El Sol doblaba el aire, torciendo imágenes en el horizonte. Plantas cerradas, verdinegras, se alzaban con espinas grises sobre el árido suelo arenoso. Un mar amarillo rodeado de oasis ilusorios, invadido por fino polvo que se aferra a las ropas del extraño, penetrando en la nariz hasta crear costras pastosas en el pórtico de la garganta. El caballo seguía, ojos anclados al suelo, hasta que, al fin, aparecieron deformes, las primeras casas de madera.
No era un gran pueblo, apenas una docena de casas, diseminadas a ambos lados de la calle. Edificios modestos, con un rascacielos de dos plantas para calmar la sed, engendrados con madera, apenas tratada, que el clima se encargaba de conservar. Un cuadro estático en el que ni el polvo osaba moverse. Pasó cerca de un porche, con una mecedora huérfana, incapaz de volver a balancearse. Dejó atrás la oficina del sheriff, cuyo cartel, ahorcado por una de sus ataduras, mostraba el nombre abatido. Apenas echó un vistazo a la puerta, antes batiente, solidificada al marco del gigantesco y mudo saloon, animada por la visión de un mástil negro apalancado junto a un abrevadero.
Tomó ambas manos y empujó con fuerza la palanca. El metal emitió un quejido agudo que resonó por todo el pueblo. Volvió a darle una segunda vez y comenzó a escuchar un grave gorgoteo desde las entrañas del suelo hasta la boca de la fuente. Empujó unas cuantas veces más y apareció: brillante, cristalina, fresca y reparadora, llevándose a su paso la costras de polvo, el eterno sabor a tierra y el ánimo vencido de su caballo. Se sentó, hundió la castigada pamela en el abrevadero y dejó que el agua chorreara por su cabeza al ponérsela. Finalmente, cerró los ojos sin acordar el momento de volverlos a abrir.
Entonces, un grito rasgado recorrió todo el pueblo; una llamada visceral que rogaba ayuda sin emitir palabra alguna. Tabitha, se levantó de un salto y sacó instintivamente la Smith & Wesson de su fajín. Afortunadamente nunca había tenido que usarla, pero, de ser necesario, estaba decidida a apretar el gatillo cuantas veces pudiera antes de comprobar el resultado.
Nuevamente sonó el grito, fuerte, claro y rasgado, junto a una voz masculina hablando en tono monocorde, impasible, ajena al dolor del otro individuo. Parecía surgir de la última casa del lado derecho; una pequeña caseta con la puerta entreabierta. Tabitha se acercó con cuidado, entre gritos y la enervante voz calmada, y aprovechó la abertura de la puerta para echar un vistazo.
Sobre una mesa yacía el hombre de los gritos, entre sangre, cuchillos y tenazas, con el torso desnudo, atado de pies y manos; mientras el otro, de traje oscuro, ajado y lleno de manchas, permanecía de espaldas, moviendo ambos brazos, provocando los horrorosos alaridos a la vez que repetía con frialdad: “Ya se lo he dicho, gritar solo empeora las cosas. No nos vamos a ir a ningún lado, le recomiendo que se lo tome con calma y disfrute del paisaje. Hágame caso, sé lo que digo. Será mejor que colabore y todo acabará en un segundo, dentro de un tiempo no quedará más que un mal recuerdo. Si no colabora, me temo que no saldrá de aquí con vida.”.
El hombre continuaba gritando, expulsando el aire hasta dar la vuelta al pulmón, exhalando el último aliento en cada alarido, tomando el aire nuevo como quien regresa de un entierro acuático. Y Tabitha no pudo soportarlo más, amartilló el revólver, dio una patada a la puerta y gritó, sacando fuerza de las tripas.
-¡Apártate de él, asesino!
El hombre se dio la vuelta, llevaba unos alicates extremadamente largos cubiertos de sangre con restos de carne en una de las finas puntas. Su cara, larga y arrugada, mostraba una mezcla de sorpresa y socarronería, con una sonrisa espeluznantemente tranquilizadora.
-Cálmese, señorita, todos somos hombres de bien. El joven aquí presente está de acuerdo con todo lo que acontece, no así con mi mala memoria ya que olvidé traer el láudano.
-¿Pero qué dice, está gritando como si le estuvieran arrancando las entrañas?
La víctima levantó un poco la cabeza, con los ojos perdidos intentó buscar, entre las sombras, la figura que emitía la voz de mujer. Dándose por vencido, farfulló al techo unas delirantes disculpas por el escándalo ocasionado e intentó explicar que se encontraba ahí por voluntad propia, a fin de que el Doctor le extrajera una bala un tanto complicada.
