lunes, 15 de julio de 2013

Vera O'Hara


Una nube de gente se agolpa bajo el grueso toldo, en caos ordenado, con metal en mano, para conseguir la entrada. Sombreros elegantes y gorras de fábrica, codo con codo, intentando adivinar qué hay tras el telón rayado. Por encima de ellos, sobre los hombros de un titánico ser de madera, tallado en tierras exóticas, un hombre ondea su bastón y expulsa a través de un brillante cono metálico, la llamada a los visitantes: ¡Pasen y vean!

Pasaron a una pequeña placeta, frente a un entarimado de medio metro de alto, adornado con ondas de tela azul y amarilla. El telón dio un guiño, lo justo para expulsar al hombre del bastón. Salió sin mediar palabra y entre el silencio, con mucha calma, se colocó en medio del escenario. Vestía un traje de extraño tejido oscuro que reverenciaba azul ante la luz del sol, guantes de blanco luminoso y bigotes largos y afilados, divididos en cuatro puntas, que formaban una estrella junto a la barba puntiaguda. Pero lo más extravagante era su sombrero, de ala curiosamente ondeada y ancha en extremo, corona recta, lisa y alta como tres cabezas, con final plano. Siguió callado, durante un rato, acrecentando el apetito; atento al momento en que la curiosidad se torna indiferencia para soltar amarras un instante antes.

Y ahí fue donde todo cambió. Pues durante un tiempo, aquella placeta, aquel vulgar e insignificante trozo de calle, se trasladó. Cuando aquel insólito personaje comenzó a hablar, nadie recordó estar en su ciudad, ni reconoció las casas de alrededor, ni sintió el peso de la rutina y los quehaceres; ni siquiera notaban sus cuerpos, pues todo cuanto existía estaba ante ellos, toda su atención atrapada por aquella araña de traje extraño. Fue entonces, cautivado por el interés de todas las miradas, cuando el telón se abrió y mostró las más extravagantes maravillas.

Los ojos incrédulos apenas pestañeaban al ver al coloso de piel azulada, surgido de los confines del mundo, doblando barras de metal con la fuerza de sus brazos, colocando rocas en su cabeza hasta conseguir partirlas soportando atronadores golpes de maza. Aquellos infelices exhalaban débiles susurros, incapaces de mostrar su asombro, ante la mirada del hombre salvaje, completamente cubierto de pelo, con dientes puntiagudos y, ante todo, esa mirada desorientada, nutrida de desconfianza y temor, que saltaba del maestro de ceremonias a su alrededor, rápida y esquiva, buscando en todo momento una salida, para volver de nuevo, aterrado, al público. El mismo público que boqueó, insconsciente, al ver a la más bella criatura, mitad mujer, mitad pez, moverse con la mayor gracilidad, mostrando su desnudez en cada fugaz salto, al aire, con el pelo ondeando entre estelas de agua, bañada por la luz del sol.

Todo parecía indicar que había llegado el final, cuando de detrás de aquel portal de las maravillas, salieron dos individuos más, sencillos y corrientes: un hombre enjuto, de rostro leve y sosegado, con traje verde grisáceo; y una mujer joven, de complexión robusta, rostro vivo y mirada ávida, que llevaba un vestido de tela negra e hilo plateado y una copa de cristal en la mano. El público pestañeó por vez primera, comenzaron las quejas susurradas y muestras de sorpresa; y, entre el rumor, despuntó, clara y definida, alguna que otra ola al grito de “¿pero que tiene  esto de especial? ¡para ver gente corriente me vuelvo a mi casa!”. Entonces el hombre sacó un flautín, se llevó un extremo a los labios y emitió una nota: sola, triste y apagada; la mujer, tomó aire, abrió adecuadamente la boca y repitió la nota, igual de triste, sola y apagada. Volvió el hombre a soplar, susurrando una nota más aguda; y ella volvió a su vez a hacer el eco, solitario, falto y apenado. Y una vez más, el hombre tocó tan agudo que parecía increíble que aquella mujer pudiera devolver su estocada; pero ella, decidida, tomó aire de nuevo, llevó la copa ante su boca y proyectó su voz, ante la sorpresa del respetable, de forma continua y vibrante, hasta que el cristal se rompió en tres pedazos. La gente aguantó un segundo, hasta dominar la sorpresa e irrumpir en vítores y aplausos; comenzaron los gritos de “¡otra, otra!” y la última maravilla del telón se convirtió en la sorna burda y socarrona de la repetición constante. La magia se disipó y el público soltó todo el ímpetu contenido a lo largo del espectáculo, con risas rebuznadas tras cada cristal quebrado, vítores y coreos acompañando a un juego sencillo y tonto. La mujer observó al maestro de ceremonias que devolvía la mirada exhortándoles a seguir, hasta que el número perdiera su fuerza, hasta que los vítores y jaleos se apagaran.

Y el hombre de traje verde grisáceo miró a su compañera, buscando una aprobación que aquellos ojos vivos dudaban en dar. Pero él no se contentó con la respuesta y emitió de nuevo una nota triste, sola y apagada; ella dio su respuesta, con otra copa más en la mano. Él volvió a liberar otro sonido y ella contestó una vez más; pero la tercera nota titiló por un segundo, y la joven mujer arrancó el aire de dentro, dándole salida poco a poco, creciendo hasta transformar en torrente el goteo musical. La voz inundó la plaza, restituyendo el tono mítico de aquel telón, devolviendo al público sus grilletes. Y por un momento recordó por qué había salido de su hogar, por qué no le importó jugárselo todo para entrar en los mejores teatros del país; por qué, en definitiva, había tenido que acabar en un sitio como ese al perderlo todo. Fue en ese momento, cuando llegó el final.

