lunes, 5 de agosto de 2013

Intrusos


El sol ha caído. La oscuridad engulle el pueblo, royendo aristas, aplanando tejados, tapando juntas y vetas con capas de densa negrura. Solo una luz, trémula, se asoma tímida por una de las ventanas de vidrio deforme, enfrentándose a la gélida luna, reptando hasta el lecho estático del polvo dormido del camino. Y junto a ella, brota el leve tintineo, del austero y eficaz brillo de metal extremadamente afilado.

Las tareas habían consumido el día; el reemplazo de las vigas centrales del saloon había demandado los brazos de todos, debiéndose postergar los quehaceres individuales. Apenas había tenido tiempo de pegar un bocado en casa de Jonathan, charlar un rato de cómo estaban yendo las cosas y recoger un estuche de madera, algo tosco pero bien confeccionado, que le había encargado para guardar lo más delicado de su instrumental. Al salir, la débil luz de la luna arrancaba un fantasmagórico fulgor al polvo del camino, que ondeaba hasta perderse en las marañas espinosas de arbustos y matojos. Llevaba el estuche de madera bajo el brazo y una palmatoria con una vela, cuya llama temblaba ante el menor soplo nocturno.

Bajó la cuesta con paso lento, postura firme y decidida, protegiendo la pequeña llama con la palma de su mano, intentando evitar las visiones furtivas de comisuras oculares. El trayecto, en otro momento rutinario, se le antojaba largo y cansado. Veía muy lejos el cruce de la senda con el camino central y, más lejano aún, el conjunto de casas que permanecía en silencio, envuelto en la noche. Escuchó algún que otro sonido, siguió el fulgor hasta el borde y, al alzar la vista, sintió una tenaza interna ante el vasto paisaje que la ofrecía indefensa a cualquier depredador. Dudó, por un momento, si regresar a casa de Jonathan, pero comprendió que los temores eran fundados, forjados por su mente en el frío nocturno y continuó adelante.

Llegó al cruce, sana y salva, con algún que otro resbalón, su estuche aprisionado bajo el brazo y la llama empequeñecida, luchando por recuperar terreno al aire opresivo. Pensaba que la visión del pueblo la reconfortaría, pero aquello que se erguía ante ella era un lugar extraño, sombrío y ajeno, que en modo alguno daba la bienvenida. Al pasar por delante, el monstruoso Saloon emitió un quejido; se dijo a sí misma que la nueva estructura debía curar sus heridas, acostumbrarse a clavos, uniones y asimilar partes serradas. Se obligó a fijar la vista, justo al final del camino, y reconocer en el último de aquellos edificios, la que era su casa. Cual fue su sorpresa al ver una luz surgiendo de la ventana; se detuvo al lado de la casa del alcalde, a pocos pasos del abrevadero y, dirigida por el instinto, apagó la vela.

Cuando se extinguió el cálido escudo anaranjado comprendió su error. El frío manto la envolvió y se vio estúpidamente detenida en medio de aquel lugar. Descartó volver sobre sus pasos y exponerse de nuevo al campo abierto; quedarse inmóvil tampoco era buena opción, así que hizo lo único que podía hacer. El nuevo paso fue aún más costoso que los anteriores; el pie cayó pesado, alzando el polvo hasta formar tétricas sombras en el fulgor. Persistió en su caminar, avanzando poco a poco, aguantando el aire, amortiguando con todo su cuerpo cualquier ruido; atenta en todo momento a cualquier variación de luz en aquella maldita ventana.

Al llegar, echó una mirada fugaz; no parecía haber nadie al otro lado del vidrio, solo el quinqué dando a luz. Se detuvo de nuevo, al ver la puerta entornada; pensó en acudir a casa de alguien y pedir ayuda, pero la vergüenza de temer lo inexistente le hizo desistir. Esperó, mirando por la junta de la entrada, esperando cualquier movimiento imprevisto, hasta que el tiempo transcurrido la convenció de dar el último paso.