-¿Comprende ahora, señorita? Como ve, nuestro amigo está de acuerdo con la situación. Perdónele pero lleva ya una botella y media para calmar el dolor. ¿Podría hablar afuera un momento con usted?
-Bueno, supongo que eso lo cambia todo -desamartilló con mucho cuidado el arma y la devolvió con alivio al fajín, antes de salir.
-Señorita, seré breve, pues la situación lo requiere. Me llamo Perry H. Well y aquel que grita como si el infierno le guiñara el ojo, es Sam “el largo”. Esa bala que lleva dentro está en mal sitio y mis ojos ya no son los de antes, llevo un buen rato jugando al gato y al ratón con ese plomo y solo he conseguido empeorar las cosas.
-¿Y qué puedo hacer yo?
-Necesito que me ayude. Présteme sus manos, yo le diré cuanto tiene que hacer.
-Pero señor, jamás he hecho nada parecido. Me hice cargo de mi padre en sus últimos días, puedo limpiar y tratar heridas, pero usted me está pidiendo que ejerza de médico.
-Señorita, no nos sobra ni tiempo ni personal. Llevo toda mi vida asegurando que soy un reputado profesional, conocido por meritorias aportaciones al campo de la medicina... todo mentira. En realidad inicié mi carrera durante la guerra, al hacerme pasar por doctor para evitar el frente. Allí, entre amputaciones, infecciones y desmembramientos, me inicié en el negocio, salvando algunas vidas, perdiendo otras muchas. Pero ahora necesito manos firmes, ajenas al lisonjeo del licor, y ojos despiertos.
Tabitha tomó un segundo, el tiempo necesario para que la situación la avasallara, y aceptó. Realizó cortes, apartó el tejido carnoso, concentrándose en la voz monocorde del Dr. Well, apartando las telarañas de los gritos y previendo las convulsiones hasta extraer las últimas esquirlas de hueso y el preciado pedazo de plomo sonara en el bacín metálico como campana celestial. Echó el aire y todo el estrés mientras observaba el rostro de su paciente, ahora plácidamente desvanecido con una leve mueca de alivio en su rostro.
-Señorita, tiene usted un don para esto. Quédese conmigo, la gente me conoce, viene a este pueblo fantasma solo para que yo les cure; la mayoría son gente de discreta relación con la ley, pero pagan bien y no son demasiado exigentes.
-Podría ayudarle como enfermera; pero como doctor, soy una mujer...
Tomó ambas manos y empujó con fuerza la palanca. El metal emitió un quejido agudo que resonó por todo el pueblo. Volvió a darle una segunda vez y comenzó a escuchar un grave gorgoteo desde las entrañas del suelo hasta la boca de la fuente. Empujó unas cuantas veces más y apareció: brillante, cristalina, fresca y reparadora, llevándose a su paso la costras de polvo, el eterno sabor a tierra y el ánimo vencido de su caballo. Se sentó, hundió la castigada pamela en el abrevadero y dejó que el agua chorreara por su cabeza al ponérsela. Finalmente, cerró los ojos sin acordar el momento de volverlos a abrir.
Entonces, un grito rasgado recorrió todo el pueblo; una llamada visceral que rogaba ayuda sin emitir palabra alguna. Tabitha, se levantó de un salto y sacó instintivamente la Smith & Wesson de su fajín. Afortunadamente nunca había tenido que usarla, pero, de ser necesario, estaba decidida a apretar el gatillo cuantas veces pudiera antes de comprobar el resultado.
Nuevamente sonó el grito, fuerte, claro y rasgado, junto a una voz masculina hablando en tono monocorde, impasible, ajena al dolor del otro individuo. Parecía surgir de la última casa del lado derecho; una pequeña caseta con la puerta entreabierta. Tabitha se acercó con cuidado, entre gritos y la enervante voz calmada, y aprovechó la abertura de la puerta para echar un vistazo.
Sobre una mesa yacía el hombre de los gritos, entre sangre, cuchillos y tenazas, con el torso desnudo, atado de pies y manos; mientras el otro, de traje oscuro, ajado y lleno de manchas, permanecía de espaldas, moviendo ambos brazos, provocando los horrorosos alaridos a la vez que repetía con frialdad: “Ya se lo he dicho, gritar solo empeora las cosas. No nos vamos a ir a ningún lado, le recomiendo que se lo tome con calma y disfrute del paisaje. Hágame caso, sé lo que digo. Será mejor que colabore y todo acabará en un segundo, dentro de un tiempo no quedará más que un mal recuerdo. Si no colabora, me temo que no saldrá de aquí con vida.”.
El hombre continuaba gritando, expulsando el aire hasta dar la vuelta al pulmón, exhalando el último aliento en cada alarido, tomando el aire nuevo como quien regresa de un entierro acuático. Y Tabitha no pudo soportarlo más, amartilló el revólver, dio una patada a la puerta y gritó, sacando fuerza de las tripas.
