Noche clara y despejada. Noche sin luna. Noche muerta y
vacía. Noche oscura fría y enlutada. Abajo en las casas, un silencio opresivo.
Arriba en la cabaña, dos grandes ojos vigilan inquietos una suerte de sombra,
de movimiento sigiloso, dividiendo su forma en famélico enjambre. Los ojos
baten sus alas y ulula su aviso. Reúne valor y despierta el arma, esta será una
noche ensangrentada.
El crujido agudo de cristal rasgó sus sueños. Abrió los ojos
de golpe y tomó todo el aire de la habitación.
A tientas buscó el peso confortable del bastón y luchó contra el quejido
de la madera al incorporarse. La trampilla que comunicaba su atalaya con el
piso inferior seguía cerrada y sobre ella descansaba el cuadro de Jed con el
marco partido y fragmentos de cristal dispersos por toda la sala.
-¿Qué demonios quieres ahora, maldito idiota?
Fue a calzarse y a por algo para recoger el estropicio
cuando, al pasar por la ventana, observó una gran masa informe, agazapada en la
calle, caminando hacia el saloon. La oscuridad no ofrecía mayor detalle y
encender una luz hubiera delatado su posición. Así que apoyó ambas manos en el
quicio de la ventana y se esforzó cuanto pudo en definir aquel cordón de formas
encorvadas. Una de ellas parecía más grande de lo normal, otras dos estaban
unidas de alguna forma y del resto, un amasijo difícil de delimitar, solo
acertó a distinguir dos relucientes ojos amarillentos que, atravesando la
oscuridad y el traslúcido manto del vidrio, escrutaban su posición. Sentía como
si pudieran adivinar su figura, como si recorrieran su contorno en busca del
indicio, el más mínimo temblor, que delatara su presencia. Aguantó cuanto pudo
el aire, hasta que el cuerpo pidió auxilio; aflojó la presión de las manos y
comenzó a expirar pausadamente hasta que llegó: un pestañeo, un gesto, un
cambio leve de postura... algo detonó el mecanismo y la mecha prendió en el
tenso silencio; los dos ojos se abrieron más y pudo adivinar el brillo perlado
de unas fauces afiladas. Se echó hacia atrás, tragó el terror y,
reincorporándose, abrió la ventana y dio con todas sus fuerzas la voz de
alarma.
Con el grito, una luz se encendió en el piso superior de la
torre segunda del saloon y la masa oscura hirvió confusa hasta que una voz
salió del contorno, mostrando su figura de barba y bigotes erizados bajo
sombrero de copa desproporcionado, y comenzó a vomitar órdenes. Pudo escuchar
el peso metálico de unos grilletes y observó horrorizado como los ojos corrían
hacia su atalaya; tras él, la sombra más grande se irguió, hasta alcanzar
dimensiones titánicas, y se dirigió hacia uno de los postes que sustentaban la
atalaya.
DeLoyd apenas tuvo tiempo de dejar el bastón, coger un viejo
revólver y tomar un puñado de balas, cuando el primer crujido reveló la
gravedad del temblor. Por la ventana pudo ver la cabeza de aquel gigantesco
ser, rozando el primer piso, y sus dos manos empujando con fuerza la
estructura. La primera bala saltó con una nueva sacudida. La segunda cayó de su
temblorosa mano al intentar cargarla. Para la tercera tomó un segundo, ató los
nervios y consiguió introducirla en el tambor. Guardó el resto de balas en un
bolsillo de su pijama, abrió la ventana y presionó el percutor con el pulgar.
Se asomó lo necesario para asegurar el tiro, aguantó el aire, se mordió
ligeramente el labio y, antes de apretar el gatillo, un terrible crujido
desencadenó la tormenta de astillas que echó todo abajo.
Las sombra erizada seguía vomitando órdenes.
Un par de criaturas arremetieron contra la puerta de la casa
de Tabitha, los clavos de los goznes salieron disparados y las bestias entraron
destrozando todo a su paso. Hachas y dientes; sudor, espuma y babas; sed de
sangre y hambre de almas.
