lunes, 29 de julio de 2013

Reyes y fundadores


Las ruedas emiten un guiño a cada visitante, el carro entero reverencia a los que aligeran su carga. Cajas de madera claveteada cruzan la calle alzadas por cadenas de brazos, hasta cruzar el umbral de la gigantesca casa del alcalde. Son apiladas sobre suelo de madera añeja, retando combaduras y grietas; alzándose en torres que desafían vigas colosales, torcidas y carcomidas, hasta rozar el gigantesco techo desconchado.


Todos unieron fuerzas para descargar el último de los envíos, contratado tiempo ha. DeLoyd permanecía en medio de la sala, sentado en silla de roble tapizada en verde, como rey en su castillo. Admiraba el gran número de cajas, mientras dirigía a uno de sus súbditos; quien, a duras penas, mantenía el equilibrio para colocar un curioso retrato.

-Mmmm... no, espere. Un poco más a la izquierda, que quede bien centrado sobre la chimenea. Debe destacar ante todas las cosas, como los dioses en los templos de la antigüedad.

-Con el debido respeto, su señoría, he movido diez veces el condenado retrato y creo que está en el mismo sitio que al principio. -Contestó Ángel, mientras aguantaba a flote, asido a uno de los salientes carcomidos de la pared.

-Más respeto, joven emisario; ese condenado retrato, como usted lo llama, no es sino la efigie del padre de esta futura Roma. Fue Jed "el idiota", el Eneas que vagó por el mundo hasta fijar los cimientos de la misma Canatia que acogió sus brazos agotados cuando usted llegó con su barco de tierra, la misma que ofreció descanso a sus bestias y consuelo a su alma atribulada.

-Discúlpeme, su ilustrísima, si me cuesta comprender la idea. Me ofrecí a ayudar en las reparaciones del pueblo porque tenía algo de experiencia, pero en ningún momento pensé perder toda una mañana con la efigie de nuestro idiota fundador. Tengo bastantes más cosas que hacer.

-No fundador, querido amigo, sino progenitor. Nosotros seremos los fundadores y cada pared alzada, cada clavo que hienda madera sin el abrigo de la mirada de nuestro progenitor, será un paso huérfano y no tardará en deshacerse, víctima del tiempo, el clima y la bajeza humana.

-Pero, ¿es posible que esté hablando en serio? Llevo toda la mañana aquí arriba, escuchándole divagar pegado a esa endemoniada silla, mientras intento poner este maldito cartel de “Se Busca”, del idiota que compró este lugar, en una pared que apenas se mantiene en pie.

-No existe otro retrato de Jed. Además, ciertamente, los trazos de tinta sobre el papel amarillento le confieren cierto aire de distinción. Y no se preocupe por su condición, algo maravilloso ocurre con los que viajan al mundo mítico; pues, si bien Hefesto consiguió hacer de la cojera y la deformidad, características divinas; igualmente nuestro Jed conseguirá revestir la idiotez de la magnífica blancura de la inocencia.

-Ya he oído bastante. Levántese de su silla, DeLoyd, y ponga usted mismo el retrato del idiota de nuestro padre.

-No le consiento que me hable en ese tono, jovencito; existen procesos previos, condiciones indispensables para comenzar una empresa. Debemos pensar, preparar y actuar en consecuencia, construir una ciudad que destaque por encima del resto y así, el día en que el Presidente pise este suelo, poder mirarle cara a cara sabiendo que estamos entre iguales.

Cuando terminó de hablar, ya no había nadie ante él. A lo lejos se escuchaba el agradable rasgar del serrucho, el martilleo cada vez más agudo de clavos devorando madera y los gritos acompasados de fuerzas acordadas. Había revuelo en Canatia y DeLoyd se vio lejos de todo. Masculló algo, tomó el retrato y subió las escaleras hasta la habitación donde habían dejado sus cajas.

El suelo apenas crujía; las paredes, en buen estado, aún guardaban algo de la vieja pintura de un claro azul verdoso; a la izquierda una cama de forja albergaba un colchón mullido y, al fondo, una cómoda silla de madera apuntaba hacia un escritorio firme y sencillo, frente a una ventana, con una caja sobre él en la que podía leerse, de mano de un idiota, un nombre: DeLoyd.

Algo tiritó en sus tripas; se dejó caer sobre la silla, permitiéndose expirar un suspiro; desabrochó los dos primeros botones de la camisa y abrió la caja, sin prisa, dejando que el niño desterrado observara dentro.

Sacó un lienzo en blanco, aparcado en la memoria, los útiles de pintura que tiempo atrás esgrimiera, una bolsa de tabaco y la vieja pipa de maíz que su abuelo tallara a partir de una mazorca, antes de que el mundo llamara a su puerta. Cargó la cazoleta, prensó el contenido y olfateó el aroma; llegaron los momentos en que aquel hombre se sentaba a fumar sobre la gran piedra, cerca del prado y él permanecía a su lado, en silencio, contemplando los dibujos del viento sobre el paisaje. Encendió un fósforo y acercó la tea al tabaco, dio tres bocanadas hasta que las brasas conquistaron su espacio. El humo se volvió denso y deformó la imagen de la ventana. El sabor seco, ligeramente áspero de entraña de madera, le trasladó a tiempos de pausa. Se alejó de luchas, nervios metálicos, intrigas, juego sucio y todas aquellas acciones que consideró propias de un mundo civilizado. Apartó las carreras hacia la cima, el “todo vale” y recordó la casa familiar, antes de adquirir la plantación y los esclavos, antes de convertirse en hijo de terrateniente, en caballero, noble y señor; y recordó a un hombre que disfrutaba fumando en pipa, admirando el paisaje, un líder nato que conducía a los suyos, conocedor del secreto de dirigir sin consumir vidas.

Cuando quiso darse cuenta, los primeros trazos ya habían desvirgado la tela y todo continuaba de forma fluida: casas, calles, gentes, campos... y, observando de lejos, un pequeño hombre demacrado; un colosal idiota que pergeñaba el increíble prodigio de diseñar vidas después de la muerte.

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