-¡Apártate de él, asesino!
El hombre se dio la vuelta, llevaba unos alicates extremadamente largos cubiertos de sangre con restos de carne en una de las finas puntas. Su cara, larga y arrugada, mostraba una mezcla de sorpresa y socarronería, con una sonrisa espeluznantemente tranquilizadora.
-Cálmese, señorita, todos somos hombres de bien. El joven aquí presente está de acuerdo con todo lo que acontece, no así con mi mala memoria ya que olvidé traer el láudano.
-¿Pero qué dice, está gritando como si le estuvieran arrancando las entrañas?
La víctima levantó un poco la cabeza, con los ojos perdidos intentó buscar, entre las sombras, la figura que emitía la voz de mujer. Dándose por vencido, farfulló al techo unas delirantes disculpas por el escándalo ocasionado e intentó explicar que se encontraba ahí por voluntad propia, a fin de que el Doctor le extrajera una bala un tanto complicada.
-¿Comprende ahora, señorita? Como ve, nuestro amigo está de acuerdo con la situación. Perdónele pero lleva ya una botella y media para calmar el dolor. ¿Podría hablar afuera un momento con usted?
-Bueno, supongo que eso lo cambia todo -desamartilló con mucho cuidado el arma y la devolvió con alivio al fajín, antes de salir.
-Señorita, seré breve, pues la situación lo requiere. Me llamo Perry H. Well y aquel que grita como si el infierno le guiñara el ojo, es Sam “el largo”. Esa bala que lleva dentro está en mal sitio y mis ojos ya no son los de antes, llevo un buen rato jugando al gato y al ratón con ese plomo y solo he conseguido empeorar las cosas.
-¿Y qué puedo hacer yo?
-Necesito que me ayude. Présteme sus manos, yo le diré cuanto tiene que hacer.
-Pero señor, jamás he hecho nada parecido. Me hice cargo de mi padre en sus últimos días, puedo limpiar y tratar heridas, pero usted me está pidiendo que ejerza de médico.
-Señorita, no nos sobra ni tiempo ni personal. Llevo toda mi vida asegurando que soy un reputado profesional, conocido por meritorias aportaciones al campo de la medicina... todo mentira. En realidad inicié mi carrera durante la guerra, al hacerme pasar por doctor para evitar el frente. Allí, entre amputaciones, infecciones y desmembramientos, me inicié en el negocio, salvando algunas vidas, perdiendo otras muchas. Pero ahora necesito manos firmes, ajenas al lisonjeo del licor, y ojos despiertos.
Tabitha tomó un segundo, el tiempo necesario para que la situación la avasallara, y aceptó. Realizó cortes, apartó el tejido carnoso, concentrándose en la voz monocorde del Dr. Well, apartando las telarañas de los gritos y previendo las convulsiones hasta extraer las últimas esquirlas de hueso y el preciado pedazo de plomo sonara en el bacín metálico como campana celestial. Echó el aire y todo el estrés mientras observaba el rostro de su paciente, ahora plácidamente desvanecido con una leve mueca de alivio en su rostro.
-Señorita, tiene usted un don para esto. Quédese conmigo, la gente me conoce, viene a este pueblo fantasma solo para que yo les cure; la mayoría son gente de discreta relación con la ley, pero pagan bien y no son demasiado exigentes.
-Podría ayudarle como enfermera; pero como doctor, soy una mujer...
-Si quiere podemos preguntarle al Sr. Sam, si en algún momento ha considerado el matiz; estoy seguro que preferiría mil veces que le tratara usted antes que un viejo borracho, ciego y mentiroso como yo. Olvídese de todo cuanto le dijeran allá en la ciudad. Aquí basta con saber hacer las cosas. Preocúpese por aprender más cada día que pase, prepárese a conciencia y haga de sus actos su mejor presentación. Confíe en sus capacidades y no tema criticarlas siempre y cuando sea para mejorar. No se menosprecie, sea grande para el éxito y para la corrección. Hágame caso y este pueblo abandonado no será su final sino su principio.
Contempló sus manos, manchadas de sangre por mantener una vida en lugar de segarla. Observó su caballo, sus ropas y todo lo que había dejado atrás. Vio su pamela, cerca de la mesa, de excelente tejido, descolorida por el sol, marcada por los escollos del camino, transformada no ya en función de los designios de la moda, si no amoldada a las necesidades de su propia cabeza. Y aceptó con el alivio que otorga la ausencia de necesidad de confirmación ajena, con el nervio vivo del reto aceptado por convicción propia, sin deber demostrar éxito o fracaso a nadie más que uno mismo.
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