Ilustración de Cortés-Benlloch
Las nubes ocultaron el sol. Una claridad grisácea moría en los montones de nieve sucia a los lados de la calle.
Caminaba con su vestido rayado, bueno y gastado, embozada en la manta verde y roja que su marido lució con orgullo en honor a la mitad de su sangre más anclada a esa tierra. Pasos cortos y decididos, figura encorvada para combatir el frío y bocanadas de vaho al aire.
Golpeó con los nudillos secos...
Silencio plomizo... arrastrar de dos sillas. Carraspeo varonil, algo ajado. Pasos pesados. Voz de aviso y cloqueo de cerrojo.
Un rostro cano y carnoso, algo descolgado por el arrastrar de los años, asomó tímido. Abrió los ojos al reconocer la visita; sonrió y envió una mirada instintiva hacia atrás antes de salir y entornar la puerta. Ella adivinó la presencia vigilante de su mujer.
—Hola Abby, ahora nos pillas en mal momento. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Hola Owen. Tengo que pedirte un favor.
Su mano abandonó el abrigo de la manta con una carta en la mano.
—Abby, ¿eso no será lo que creo?
—Las noticias corren muy rápido...
—Tom, el herrero, habló con Peter...
—Es cierto lo que dicen, y ya sabes que mucho más queda por decir. Esta carta va dirigida a la familia de esa chiquilla, tiene que llegar a toda costa, sin que nadie sepa nada.
—Pero, ¿por qué ahora, tanto tiempo después?
Abby sonrió y la luz tenue reflejó en la mitad sana de su rostro.
—Esta vez es distinto. Bowler ha muerto y Maggy está con nosotros, ella puede convencer a las chicas para que hablen.
Owen miró a los lados y bajó la voz.
—Si Thorn se entera de esto, sabes lo que nos pasará. Nadie moverá un dedo para salvarnos.
—No si se entera demasiado tarde. Necesito que te asegures, personalmente, de que esta carta llegue a su destino.
Owen dudaba, miró un par de veces a la viuda, incapaz de decidirse.
Abby lo miró a los ojos; una mirada limpia, sin estrategias ni tanteos. Colocó de nuevo la carta ante él y cogió su mano.
—Es por Tad.
Owen rozó aquel pedazo de papel y recordó los días en los que Tad cabalgaba a su lado, protegiendo el camino. El olor a pólvora y miedo, la tensión metálica del ataque y el alivio invocado por un grito, cuando la sangre ajena devolvía la calma. Las charlas nocturnas al raso y el sabor inigualable del alcohol de una posta después de un duro día de diligencia. Recordó los chistes, las risas y la estupidez absoluta que dos bellezas insertaron en sus corazones sin ni siquiera conocerles.
Suspiró, dejó caer el rostro y bajó la mano. Entonces sus dedos rozaron la empuñadura del revólver y recordó que allí había estado todo ese tiempo. Buscó a tientas el percutor y colocó su pulgar encima, hasta que el frío abandonó el metal. Pestañeó, desenfundó la mano vacía y cogió con fuerza la carta.
—Por Tad se hará. Ahora vete, antes de que alguien pueda verte, ya me encargo yo.