Por fin entró, y vio sobre la mesa tres cajas que a buen seguro Ángel, cansado de esperarla, debía haber dejado allí; junto a ellas estaba, a medio desenvolver, el trozo de cuero donde guardaba el instrumental quirúrgico; mas, faltaba una pieza, la pequeña lanceta de filo delgado y punta extremadamente fina. Aún tenía el espíritu alterado y le costó convencerse de que habría caído al poner las cajas cerca. Avergonzada por lo absurdo de la situación, cogió el quinqué, tomó aire y dijo en voz alta “bueno, vamos allá”; las palabras arrastraron los miedos y comenzó a mirar por el suelo. A veces es curioso cómo el punto de vista llega cambiar la percepción de un lugar, cómo los juegos traviesos de una luz titilante y las sombras del hogar zarandean el espíritu y constriñen el ánimo; más aún cuando, tras inspeccionar el pequeño habitáculo, no encontró ni rastro de la lanceta.

Se sentó un momento, junto a la mesa y tiró con fuerzas de las jarcias de la memoria rastreando el más mínimo recuerdo, el menor indicio de dónde podía estar aquel utensilio cuyo aguijón casi podía sentir en su nuca. Recogió las redes, desoladoramente vacías, y observó el único rincón que quedaba por mirar: el hueco de un palmo de alto y poco más de un metro de ancho, bajo el mueble del aparador. Miró fijamente desde su silla hacia aquel espacio recóndito, mórbidamente atrayente, con la inmensidad infinita que ofrece la oscuridad.

No se atrevió a dormir dejando aquel infecto lugar sin investigar; así que hizo acopio de los últimos restos de valor, colocó el quinqué en el suelo y, poco a poco, fue agachándose hasta quedar completamente tumbada en el suelo. La oscuridad absorbía la luz sin apenas mostrar detalles, solo un brillo leve indicó la situación de la lanceta. Introdujo la mano y tanteó hasta tocar con la punta de los dedos el frío metal. De pronto, un seco siseo rompió toda concentración, movió la mano sin control hasta tocar un manto fangoso, áspero y pegajoso; en un movimiento reflejo, intentó apartar el brazo, mas el codo quedó atrapado contra la moldura del aparador y notó un dolor agudo en la palma de la mano. Vomitó un grito, extraído de las profundidades de las entrañas y, fuera de sí, echó el brazo hacia atrás con tanta fuerza que arrancó la moldura, rescatando su mano ensangrentada.

No pudo recordar cómo lo hizo, pero se vio nuevamente de pie, buscando en un cajón la smith & wesson, sin dejar de vigilar el maldito hueco, con la palma ensangrentada dejando su rastro en todo cuanto tocaba. De la misma excitación, acabó el cajón en el suelo, enviando pistola, balas y otros cacharros que allí guardaba, por el aire, hasta caer provocando un gran estruendo. El silencio se posó como una montaña de plomo, acabando con el último latido del ánimo, dejando la atención fija, dividida entre los objetos dispersos y aquella cuna de todo mal. Un silencio asfixiante que solo pudo romperse con un tierno maullido.

De debajo del aparador, salió un pequeño animal, mostoso, sucio y desaliñado. Un cuerpecito enclenque, débil y demacrado del que solo podían reconocerse dos grandes ojos azules, claros como el alba.

Cuando llegaron, Tabitha reía aún nerviosa. Tenía su mano derecha vendada y una pequeña lanceta, cubierta de sangre, en medio de la mesa. Frente a ella, ronroneaba, feliz, una pequeña gata de pelaje corto color marfil, orejas ahumadas y cola rayada, con dos pequeñas marcas verticales, de un marrón grisáceo, apuntando a la parte interna de cada uno de los ojos. Pero, ante todo, llamaba la atención esa expresión pacífica y agradecida, de aliviado final, en aquellos increíbles ojos azules sobre pequeño hocico corto. Quizás fue eso lo que le llevó a llamarla Canatia.

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