Tuvo el tiempo justo de echar una ojeada a un colérico maestro de ceremonias, antes de que su compañero tirara de ella a través del escenario, para huir entre el público.

-Kornelius, te lo dije, te dije que no nos lo permitiría.

-Vera, escúchame, los has clavado al suelo. Solo hay que buscar a alguien que nos permita entrar en los sitios adecuados.

-Ya lo probamos una vez, ¿recuerdas? Gasté todo cuanto tenía, y perdí todo lo que pedí prestado. ¿Es que ya no recuerdas por qué acabamos en la feria, yendo de aquí para allá?

En cuestión de segundos, el cielo se había encapotado y comenzaban a caer las primeras gotas. Atravesaban los callejones, esquivando barriles de pescado en salazón, para despistar a su perseguidor. Pero cada vez que miraban a sus espaldas, se erguía, iracunda, la estrambótica figura del maestro bigotudo, seguido por el misterioso gigante azulado. Serpentearon por callejuelas, cada vez más estrechas, azotados por la creciente lluvia, hundiendo el calzado en charcos de fango. Buscaron una ventana o puerta abierta donde colarse y así acabaron dando con el muro final de un callejón sin salida.

Al darse la vuelta los vieron ahí, un individuo pequeñajo de sombrero marchito y traje mostoso, empapado bajo la lluvia, y un gigante de rostro bobalicón con manchas de pintura azul cayendo caóticamente por su cuerpo. El pequeñajo permanecía de pie, con los bigotes alicaídos por la lluvia como una rata de alcantarilla; con los ojos inyectados en sangre y una pistola en la mano.

-¿Acaso no fui lo bastante claro? El trato era que trabajaríais para mí, pero nada de cantar; así quedasteis conmigo porque era la única manera de permitiros seguir adelante y saldar vuestras deudas. ¿Se puede saber qué pretendéis, acaso queréis hundirme el negocio?

-Tranquilícese, podríamos ganar mucho más, si la dejara cantar...

-El espectáculo no lo formáis vosotros dos, solo sois parte de él y no estoy dispuesto a perder la importancia del resto por una cantante y su pianista. Probasteis suerte y no funcionó, yo os dejé el dinero, os di la oportunidad; ya va siendo hora de que devolváis lo que debéis.

Vera, harta de huir, se dirigió al maestro de ceremonias. Nunca había estado tan al límite, ya no tenía sentido seguir luchando por unas pocas migajas.

-Andrew, sabes muy bien por qué no pudimos triunfar. Sabes quien consiguió que nos cerraran todas las puertas para asegurarse un número más en su feria. Nos prestaste la correa con que tenías pensado atarnos. Me quitaste la única oportunidad que tuve de salir de aquí, como garantía de saldar una deuda que parece no tener fin.

Kornelius sacó de su bolsillo una pequeña pistola, una pepperbox de 12 cañones, y apuntó hacia la rata mojada.

-Andrew, esto que tengo en mi mano, tiene la mala costumbre de disparar todos sus cañones a la vez, más de lo que lo suelen hacer sus hermanas. Ni tú ni yo sabemos mucho de armas, pero apuesto todo lo que te debo a que doce balas tienen muchas más probabilidades de dar en el blanco que una. Esto se ha acabado aquí.

La rata castañeteaba los dientes, miraba con frío y miedo a su gigante descolorido que permanecía de pie, completamente ausente. Buscó, nervioso, herido de rabia y orgullo, el papel que tanto ansiaban y lo lanzó con desdén a uno de los charcos.

-Ahí tienes tú billete de ida, maldita zorra. Esta vez podéis marcharos, pero sigue quedando una deuda,  tened por seguro que la cobraré. Y cuando llegue ese maldito día, otra mano más experta empuñará el arma; una mano que apriete el gatillo antes de que puedas contar los cañones de tu jodida pimentera, Kornelius.

Vera se acercó, enaltecida por el odio tanto tiempo cultivado; no temió agacharse al charco hasta coger el papel que ofrecía la única salida verdadera, desde que abandonara su hogar; la oportunidad de llevar un saloon en una nueva ciudad llamada Canatia.

Pasó entre la rata abatida y el coloso, con aire triunfante; salió a la calle, empapada, con el frescor de la brisa marina en su cara y un resquicio de sol apuntando desde las nubes. 

-¿Sabes Kornelius? No me vendría mal un pianista.

4 comentarios:

  1. Wooooo...esta chulo, acabas de conseguir que me pase cinco minutos en silencio sin parar de leer, eso y que tenga ganas de leerme toodo lo anterior, escribes de vicio tio.
    Mr.XIX

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias, Mr.XIX, me alegro de que te haya gustado. Te dejo silla puesta para cuando te apetezca echar un ojo ;)

      Eliminar
  2. Yo quiero más¡ Qué pasa en Canatia? No nos puedes dejar asi.
    Irene

    ResponderEliminar