lunes, 17 de junio de 2013

Jonathan Woodheart (5)


Aún recelaba de la arena seca, las hierbas amargas abriéndose camino en la roca, los árboles erguidos en solitario, últimos testigos del que había sido su hogar y, por encima de todo, el implacable sol que proyectaba, burlón, la ilusión fresca de su propia sombra. Pese a todo, estaba feliz, con las marañas tejidas durante años abandonadas en los dedos leñosos del frondoso bosque. Sonriendo al ver en sus manos el regalo que acababa de recibir.

Peculiar sombrero negro, de excelente confección, corona alta de chistera media, ala corta de redondeo frugal; con porte gracioso, tenuemente combado, reverencia leve a la vida espartana. Recordó a los acaudalados señores con tocado similar y traje oscuro, dignidad inicial, que, tras apelotonarse en teatros, óperas y reuniones, se perdiera entre boscaje de copas y la vulgaridad de norma. Es por eso que admiraba la herida del mundo exterior sobre tan reglamentado objeto; luciendo, además, el distintivo marrón rayado, recuerdo de su compañero, desaparecido una vez abandonada la espesura.

Curioso regalo, el único objeto de valor de aquella pareja, ofrecido con gusto junto a algo de comida, en agradecimiento por la reparación de su carreta. Jonathan sentía el ánimo vivo de quien supera un reto, pese al entorno, la falta de recursos y de conocimientos específicos. La vida en el bosque le había enseñado que todo problema tenía solución, la experiencia y el grado de perfeccionamiento conseguía alargar el tiempo de vida del remedio. Así se lo hizo saber a aquel matrimonio, a fin de que evitaran movimientos bruscos y terreno accidentado; ya que las acanaladuras realizadas en el eje, y las ramas insertadas para reforzarlo, aguantarían un tiempo limitado hasta que alguien con mayor pericia consiguiera un arreglo más duradero. Por suerte su destino, una población que en medio de aquel erial se alzaba pletórica en opulento desarrollo, no estaba lejos. Así atestiguaban los generosos acuerdos que llevaban consigo, por los que obtendrían una vivienda en la población y una concesión maderera en el monte cercano.

Se probó su obsequio y lo notó cómodo, bien fijado pero sin apretar, con el hueco suficiente entre la cabeza y la parte superior como para alejar el calor. Mientras seguía caminando, decidió pasar tiempo por aquellos lugares, aprendiendo los lenguajes del entorno, para después visitar a aquel matrimonio aventurero. Imaginaba una buena casa de madera, no demasiado grande, pero bien construida, con espacio suficiente para un par de cachorros, mientras una sólida cabaña coronaba el promontorio de la concesión maderera. Posiblemente le dejarían alojarse los días de visita en la cabaña, junto al mundo libre pero con el calor de un hogar; con la comodidad necesaria para ofrecer descanso y la sencillez imprescindible para evitar la asunción de tareas accesorias.

En esas andaba, recorriendo el territorio en busca de indicios de agua, zonas de caza y accidentes rocosos para improvisar un campamento base, cuando un graznido de pólvora atravesó la calma. Atraídos por el ruido, pronto más pajarracos de plomo emitieron su grito. Jonathan siguió el alboroto hasta subir una pequeña loma.

Al otro lado, la carreta de la pareja de aventureros permanecía cruzada en medio del camino. Sus dueños, a cubierto, abrían fuego contra tres jinetes que colocaban balas con mortal precisión. Las prisas se agarraron a su cabeza y Jonathan rompió el sello de tela que cubría su rifle. De nuevo lo observó, magnífico, con la hierática madera oscura y el gélido metal. Se llevó el arma al hombro hasta notar la suavidad de la culata y observó, de nuevo, el mundo a través de la pequeña mira metálica: dos de los jinetes se acercaban a la carreta abriendo fuego con tal precisión que los del carromato apenas podían asomarse a disparar; mientras, el tercer jinete se mantenía rezagado. Jonathan se agachó para ofrecer el menor blanco posible y tiró hacia abajo de la palanca; escuchó el chasquido y dibujó una sonrisa involuntaria, terriblemente sincera. Condujo el arma hasta uno de los jinetes acompañándolo mientras cabalgaba, ondeaba el rifle con el vaivén, manteniendo alerta el tendón del dedo índice hasta que en una de las subidas de la cabalgada tiró interiormente del cable y el gatillo se liberó de la presión; al instante el sonido se manchaba con la nube de pólvora y la oquedad roja de la cabeza del jinete. No pudo acallar el grito de júbilo, ni evitar la sed primitiva que lo levantó por los hombros en celebración orgullosa. El jinete rezagado, ya en alerta por el disparo, no tuvo dificultad en situarle; pero aún estaba demasiado lejos. Volvió, ansioso, al segundo atacante, que se encontraba ya demasiado cerca de la carreta, accionó de nuevo la palanca, el casquillo ofreció su tintineo al sol y el proyectil de plomo voló hacia su víctima alojándose en el costado; apenas dio un movimiento brusco, intentando equilibrarse, cuando palanca, hambre, gatillo y plomo aunaron fuerzas para volarle la parte inferior de la mandíbula, derribándole de su montura. Miró como el hombre de la carreta abandonó su refugio para acudir al jinete abatido y coger sus armas; observó la cabeza de aquel hombre a través de la mira, apetecible, como fruta madura a punto de coger, clamando a gritos el artístico reventar; accionó la palanca, salvajemente feliz, apuntó con calma, regodeándose en el proceso, llevó el dedo índice al insaciable percusor de fino metal y le asaltó repentina la imagen de los dos grandes ojos de su compañero. Recordó aquellas potentes y eficientes garras, utilizadas solo en el momento adecuado, el pico corvo que jamás devoraba para saciar hambres imaginarias; comprendió lo aterrador del momento, bajó el arma y recordó la discreción del atacante, el manto oscuro de que se envolvía para ejecutar con eficacia, sin darse a conocer. Cuando volvió en sí, el tercer jinete estaba casi encima; sorprendido, apenas tuvo tiempo de reconocer aquellas patillas pobladas, vistas por primera vez en el valle, escuchó un estallido y notó la bala, indolora, rasgando fibras de piel y carne de su brazo derecho. Disparó instintivamente y el torrente de dolor lo arrolló hasta echarlo al suelo. Con los ojos entrecerrados vio al jinete, derribado, maldiciendo mientras dirigía el arma hacia él; intentó coger su rifle, pero el brazo no respondía. Se preparó para lo peor y esperó el disparo de salida, cuando un mágico ulular interrumpió el adiós. Amordazado por el dolor, apenas vio nada, a sus oídos llegó un grito, amortiguado por la inconsciencia, que se repetía una y otra vez “mis ojos... mis ojos...”.

Abrió los párpados con tacto legañoso, sabor a tierra y olor a sangre; el mismo suelo de arena seca, las mismas piedras pulidas por el viento y el cadáver inerte del jinete sin montura. Todo bajo ese implacable sol, ¿dónde estaría ahora su regalo?, si al menos pudiera cogerlo y morirse sin el maldito calor hirviendo su cara... fue entonces cuando algo cayó del cielo; un borrón azul, una suerte de mancha que, en su delirio, bien pudiera haber sido un elegante sombrero de señora.

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