lunes, 19 de agosto de 2013

Polluelos (1)

De pie, al abrigo del porche, descansan tres niños y su fiel criada. Erguidos, cubiertos por la sombra recortada ante el soleado polvo de la calle. Atentos, observando el elegante edificio de adobe, con gran portón de madera maciza. Se miran, recordando los pasos: saludo, izquierda; uno, dos, tres, cuatro, bienvenida; buenos modales, premio; reverencia, despedida. Por fin ha llegado su momento.

La buena mujer envolvió en sus carnes a los tres pequeños; una lágrima brotó al verlos tan mayores, resueltos y decididos. Inmóvil, los vio marchar; se limitó a confiar en ellos, a desear con todas sus fuerzas que todo saliera bien, que recordaran lo ensayado. Si existe alguna vía en el cielo para transmitir fuerzas, sin duda, esa buena mujer, la colapsó aquella calurosa tarde de verano.

Al abandonar la sombra, sintieron el sol atravesando sombreros y ropa, reduciendo el aliento, calentando huesos, excitando el ánimo. El más pequeño notó el aguijón nervioso y buscó la mirada de Jack. El mayor le miró con calma, sonriendo al inocente rostro pecoso, hasta que toda duda quedó disipada. No había de qué preocuparse, lo tenían bien aprendido; todas aquellas tardes en casa, practicando entre juegos. Sabían muy bien cómo debían comportarse.

Fue el mediano, siempre Jimmy, quien comenzó. Descargó toda su fuerza en una patada; la puerta se abrió de golpe, dirigiendo la hoja hacia la derecha. Sin apenas dar tiempo al personal, apuntó al guarda que estaba sentado a la izquierda. Tim, caminó hacia la ventanilla: uno, dos, tres y cuatro pasos, saludó al trabajador y demandó una retirada general de fondos, reforzando la urgencia con metal amartillado; Jack orquestaba el silencio del resto de la gente con su batuta de 6 balas, hasta que los fardos estuvieron a punto de reventar. Estaba todo bien atado, un éxito, podían respirar orgullosos; mas quedaba el último paso, el momento de soltar las cuerdas y salir lo más rápido posible.

Tim cogió los fardos, sorprendido al levantar un peso menor que el de las piedras usadas para entrenarse. Jack daba las últimas instrucciones a su orquesta: un silencio largo y algo de tiempo, hasta perderse en el horizonte. Por último, la reverencia de Jimmy; bajó con todas sus fuerzas el cañón, hambriento de sienes, mas el objetivo se movió y falló el golpe. Intentó alzar de nuevo el revólver, pero el guarda se levantó antes, golpeándole con la cabeza en el estómago.

Cuando Jack vio a Jimmy volar por los aires, perdió el control de la gente, un mísero instante, el tiempo suficiente para girarse nervioso y encontrar un vestido claro, moviéndose a toda prisa. No supo cómo ocurrió, ni siquiera recordó ejercer fuerza alguna; tan solo permaneció clavado, con las pupilas fijas en el elegante sombrero blanco, supurando rojo, pegado al techo. No vio el cadáver de la joven, tendido a sus pies, ni escuchó los gritos de Tim al ver al guarda salir corriendo por la puerta.

Llegó a la luz, caliente y cegadora; improvisando una visera con cinco dedos, escudriñó, en el resplandor amarillo, sombras de ayuda, la oficina del sheriff; mas solo encontró una enorme mujer negra, con vestido amplio y mueca terrible, de madre herida, al levantar los cañones fríos de su escopeta.

Dentro del banco, la gente creció; la turba, antes domesticada, hervía de ira. Jimmy apenas pudo contener al personal el tiempo justo para coger a Tim y sacarlo de aquel avispero. Disparó dos veces, mas los nervios nublaron su mente, deformando las imágenes; tiró a bulto y juraría haber visto sangrar a esa masa, revuelta, activa, sedienta de sangre. Y sangre obtuvo, pues atravesaron el umbral con los gritos de Jack, pidiendo ayuda, clavados en el alma.

Al salir, escucharon dos descargas de escopeta y distinguieron, entre el muro de luz, la silueta entrecortada del carro con la buena Tata a las riendas.

Por nada del mundo hubiera partido, dejando a uno de sus polluelos en aquella oscura madriguera; pero las alimañas comenzaban a salir de aquel antro, mientras otros infestaban la calle, alertados por los disparos. Observó a sus dos pequeñuelos, aún con vida, el pequeño Tim y el avispado Jimmy. Azuzó a los caballos y, con gran dolor, encomendó a Dios el alma del muchacho, acompañada por las salvas de las armas de los pequeños, disuadiendo cualquier intento de persecución.

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