lunes, 3 de noviembre de 2014

Maná

Labios cortados, piel agrietada y paso exhausto de hombros pesados. Levantando las piernas más por inercia que iniciativa, describiendo el movimiento mecánico con temor a que cualquier descanso suponga el final eterno. Incapaces de distinguir más allá del polvo, a unos cuantos pasos más, las rocas que se alzan escarpadas, las hierbas secas y algún que otro árbol diseminado; donde la arena se convierte en tierra.

-Ánimo reverendo, no debe quedar mucho.

-Ánimo no me falta, Fred, el señor es fuente inagotable de él. Son más bien las piernas, que no responden, los brazos que caen lánguidos, los pulmones que ya no bombean y esta maldita boca áspera que parece nunca haber calmado la sed. Pero ánimo tengo, Fred, ánimo tengo.

Costaron los últimos pasos, así como les costó también advertir el cambio de medio: la tierra firme sobre la roca. Pero la ausencia de gargantas en el suelo, ansiosas por engullir los pies a cada paso, liberó parte de la carga que habían ido acumulando con la distancia. 

Más ligeros, recuperaron la visión del entorno; y allá, en una explanada entre las rocas, apareció un pequeño huerto con algunos frutos creciendo desafiantes ante el árido ambiente.

-¡Mira Fred, allí delante, la providencia divina nos asiste! ¿Oyes su dulce canto? De beber para el sediento y de comer para el hambriento. Hincad los dientes en la jugosa fruta y sorbed sus caldos hasta recuperar todo lo que el desierto acabó arrancándoos. 

-Reverendo, ese huerto tendrá su dueño; y, a juzgar por el sitio, bien orgulloso estará de él. Haríamos bien en no tocarlo, no sea que perdamos algo además del hambre y la sed. 

-Calla Fred, solo un alma pura es capaz de vivir en un lugar así y conseguir tal milagro. ¿Has visto el tamaño de esos frutos? No temas, hijo, que así ha de ser; cogeremos solo lo necesario para calmar la desesperanza, y para un par de días más también.

Se acercaron en un momento, entre cojeos y andares de pato, y se abalanzaron sobre los frutos, mordiendo fuerte mientras los caldos, en libres reventares, caían por la comisura de los labios. Mas la dicha duró poco.

Sonó el seco grito de pólvora y el fino silbido de un proyectil que atravesó uno de los frutos hasta enterrarse en el suelo.

-¡Un mordisco más y os pongo los dientes en vuelo!

Más arriba, en la puerta de una pequeña cabaña oculta entre las rocas, una mujer mantenía en sus manos un rifle henry, muy bien cuidado, todavía humeante. Permanecía en pie, atenta, con un vestido de buena calidad, aunque desgastado, y un sombrero atado mediante un pañuelo que contrastaba con sus ojos de temible fiera.

-Disculpe señora, no pretendíamos molestarla ni estropear su cosecha; por cierto, realmente magnífica. Venimos del desierto, tan solo queríamos calmar la sed y el hambre. Soy un ministro del señor, si fuera tan amable de dejarnos pasar... podría explicarle...

-No hay nada que explicar, si queríais algo, hubiera sido mucho mejor preguntar.

Zek asintió encarecidamente, pidió disculpas y le aseguró que no pretendían acción alguna contra ella. Acordaron que pasarían, siempre y cuando el rifle de Fred se quedara fuera. Una vez dentro, aquella mujer les puso un par de platos con caldo de verduras, acompañados por unas tortitas de algún tipo de harina y se quedó en pie todo el rato, observándolos con el henry adherido a su mano derecha.

-Mil gracias, señora, es usted un alma caritativa, una buena mujer. ¿Pero qué hace aquí sola?, ¿es viuda por desgracia?, ¿se encuentran sus hijos o algún otro ser humano con usted?

-Eso no es asunto suyo, coma y beba si lo necesita. Eso es todo cuanto tiene derecho a pedir.

-Disculpe a mi compañero, señora, pero es hombre del señor y se preocupa por aquellos que puedan necesitar ayuda.

-¿Ayuda, yo? ¡No me hagan reír!

-¿Quiere decir que no necesita ninguna ayuda?, ¿que es capa de vivir aquí sola? Siendo así, el señor ha debido poner su mano sobre usted.

-¡No diga estupideces! No hay nada que su señor haya hecho por mí. No estuvo cuando todo cambió y tuve que valerme por mí misma. Si algo hizo, fue darse cuenta de que esta oveja no necesitaba pastor y dejarme a mi aire, viviendo mi propia vida.

-Lamento lo que pudiera ocurrir, pero a buen seguro que, como todo en esta vida, tiene remedio. Siempre hay una solución y, siendo como es persona generosa, seguro que encontramos la forma adecuada.

-No hay nada que encontrar, aquí estoy bien. Tengo todo lo que necesito y me sobran las ganas, el valor y el ingenio para seguir adelante. 

-Por supuesto, eso es algo que salta a la vista. Debo reconocer que su fortaleza de espíritu me ha impresionado y, desde la más completa humildad, le pido entonces ayuda a usted.

-Y yo se la doy; si quiere otro plato o más agua, lo tendrá. Pero nada de dinero, que es lo que ha estado buscando con la mirada desde que ha entrado.

-No pedía dinero, mujer, tan solo una pequeña cantidad para continuar nuestro camino y poder adecentarnos al llegar al pueblo más próximo.

-¡No hay dinero; ni mucho, ni poco! Ya me conozco a los de su calaña... coman cuanto quieran y márchense. A dos días de camino tienen el pueblo más cercano.

-De acuerdo, así haremos; pero, por favor, siéntese a comer con nosotros y relájese un poco.

-Muy señor mío, ya me relajé hace mucho tiempo y se me atragantó el mundo hasta el punto de quedar de él una podredumbre enquistada. Y no es otro el motivo que la cantidad de indeseables, de serpientes purulentas, que por él caminan con impunidad. ¡Pero no lo harán por aquí, señor, no en mi casa! Guarde sus palabras melosas para quien sienta hambre de ellas. Guarde silencio, acabe de comer y cierre la puerta al salir.

Todo acabó con el rasgar de cuchara sobre porcelana, el sonido de las sillas retirándose y los pasos hacia la puerta seguidos de cerca por ojos atentos y el alma inquieta de un rifle.

Atrás se escuchó el chirrido de una puerta y unos pasos leves y amortiguados se acercaron a la mujer que seguía con la mirada anclada en la pareja de visitantes, apenas visibles en el horizonte. Un hocico rozó su pierna y automáticamente la mano derecha soltó el rifle para acariciar al perro que la miraba con ojos repletos de agradecimiento, nobleza y sinceridad.

-Tienes razón, el más bajo parecía un buen hombre, no nos hubiera hecho ningún mal. Pero el otro... el cura ese... como vuelva por aquí le meto una bala entre ceja y ceja.

Acabó de abrirse la puerta y un par de chiquillos corrieron hacia la mujer, la cual cambió el rostro severo y la mirada fiera, por una sonrisa dulce y suave voz.

-Salid niños, ya se han marchado. Podéis llevarle las flores a vuestro padre.

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