lunes, 30 de junio de 2014

Oyentes de almas

El polvo se alza levemente alrededor de los dos pares de botas que recorren la calle principal. Pasan entre carros, caballos y caminantes; entre el restallar de la forja, el griterío del buhonero y las voces de la cantina. Uno, un hombre de dios, barbilampiño, alto y espigado, de porte seguro y ademán educado; junto a él, un tipo bajo y robusto, de mirada avispada y musculatura eficaz.

-¿Ves a ese? Tras una pausa va a iniciar la guerra, intentará escapar pero, como siempre, llegará el enfrentamiento final y será allí donde caiga víctima del pecado.

El hombre caminaba tranquilo, pasó por delante de la cantina y los ojos abandonaron al cuerpo espoleados por la sed. Se detuvo, dudó unos segundos y siguió caminando; diez pasos después, dio media vuelta y entró decidido a remojar la garganta.

-No lo entiendo, reverendo, ¿cómo demonios?

-El alma habla, Fred, a veces grita, incluso. Es cuestión de interpretar. Todos mostramos más de lo que pensamos: costumbres, manías, gestos aparentemente inapreciables; lo menos obvio es lo más significativo. Andamos ciegos, interpretando a las personas por estruendos y habladurías, previendo la tormenta mediante el trueno, el aguacero y el vendaval.

-No sé, reverendo, si ha habido que saltarle los dientes a alguien o poner tierra de por medio, siempre lo he sabido. Puede que me haya equivocado alguna vez, pero pocas.

Fuera del foco de la conversación, en una esquina del ángulo de visión, el señor Bellard abandonaba la casa de la respetable señora Tweeds con su típico andar distraído; pero, en esta ocasión, alzaba los pies un poco más de lo acostumbrado y un leve destello de vida llenaba sus ojos.

-Si piensas cambiar ese viejo sombrero, hoy es un buen día. Seguramente el señor Bellard acepte una oferta más que razonable.

-No voy preguntarle por qué me viene ahora con esas, pero me vendría bien deshacerme de este viejo trapo y conseguir algo medianamente decente.

-Pues, aprovecha ahora. Te espero en la cantina, me apetece echar un trago y ver a Rosita; además, dentro de poco, acudirán a mesa tres jugadores muy interesantes.

-¡Maldita sea, reverendo! Léame la cara, el alma o lo que le parezca, porque lo que creo es que tiene un doble rasero para medir según que cosas. Hace nada, me estaba sermoneando sobre el pecado y ahora se pone a hablar de alcohol, juego y mujeres...

-No hay pecado en esas cosas, hijo. El pecado reside en dejar que lo ajeno tome las riendas de tu vida; la exigencia que ahoga, ahí es cuando niegas el libre albedrío que te fue otorgado. Mientras tanto, regocíjate de tu vida, haz lo que te plazca sin dañar al prójimo. Sé libre, que nada te encierre, y evitarás que el alma se seque.

-Todo eso está muy bien, lo de no estar atado, digo, y lo de echar un trago de vez en cuando para que el alma no se seque; pero que me arranquen la cabellera si esas son las palabras de un reverendo.

-Soy reverendo, sacerdote, padre o como quieras. Conozco todos los tipos de fe que se profesan en esta nación, y de tanto recorrer varios caminos para un mismo destino opté por algo más acorde con estas tierras; algo libre, amplio y sencillo.

-Conste que no suena nada mal, la verdad. Pero, tal y como están las cosas, no le veo mucho futuro.

-¿Futuro dices? ¿Y qué hace falta para que tenga futuro sino existir?

-Hará falta gente que le siga, ¿no? Vamos, ¿sino de qué tipo de fe está usted hablando?

-De momento ya estoy yo, y tú escuchándome. Si necesito gente, irremediablemente estaré determinado por lo que ellos quieran, y solo en lo que uno está convencido, puede imprimir todo su potencial. Habrá quién lo considere adecuado y quién no; habrá quien venga a veces y luego desaparezca para quizás regresar más adelante. Recuerda, se trata de no atar, de dejar que las cosas vayan por sí solas. Cuanto más grande es el ansia de control, más asfixiante es el infierno que genera.

-Bueno, usted verá. Yo me voy a la tienda del señor Bellard, nos vemos luego en la cantina.

El reverendo asintió. Andaba pensando en las palabras de Fred, en su propio camino y en aquel loco italiano que intentó hacer lo propio siglos atrás. Remojó sus pensamientos en un par de tragos y presentó sus respetos a las suaves redondeces de la alegre Rosita. Bajó la escaleras con el espíritu henchido y se dirigió hacia la mesa de juego.

-De acuerdo señores, hoy vengo decidido a seguir adelante. Disculpen la marcha precipitada del otro día.

Uno de los jugadores amontonaba las fichas y miró sonriente al ministro del señor.

-No sé, padrecito, me sabe mal ganarle otra vez a un hombre de dios. ¿No debería estar en la iglesia?

-A otro con ese cuento, Ramón. Esta vez no pienso dejar la partida hasta que os saque todo cuanto tengáis.

Cuando Fred salió de la tienda, las risas de la cantina retumbaban por todo el pueblo. Llevaba un sombrero nuevo, fresco y de calidad. Se detuvo para despedirse del señor Bellard y estuvo un rato charlando en la puerta, nada importante, solo una de esas sencillas conversaciones que, independientemente de lo que traten, son agradables. Y al girarse para ir hacia la cantina, vio al reverendo salir de allí, con una amplia sonrisa en la cara. Fred le saludó y fue a su encuentro.

Conforme se acercaba le pareció gracioso el caminar animado del reverendo y la forma enérgica en que saludaba. Le devolvió la sonrisa, mientras esperaba que se acercara, un tanto extrañado por las curiosas muecas que hacía el siervo del señor, hasta que los truenos avisaron de la tormenta. Apenas tuvo tiempo de correr hacia los caballos y coger el rifle. Los primeros disparos salieron de la cantina y peinaron las patillas del reverendo. La respuesta del rifle los mantuvo a raya hasta que ambos montaron y abandonaron el pueblo a galope tendido.

Con la distancia como primer respiro, Fred aminoró la marcha y soltó el exceso de nervio con una clara y fuerte carcajada.

-¿Qué ha sido del alma, reverendo?

El reverendo reía a su vez, con el silbido del plomo aun vivo en el recuerdo.

-¿Sabes Fred? Nunca olvides leer antes el alma propia, no vaya a ser que por exceso de confianza  acabes subestimando a quien tengas delante. Me vieron venir, ¡vaya si lo hicieron!

-Parece que esa fe suya tiene mucho por retocar.

-El error es el único maestro, amigo. Una creencia que no acepta errores no hace sino quebrarse hasta convertirse en la sombra de lo que fue.

-Pues será como usted dice, pero como no ande con más cuidado, cualquier día un error de esos le llevará a la tumba.

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