lunes, 24 de junio de 2013

Jonathan y Tabitha


El sol calentaba la melaza roja, liberando aromas crudos. Heridas de carro en la tierra, regresaban, vencidas, a su lugar de origen. Dos viejos enemigos en el camino, perdidos por el mal de plomo. Y, allá en la loma, el cadáver de la última de aquellas alimañas. De todos los seres que yacían en aquel pudin de moscardas, solo uno parecía pertenecer al género humano. Se acercó a él, echó su sombrero a un lado y comprobó si le quedaba algo de vida.

Las enseñanzas del viejo habían calado hondo y su excelente capacidad para la improvisación satisfacía con creces las necesidades del momento. Limpió la herida, cortando cuanto fuera necesario sin temblar; cosió con firmeza, guardando la holgura necesaria para un adecuado cicatrizar y devolvió algo de agua a los labios agrietados. Trabajó al son de un ronquido débil, el centelleo tenue de ojos perdidos y un quebradizo hilo de voz que, delirante, señalaba el rifle que yacía junto a él: “tápalo... envuélvelo en su abrigo... que no vea jamás la luz del sol...”. Tomó el chaquetón deslucido que alguien había puesto sobre él, guardó un par de documentos que asomaban de su bolsillo interior y envolvió el arma con el abrigo; para ver con sorpresa como, al dar la última vuelta al tejido, aquel hombre cerró los ojos y se encomendó al sueño reparador.

Al otro lado, buscó algunos arbustos con los que dar sombra al herido. Volvió hasta el camino, registró los cadáveres en busca de agua y comida y apartó los cuerpos asegurándose de que los carroñeros dieran buena cuenta. Sin más, juntó algo de leña y, echando un vistazo a aquellos documentos, esperó la llegada de la noche.

Jonathan despertó dolorido, pero recompuesto, con el crepitar del fuego. Echó un vistazo en busca del rifle; tranquilo, al descubrirlo en su sello de tela. Aún aturdido, le costaba unir las piezas; la noche y el fuego rompían el terreno conocido, la ausencia de olor a pólvora, la herida restañada y aquella mujer, bella sin apliques, que descansaba apoyada en la silla de su montura, con unos papeles en las manos; todo arremolinado en una mezcla confusa.

-¿Aún duele, verdad? La herida no era demasiado grave, pero se encontraba en mal estado. De momento, es mejor que no haga esfuerzos durante un tiempo.

-Gracias, supongo, señorita...

-Tabitha Seanlan.

-Jonathan Woodheart, encantado de conocerla.

-Igualmente, Sr. Woodheart, me alegra ver que mis cuidados han tenido el efecto esperado. Ahora si no le molesta me gustaría hablar de mis honorarios.

-Lo cierto es que no tengo gran cosa. Solo mis útiles de escritura, que desearía conservar, y aquel rifle que por nada del mundo cometería la crueldad de ofrecérselo a alguien.

-Es curioso pero diría haber visto ese arma antes, en algún lugar. Aunque, sinceramente, estoy más acostumbrada a conocer las armas por el daño que causan, que por su forma. ¿Qué puede tener de cruel un arma, aparte de su efecto?

-No sabría explicarle, baste con decir que guarda un hambre atroz en su interior, un ímpetu voraz que arrastra a quien lo empuña. No espero que lo comprenda, de hecho me alegraría si partiera de este mundo con la duda, pues no es grato el descubrimiento.

-Quizás aún tenga algo de fiebre, amigo Woodheart. En realidad estaba pensando en algún tipo de acuerdo relacionado con estos documentos que llevaba en su abrigo.

Jonathan tomó los papeles y devoró, incrédulo, las líneas que ofrecían la vivienda y la concesión maderera en la nueva población que crecía, cual oasis, en medio de aquel desierto amarillo. Comprendió que tenía ante él, el final de una aventura y el comienzo de otra; la amarga rendición de aquella pareja ante los peligros de la libertad y la ofrenda del paso siguiente a quien les salvara. Entendió que más que cuestión de suerte, se trataba de aferrarse a un sueño y aguantar, aun cuando hubiera cien hombres tirando en contra. Por un momento el brazo dejó de doler, el fuego avivó los sueños y todo pareció valer la pena.

-¿Qué contesta, Sr. Woodheart? Ese brazo necesitará algunos cuidados, y es posible que aún tenga algún resto de fiebre a juzgar por sus argumentaciones. Por mi parte, tengo la intención de instalarme y desarrollar mi carrera como médico. Esos papeles solucionan los problemas de espacio; además esa población, parece un lugar prometedor -hablaba con la certeza del buen camino, sin importar el hogar abandonado, las presiones de señoras Wilberd, ni toda su  fortuna, cedida al viejo Dr.Well para que pasara sus últimos días en paz, antes de que la enfermedad lo devorara. Nada de eso tenía relevancia pues estaba un paso por delante, viviendo tal y como había decidido.

-Me parece justo, la vivienda situada en la población será suya, pero yo conservaré la concesión maderera. Es un pago generoso, adecuado a sus intereses. Cierto es que estos acuerdos se concedieron sin coste alguno a sus anteriores dueños, pero no encontrará muchos más por esta zona. Por cierto, ahora que vamos a ser socios, puede llamarme Jonathan.

-Estoy de acuerdo, Jonathan. Es curioso, pero el rifle, aquellos tipos, la forma en que observó mi sombrero la primera vez que lo vio... es como si le hubiera visto antes, como si hubiera estado cerca todo este tiempo y sin embargo no soy capaz de reconocerle.

-Tengo una sensación similar, como si estuviera ante alguien que ha recorrido el mismo trayecto pero en una senda alejada; los mismos pasos por distinto terreno.

* * *

Esta vez, recorrieron el camino, uno junto al otro, conquistando el árido horizonte hacia la tierra prometida. Y fue tras el muro de roca viva, pulido por el viento arenoso, que despuntaron las primeras vigas enfermizas. Madera gris, vieja y crujiente, de edificios descompuestos izados como insignia de la dejadez humana. Nada de vida en el reguero de polvo muerto de la calle central, tan solo de una de las casas surgía alboroto de movimiento, de agrupar metales y apilar maderas. Salió un hombre, con traje blanco de lino, manchado de polvo y trabajo, sombrero fresco, veterano contra el sol, y resistente bastón de talla plateada con decenas de muescas, antes ni siquiera imaginadas. Se acerca a los visitantes y, presentándose debidamente, les ofrece una calurosa bienvenida. Dignidad acorde a los primeros ciudadanos de esa noble población, esa nueva Troya, increíble sueño de futuro.

-Así es, señores, no hace mucho acostumbraba a llamarle Jed's Hell, en honor al idiota de su fundador. Pero cuando trajeron los materiales y herramientas, lo llamaron Canatia, pues ese es el nombre que al parecer le otorgó el pobre imbécil de Jed. Sé lo que pasa por sus mentes, el desánimo ante la evidencia de que lo que afirman esos documentos, que tienen en su poder, no es cierto; pero deben comprender que tal incoherencia no responde a un engaño, sino a la alterada visión de un iluso. Un loco idiota que decidió sembrar este maldito pueblo con sobornos de políticos, pagas robadas a personal del ferrocarril y otros "regalos" a hombres notables. En su mente simple, quería sacar algo bueno de tanta canallada; un idiota como les digo, que ha conseguido atarme al futuro de este lugar. Así que créanme cuando les digo que haré todo lo que esté en mi mano para hacer de este sitio una población próspera, un referente para todo el territorio; sería un honor poder contar con ustedes.

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