Una mujer enorme, con abundante vello por toda la cara, tenía
a Ralph agarrado por el cuello con ambas manos, sintiendo el esfuerzo de su
tráquea por ensancharse para dejar pasar el aire, los golpes mal dirigidos y el
latido insistente de desesperación. Mientras una de las manos de Ralph buscaba en la herrería algún asidero para seguir con vida, aquel ser apretaba
con todas sus fuerzas, sus rechonchos dedos quedaban emblanquecidos por la
presión; constreñía con la ira liberada el día que derramaron sangre por
primera vez, con el ansia de quien ha estado sojuzgado durante años y sabe que,
en el momento en que cese su ataque, volverá a su antigua posición. Envilecida,
mantenida por el odio, el único sentimiento capaz de mantenerla libre, sostenía
su férrea presa hasta que el frío romo de un martillo abrió su cráneo y rompió
toda atadura con el mundo terrenal.
Entonces se vieron varios chispazos y una llama creció entre
las sombras. Dos jóvenes, unidos por el costado, corretearon por el pueblo con
botellas, trapos viejos y una antorcha. Entre risas alocadas de júbilo y ojos desorbitados por la dulce
venganza frente a años de insultos y vejaciones, unieron fuego con madera y
abrieron las puertas del infierno.
Entre el humo y el fuego, DeLoyd sacudió la cabeza y apartó
los restos de madera que quedaban sobre él. Pestañeó un par de veces y limpió
con su manga los ojos que, aun escocidos, observaron al gigante, azul a la luz
de la llama, erguido frente a él. Un coloso de fuertes músculos, poderoso,
majestuoso y noble, la representación física de la fuerza de la naturaleza,
roto por el odio. Rugió y hermanó su
grito con el trueno, apagando todo resto de valentía en las entrañas del
alcalde. Se agachó y cogió una de las vigas tronchadas con la misma facilidad
que un garrote y lo alzó como un titán, conocedor, al fin, de su poder y
fuerza, dispuesto a romper a uno de aquellos minúsculos seres que durante tanto
tiempo lo habían sometido. Pero el índice de DeLoyd apretó el gatillo y la bala
se alojó entre los ojos del coloso, quien, con la sorpresa cuajada en el
rostro, cayó con un estruendo, eclipsando todo alrededor, como cuando algo
único desaparece.
Edgar disparaba la última bala de su revólver sobre algo que
difícilmente podría explicar. Y notó un dolor agudo en la corva. Cayó y, al intentar
mover la pierna, notó el rasgar frío de metal contra hueso. Gritó hasta que no
pudo más. Entonces unas manos cogieron su pelo y tiraron de él con fuerza,
dejándolo de rodillas, exhausto y con la visión empañada de un enano con un
cuchillo afilado frente a él. Torcía el labio en una mueca extraña, no sonreía,
parecía dolor y rabia. Acercó el filo a su cuello y llegó a ver brotar la
primera gota de sangre antes de que el sheriff Nake dispersara una lluvia de
postas sobre su cabeza.
Y en el saloon, la luz salió de la segunda torre y caminó
hacia la pasarela. Algunos clientes corrían como locos, empujándose, para caer
frente a cuatro de aquellos seres que atacaban con cuchillos, con dientes y puños. Kornelius disparó un par de veces al aire y por un momento aquellas
bestias se quedaron quietas. Bison y Vera aprovecharon para volver a meter
adentro a los heridos y Kornelius disparó una vez más, a la vez que avanzaba.
Las criaturas retrocedieron y los tres continuaron avanzando hasta recuperar la
sala principal de la primera torre. Cruzaron las puertas abatibles y salieron
al caos. Allí en medio, Andrew seguía escupiendo órdenes, con su estrella de
cinco puntas de bigotes y barba erizados y el sombrero de maestro de ceremonias
que siempre llevó cuando trabajaron para él. Al ver que los suyos retrocedían,
volvió a arengarlos y cuando reconoció a Kornelius y a Vera, la arenga creció,
concentrando casi todo el infierno en ellos.
