ¿en qué puedo ayudarle, caballero? -la mirada del visitante bajó un segundo hacia el sobre que llevaba en su mano derecha. Pese a las disculpas y condolencias protocolarias musitadas por los finos labios embigotados de aquel hombre, Tabitha ya no pudo apartar la vista de aquel pedazo de papel.

-…por lo que estoy a su disposición, señorita, para cualquier operación que sea menester. Aquí tiene mi tarjeta para cuando considere oportuno contactar conmigo. No debe preocuparse por los trámites del sepelio, el señor Seanlan lo dejó todo arreglado.

Encontró un resquicio de aliento para musitar una despedida y con un sutil movimiento de cabeza arrebató el espacio necesario para cerrar la puerta. Dio media vuelta y vio el pasillo, extenuantemente alargado, bañado por una pálida luz. Notaba el papel rugoso en su mano derecha y observó con sorpresa como seguía su mano izquierda, completamente rígida, aferrada al vestido. Permaneció así un momento, buscando algún tipo de sentimiento, mas nada halló en su alma.

Volvió a su silla, dejó el sobre encima de la mesita redonda y continuó con su labor. Con cada puntada visualizaba el camino que de ahora en adelante debía recorrer. La boda con algún honrado ciudadano era el primer paso; contratar servicio adecuado y entrar a formar parte del mundo real, también eran pasos de suma importancia; las reuniones en sociedad con las damas de la ciudad no podían demorarse si quería formar parte de un grupo verdaderamente influyente...

El agudo dolor del mordisco de una aguja le arrancó de su trance. Dejó a un lado la labor y observó con curiosidad el sobre. Un pequeño paquete, poco más grande de un palmo, contenía el resultado de toda una vida. Tenía curiosidad por ver hasta dónde había llegado aquel hombre. Abrió el sobre con sumo cuidado, intentando no rasgar los bordes, y quedó abrumada por la cantidad de datos inscritos en aquellas hojas.

Pasó un rato mirando todo en conjunto, sin forzar la comprensión. Cogió una de las copas y templó el estallido nervioso con un poco de licor dulce. Al abrigo de la sombra de embriaguez tomó los papeles y se dirigió al despacho; encendió el quinqué, colocó los papeles sobre el tapete de piel y se sentó en el viejo sillón de su padre. Allí dejó que el tiempo se acelerara desentrañando el contenido de las cifras, vislumbrando posibilidades y adivinando pormenores; descubriendo, en definitiva, que la capacidad se debe principalmente al ánimo; asumiendo la certeza de que no estaba hecha para la vida que le habían construido; que, pese a haber nacido allí, no pertenecía a ese mundo; que la única forma de estar en paz sería construir su propia senda.

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