Bison retrocedió inicialmente ante el humo y las llamas,
hasta que vio que las cuatro criaturas acudían a por ellos. Se caló el bombín y
blandió el garrote bufando como un loco, escuchando el crujir de huesos ajenos
y notando punzadas y cortes en su propio cuerpo. Con cada golpe el aire se
escapaba, el aliento se volvía pesado, la boca se secaba y el sabor a hierro de
la sangre ajena se juntaba con la propia; la mirada se enturbiaba y apenas
acertaba a dirigir los golpes. Notó una mordida de acero y se tambaleó
pesadamente, pronto otra punzada le hirió de rabia. Ya no era capaz de ver más
allá de un borrón y aun así lanzaba algún que otro golpe al aire, deseando
encontrar alguna resistencia para romper y acabar con la tortura. Pero al final
un nuevo tambaleo pudo con él y quedó tumbado en el suelo. Entre las brumas
consiguió reconocer la figura de Kornelius, delante de Vera, disparando su
pepperbox para salvar sus vidas. Vislumbró también la estrafalaria figura del
maestro de ceremonias y su brazo extendiéndose, revólver en mano, sin que
Kornelius pudiera verlo. El disparo no se hizo esperar y Kornelius cayó muerto,
mientras Vera quedaba congelada frente a todo aquel horror. Bison hizo un
último esfuerzo y consiguió levantarse un poco extendiendo los brazos, pero un
nuevo golpe dispersó sus fuerzas y lo devolvió al suelo. Ya no podía ver ni sus
propias manos y el aire le abrasaba al entrar cuando escuchó disparos lejanos y
silbidos de balas a su alrededor; ninguna pareció darle cuando la noche lo
cubrió con su manto.
Andrew apuntaba a Vera cuando otro estallido de pólvora
resonó arriba en la colina y un silbido atravesó todo el campo de batalla,
pasando sobre el sheriff Nake, Edward Curtis y Ralph Sugart que, junto a Edgar,
se habían hecho fuertes en la herrería, sobre DeLoyd que, parapetado tras los
escombros, seguía disparando y dio de lleno en la espalda de los jóvenes
siameses, derramando todo el líquido y creando una columna de fuego en medio
del pueblo. Los siguientes proyectiles silbaron la muerte de algunos que
estaban cerca de Vera. Andrew se giró para ver de dónde provenían aquellas
balas y Vera recogió la pistola de Kornelius, amartilló el arma y gritó desde
lo más hondo de su alma para apretar el gatillo; el arma detonó con rabia y
todas las balas que quedaban salieron a la vez, traspasando el humo hasta
alojarse en la carne del maestro de ceremonias expulsándole de este mundo con
cientos de palabras agolpadas, pudriéndose en su garganta.
Arriba en la colina, Jonowl palanqueaba el rifle enviando
casquillos al aire, mientras Tabitha acercaba más balas. El arma había
despertado y seguía igual de fría que al principio, el calor leve de cada
detonación desaparecía al instante, consumido por una insaciable sed de sangre.
Cada muerte era un revuelo en el ánimo de Jonowl, comenzaba a seguirlos con su
mira, anticipando los movimientos, jugando con sus víctimas. La columna de
fuego produjo una satisfacción indescriptible. Limpió el cuerpo de Bison de
aquellos seres como quien despioja a un búfalo. Vera había acabado con Andrew y
él necesitaba más blancos para saciar la sed del arma que latía con ansia por
seguir matando. Barrió la zona y vio a los pocos de aquellos pobres diablos que
habían sobrevivido; desamparados, sin la voz que hacía hervir su sangre, huían
despavoridos. El primero cayó de un tiro limpio en la cabeza, rodó torpemente
como un muñeco de trapo. Escuchó el aleteo de su compañero pero de nada sirvió,
era incapaz de ver sus grandes ojos mostrando el final. Disparó a un segundo,
falló y le dio en la pierna, haciéndole caer herido. Le dolió el error y buscó
con la mira su cabeza, comenzó los cálculos intuitivos de distancia y viento.
Llevó el índice al gatillo y se dispuso a callarlo de una vez, cuando a su lado
escuchó un “Para, ya está”. Un ronroneo crudamente sincero, suave y cálido.
Unas manos se posaron sobre las suyas y apartaron el arma de su cara. Poco a
poco la alejó de él, hasta que todo vínculo quedó disuelto y sus propias manos
fueron quienes tiraron el arma maldita al suelo, se agachó y resopló.
-Voy abajo, me necesitan. ¿Estás bien?
Jonowl se limitó a asentir y se quedó observándola mientras
marchaba, colina abajo. Después respiró hondo, echó las pieles sobre el arma,
se incorporó y la llevó adentro para encerrarla de nuevo en el arcón.
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